Desde un papel de sirvienta que se va acentuando con el tiempo, Andalucía no puede continuar teniendo como referencia el modelo del Norte. Entre otras razones porque esa idea responde a uno de los pilares de la ideología dominante construida por el hombre, blanco, opulento, del Norte en su beneficio: el concepto de desarrollo.
Un concepto que enmascara la situación real de los pueblos del Sur planteándola como resultado del “atraso” y no de la dominación, y situando al Norte como faro, como guía que se rige por una lógica, una manera de entender el mundo y una manera de organizarse que todos los pueblos deben perseguir para alcanzar las condiciones ideales de existencia, basadas en la abundancia generalizada de mercancías y definidas desde el club de los “desarrollados”. Se contribuye así a consolidar la economía convencional en el puesto de mando, legitimándose y “naturalizándose” la inferioridad de las realidades del Sur desde la superioridad del Norte, que, como si se tratara de una cuestión puramente técnica, propugna el uso de la tecnología y el crecimiento económico como vehículos para la convergencia o aproximación al desarrollo.
El desarrollo se convierte así en un instrumento de poder y de control que alimenta un proceso de enajenación para los pueblos periféricos en la doble acepción del término: traslado hacia otros del dominio sobre lo propio y pérdida del sentido –“sacar fuera de sí”-, de su propia realidad. De este modo, los pueblos del Sur se ven privados de su historia y de su cultura. Situado el objetivo en “ser como”, la historia se reinterpreta por referencia, desde el camino seguido por las sociedades “modélicas”, mientras que la cultura, en la medida en que supone maneras distintas de entender la vida y de vivir, sólo sobrevive en forma de residuo o de restos que “conviene” que desaparezcan con el avance del proceso de modernización, interpretado éste como aproximación al desarrollo.
Todo lo que “conviene” que se pierda y que se destruya viene a justificarse en nombre de las promesas asociadas al desarrollo, que impone un sistema de valores desde el que el propio proceso de enajenación es interpretado como un síntoma de progreso. De modo que, con la misma lógica que la de la guerra, que ha ido cobrando un creciente protagonismo en la evolución del sistema, se nos quiere hacer creer que para liberar a las sociedades periféricas es necesario en gran medida destruirlas; incluso a pesar de ellas, aunque siempre “por su propio bien”. En este sentido, ya en 1975 Celso Furtado manifestaba el papel del desarrollo como creencia o mito que “ha sido de gran utilidad para movilizar a los pueblos de la periferia y llevarlos a aceptar enormes sacrificios, para legitimar la destrucción de formas de cultura ‘arcaicas’, para ‘explicar’ y ‘hacer comprender’ la ‘necesidad’ de destruir su medio físico, para justificar formas de dependencia que refuerzan el carácter predatorio del sistema productivo”. Dándose por evidente que el desarrollo económico, “tal como viene siendo practicado por los países que encabezaron la revolución industrial, puede ser universalizado,….; esa idea constituye una prolongación del mito del progreso” propio de la civilización industrial.
Este artículo de Manuel Delgado Cabeza, catedrático de economía de la Universidad de Sevilla, es parte del capítulo del libro coordinado por Pablo Palenzuela y editado por Icaria “Antropología y compromiso. Homenaje al profesor Isidoro Moreno”. Ed. Icaria – Universidad de Sevilla, 2017. Para facilitar la lectura se han suprimido las citas, que pueden consultarse, así como la bibliografía, en: Descarga capítulo completo “El fin del extractivismo. Algunas condiciones para la transición hacia un postcapitalismo en Andalucía”.