Hace casi noventa años, Blas Infante -que tenía una sólida formación intelectual y estaba, por ello, al tanto de las más importantes obras de la Antropología europea- acusaba a la mayoría de los políticos de su época de creer en el «mana»: un aura o cualidad extra-natural que, por nacimiento o por haber tenido alguna visión o por su cargo, poseerían determinadas personas. La pervivencia actual de la institución monárquica en algunos países no se entiende sin la permanencia, bien que oculta, de esta creencia (propia de sociedades arcaicas) que hace al rey (o la reina) inviolables e i-rresponsables. No se les puede pedir responsabilidades porque se les reconoce pertenecientes a una categoría especial, distinta a la de los súbditos o el resto de los ciudadan@s: porque tienen «mana».
Esta atribución de “mana” a los monarcas se ha ido reduciendo en todas partes, sobre todo a partir de la desaparición de las monarquías absolutas. ¿Qué hace, entonces, que se mantenga hoy la monarquía en lugares con sistemas democráticos, como Inglaterra, Holanda o los países nórdicos? Sin duda, es su papel simbólico, el que los monarcas no actúen (y «se conformen» con vivir, ellos y sus familias «a cuerpo de rey») y su neutralidad (al menos pública) respecto a los temas políticos. La reina de Inglaterra, por ejemplo, no ha intervenido para nada en el tema del Brexit ni, antes, cuando se pactó el referéndum de autodeterminación de Escocia. Todo lo contrario de lo ocurrido hace un año en el Reino de España, en que el rey pronunció un solemne discurso tras el uno de octubre pronunciándose en el sentido que todos sabemos y con una dureza tal que hubiera sido coherente lo hiciera con el uniforme de capitán general.
Si la corona ya no puede asentarse en la creencia en el «mana», ni tampoco es referente simbólico de una clara mayoría ciudadana (no puede olvidarse que la actual restauración monárquica fue voluntad del dictador de El Pardo) y no guarda ni siquiera un mínimo de apariencia de neutralidad política, ¿en qué puede asentarse? El parlament de Catalunya acaba de reprobado. ¡Sacrilegio! gritan quienes todavía creen (o dicen creer) en el «mana» de la institución, exigiendo que los sacrílegos sean severamente castigados. Pero incluso en la prensa «de estado» se dice ya que es un disparate pretender proteger al rey de toda crítica. Quizá quieran construir lo imposible: asentar el mantenimiento de la dinastía sobre una base democrática. Pero si alguna posibilidad de ello pudiera haber habido alguna vez, hace un año lo imposibilitó para siempre Felipe VI. Y no solo en relación a los catalanes.