Se acerca el 40 aniversario de aquel 4 de diciembre de 1977 en que los andaluces dimos una lección, a nosotros mismos y al mundo, cuando muchos cientos de miles, en todas las capitales de provincia, en muchos pueblos y también en la emigración, salimos a las calles para expresar que Andalucía existía como pueblo. Que no nos resignábamos a ser la tierra más alegre de los hombres más tristes, ni la tierra más rica con los hombres más pobres (como se nos había definido tiempo atrás). Que no nos conformábamos con ser para siempre la proveedora de recursos materiales y humanos para otros lugares del Estado español y de Europa, ni con tener las más altas cifras de paro, emigración y analfabetismo. Ni con que nuestra cultura, degradada, se utilizara para divertimiento.
Sólo una bandera ondeó en todas partes (menos en algunos edificios oficiales todavía controlados por recalcitrantes franquistas): la verde, blanca y verde que resurgía (para unos pocos) tras cuarenta años de dictadura y aparecía (para muchos por primera vez) como luz de esperanza y paz y como arma pacífica para conquistar el futuro. Fue un día plomizo, pero luminoso para quienes veíamos -en realidad asombrados- las riadas de gentes que con nuestra bandera y con pancartas y eslóganes en su mayoría caseros, que reflejaban las reivindicaciones y anhelos populares, confluían adonde partían las manifestaciones. La alegría se quebró cuando en Málaga fue asesinado Manuel José García Caparrós, en una carga policial que lamentablemente quedó impune. Avanzar, sobre todo en Andalucía, siempre supone dolor y sacrificios.
A partir de ese día, se abrió un tiempo de aceleración en el paso desde el sentimiento andaluz a la conciencia de pertenencia a un pueblo que, además de tener una identidad histórica y una identidad cultural indiscutibles, y a partir de ello, reafirmaba también su identidad política reivindicando instrumentos propios para encarar colectivamente el futuro y la solución de los problemas económicos, sociales y culturales que nos ahogaban (y todavía hoy nos ahogan). Era un tiempo en que se estaba pactando entre las cúpulas de los partidos con más éxito en las elecciones de junio (sin abrir un verdadero proceso constituyente y bajo la mirada atenta de las «fuerzas fácticas») una Constitución en la que serían reconocidas como «nacionalidades históricas» sólo las que plebiscitaron sus estatutos bajo la legalidad republicana, que formarían una primera división autonómica, mientras Andalucía y todas las «regiones» quedarían en una segunda división. La distinción no era baladí ni sólo nominal, sino que significaba, en un caso, acceso rápido a dotarse de competencias e instituciones político-jurídicas propias y, en el otro, quedarse en una especie de Mancomunidad de Diputaciones. Y los andaluces afirmamos, aquel 4-D, que Andalucía tenía pleno derecho, por su historia, su cultura y su afirmación como sujeto político, a formar parte del restringido club de las «autonomías de primera». Lo que conquistaríamos en las urnas en el referéndum del 28 de febrero del 80, cuando superando todos los obstáculos y zancadillas, incluida la petición de no votar que hizo el gobierno del Estado, nos incorporamos a la citada primera división prevista solamente para Cataluña, País Vasco y Galicia.
Para qué sirvió, o no sirvió, todo aquello, qué estafas y frustraciones sucedieron luego, es un debate que es imprescindible activar. Pero, previo a ello, hay que salir al paso de la relectura que del 4-D se intenta hacer por parte de instituciones como el Gobierno de la Junta y de partidos como el PSOE que durante más de tres décadas quisieron enterrar esa fecha y ahora la exhuman intentando manipularla. Se nos dice que aquel día los andaluces exigimos «igualdad para todos los ciudadanos y territorios de España». No es verdad. Lo que exigimos y logramos fue que Andalucía fuera reconocida como parte del primer nivel junto a las otras citadas «nacionalidades». El 4-D fue un ejercicio de Andalucía por sí y para sí. Que tuviéramos en mente a Murcia, Asturias o Castilla es incierto. Como lo es también que nos preocupara España. Lo que nos preocupaban eran nuestros problemas y por eso reclamábamos el autogobierno necesario para poder acometer su solución.
Ahora, en el contexto del «problema catalán» (en realidad, de la quiebra de la organización territorial del Estado y el cuestionamiento del Régimen del 78), quieren reinterpretar el 4-D para hacer creer a quienes no lo vivieron que se trató poco menos que de una movilización españolista. Que ni una bandera rojigualda estuviera presente es ya un dato. Pero el principal es que solo había una exigencia: autogobierno andaluz.
Afirmar otra cosa es falsear la realidad.