No diré que es una tragedia, porque las tragedias se abrazan a las cosas de importancia y, en la vida, apenas hay dos o tres acontecimientos realmente importantes. Pero sí podría decir que, para un escritor, es un drama (o una tragicomedia, si me gana el cinismo) reconocer que las palabras no sirven ya, absolutamente para nada. Lo presentí hace algún tiempo: el lenguaje no alcanza, por ejemplo, para las despedidas. Los nombres, los verbos, los adjetivos se acumulan como chatarra, como el montón de nieve que trajo la tormenta nocturna e impide abrir la puerta al día que irrumpe. No se puede decir “adiós” con palabras. La palabra es impotente, no sirve, no es capaz de contener los abismos que cabalgan brutalmente a lomos de una partida sin remedio. Decir “adiós”, cuando llega el verdadero fin, es tan insustancial como decir rodilla, ascensor o elefante. En lugar de las palabras, cicatrices. Cicatrices abiertas, laceradas y sangrantes, serían más elocuentes que los estériles afanes del lenguaje. Y esa verdad me quema por dentro, me reduce al silencio, a la nada, a la desolación. Y, permanentemente, me invita a dejar de escribir porque… ¿Qué es un escritor al que las palabras se le rebelan insuficientes y extrañas?
Hubo un tiempo en el que pensé que las palabras eran esa libertad “delacroixana”, decidida y mujer, guiando al pueblo. Con su seno al aire, metáfora de la desnudez. Con el paso sencillo, campechano y adelantado. Terrestre y leve, a un tiempo. Pero no. La palabra, hoy, está anestesiada, manoseada y roma. Solo sirve para nombrar lo muerto porque ella ya está muerta. Es tabernera y muy macho. Es una escupidera la palabra, hoy. El fracaso sin grandeza ni sentido, tedioso y cerril. Basta leer las declaraciones de los políticos en el asunto catalán, escuchar las tertulias de los medios o seguir las columnas de opinión (de Facebook me cuido y Twitter ni siquiera sé qué es) para comprobar hasta qué punto comentadores, agoreros, habladores y demás encomenderos la han empobrecido, la han empequeñecido sin rubor: patria, república, traición, pueblo, revolución, España, España, España… ¡Qué apego al ruido y cuánto hartazgo provocan! Han hecho de la palabra un negocio cortoplacista, urgente y banal, demostrando una irritante facilidad para convertir cualquier ocurrencia en una idea: es perentorio tener una opinión de todo, inmediatamente. Da igual lo que se diga y con el fundamento que se haga. Si, al día siguiente, los acontecimientos toman un rumbo diferente, no sucede nada. La palabra de hoy lo aguanta todo, no tiene memoria. No es promesa, ni esencia, ni significado ni mundo. Se vuelve como un calcetín sin que se le resientan las costuras porque, en el fondo, lo único que importa es quién dice las palabras, no lo que ellas dicen. Producir y consumir opiniones con voracidad para, con la misma voracidad, desecharlas. Y a esos desechos, a esa basura léxica le llaman la democratización de la palabra… ¿Cómo no sucumbir al desánimo?
Decía Sócrates que las palabras eran “aire semántico”, pero vaciadas de significado, apenas queda el aire, pura ventosidad que sale por la boca. Y la consecuencia inmediata es perversa: hemos derogado el estatuto de la escucha. ¿Para qué escuchar al otro? Si lo que dice ni sitúa, ni desentraña, ni vincula, ni compromete y todo es impermanente… Hablar compulsivamente y no escuchar, ni siquiera a nosotros mismos, para no morirnos de la pena en cualquier rincón y sobrevivir a la soledad.
No diré que es una tragedia, tal vez sólo sea una señal: ¿para qué decir más? Silencio… Silencio. Creo que me ha llegado la hora de empezar a preparar la huida…