El mes pasado se conmemoró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, una de cuyas formas, sin duda, es la violencia obstétrica. Sabemos que en la Ley de Salud Sexual y Reproductiva no se ha llegado a incluir este término, seguramente por lo que significa de reconocimiento de una forma de violencia institucional ejercida hacia nosotras.
Fue ya a finales del siglo pasado cuando la OMS (Organización Mundial de la Salud) reconoció el exceso de intervencionismo y la desnaturalización del parto como consecuencia de un planteamiento de este en términos patológicos. Importantes cuestiones entorno a esto no están resueltas, tampoco en la sanidad andaluza, donde el desfase que existe, en muchos casos, entre un planteamiento inicial de reconocimiento de nuestro derecho a decidir y lo que ocurre, de facto, durante el proceso de parto es, digamos, “llamativo”: existe la posibilidad de presentar un Plan de parto, pero cuando lo presentas, puede haber un rechazo evidente por buena parte del personal sanitario; tienes derecho a estar acompañada, pero puede ser que nadie se preocupe de avisar a tu compañero sentado en la sala de espera; los hospitales públicos cuentan con recursos para parir de diferentes maneras y para tratar el dolor, pero puede ser que nos dejen inmovilizadas durante horas en una cama para monitorizar al feto, impidiendo el uso de estos métodos de relajación de los que disponemos (pelota de pilates, duchas…). Y podríamos seguir…
Así como otras violencias institucionales son denunciadas por quienes la sufren, en nuestro caso, la violencia hacia nosotras unas veces la ocultamos -con la invitación a olvidar, a pasar página, con un “bueno, ya ha pasado todo, ya tienes a tu niñx al lado, tienes que estar contenta” de alguna profesional de la salud-; otras veces, diría que la mayor parte, negamos la violencia que sufrimos porque hemos sacralizado la autoridad de lxs especialistas, a lo que ya se refirió Carolina del Olmo en su ¿Dónde está mi tribu?[1]. El problema es que no percibimos en términos de violencia el maltrato físico y psicológico que sufrimos las mujeres en el proceso de parto, pensando que no ha habido más remedio que pasar por todo aquello.
¿Dónde colocar los debates? Cuidados, medicalización, profesionales… Sin duda, todas estas cuestiones están relacionadas con nuestro derecho a decidir, que a su vez depende del derecho a estar informadas. Ocurre que “el saber médico” no siempre se comparte; compartir el saber es compartir el poder (de decidir) en el ámbito de la salud. Así, ocurre que este saber sí es compartido con otrxs profesionales[2], como lxs médicxs residentes, pero no así con quienes somos dueñas del cuerpo que se muestra y enseña. Abiertas de piernas, con dolores y agotamiento tras noches sin dormir, indagan, explican, comparten nuestros cuerpos, obviando que estamos allí y que quienes tienen más interés por todo lo que ocurre en esos cuerpos que parirán a nuestrxs hijxs somos nosotras. Al quedar el saber (reconocido) entre profesionales, no queda más remedio que delegar en ellxs toda decisión (por supuesto, con nuestra firma y consentimiento, no vaya a ser que parezca que no pintamos nada).
- El informe de monitores indica dos desaceleraciones del ritmo cardíaco del bebé. Te aconsejamos inducir el parto.
- Pero, ¿es grave?
- No, si fuera grave ya estarías en quirófano. Pero es poco tranquilizador. Yo estoy embarazada y lo haría. ¿Cómo vamos a aconsejarte algo que no fuera bueno para el niño o para ti?
Como si fuera una cuestión de bondad o maldad, y no de planteamientos y prácticas profesionales normalizadas y legitimadas donde el saber médico manda, y nosotras, convertidas en pacientes, sufrimos las decisiones expertas. Es ahí cuando se inicia la cascada de intervenciones y se fijan las relaciones de poder que ya se mantienen en todo el proceso. Puede ocurrir, por ejemplo, que cuando, agotadas después de más de 24 horas de parto pedimos, en forma de súplica, que ante tanto dolor y agotamiento no sigan explicando a la médico residente cómo coser una episiotomía, sino que lo haga quien sepa y acabe antes, nos espeten con violencia extrema: “¿es que no quieres que lo hagamos bien?”. La vulnerabilidad es muy grande; el abuso de autoridad, enorme.
Por supuesto, existen grandes profesionales y mejores personas para darnos un respiro en todo el proceso. Personas que dedican tiempo a conocernos, a hacer que nos sintamos mejor, a hacernos sentir que el cuerpo es nuestro (quitándonos de los monitores para poder movernos y descansar en algún momento), a taparnos cuando estamos temblando de frío, a hablar a nuestras parejas, o, incluso, a asumir cargos de responsabilidad que consigan verdaderos cambios estructurales en la práctica del parto. Es fundamental reconocer nuestros cuerpos de mujeres como cuerpos creadores de vida, sí, pero también, como cuerpos de más vidas, las nuestras.
Yo quiero parir tranquila,
Que nadie me meta prisas,
Que mi chico esté conmigo,
Por si hay lágrimas o risas.[3]
[1] ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista. Primera edición 2013.
[2] No con todos; las jerarquías en sanidad se evidencian enseguida.
[3] Fragmento de “Rumba de las Madres”, de Rosa Zaragoza.