Contra el compromiso único

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Mi único compromiso consiste en escribir cada vez mejor. Lo he leído y oído miles de veces en artículos y entrevistas. Escribir cada vez mejor, ¿pero de qué? La cuestión no es secundaria, supone una elección moral. Para nosotros no es lo mismo silenciar a los muertos que hablar de ellos, incluir a los seres sintientes en nuestros textos o reducirlos a una hamburguesa, solidarizarnos con los que sufren o con quienes son la causa de su sufrimiento, exaltar la rebeldía o sembrar el conformismo. Podemos trabajar por la dignidad humana o para los centros de altos estudios económicos, para la poesía o para el genocidio, con la misma eficacia pero no con los mismos efectos.

Los poetas, por regla general, prefieren pasar por alto este hecho y no adentrarse en territorios que vayan más allá de su propio ombligo. La política, la crisis ecológica o los conflictos sociales son para ellos terreno pantanoso, tierra movediza, zonas por las que no solo no suelen transitar sino a las que se oponen con todas sus fuerzas en tanto las consideran ajenas a la realidad y a la vida, incluida la suya. Hay también quienes aceptan el envite mientras quede lejos y sea para hablar de, por ejemplo, el desastre de una central nuclear en Japón, pero con la misma ingenuidad o ceguera no tendrán problema alguno en dejarse publicar un libro por la central nuclear que se levanta desde hace cincuenta años en su propio pueblo sin que esta haya merecido por su parte el más mínimo reproche.

En la lógica de la poesía política postmoderna dominante (esa forma atroz de ornamento del neofascismo naturalizado como vida cotidiana, participación consumista, tecnocracia, ecocidio e ilusión democrática de la optimista clase media del primer mundo), la escritura se ha vuelto experiencia privada, íntima, autosatisfecha, fragmento emotivo, vestigio de la  memoria, fulgor narcisista, pieza anémica en un tiempo ensimismado y autoreferencial. En ella no hay espacio para la rebeldía, el conflicto, la crítica o la indagación social porque tampoco lo hay en la vida cotidiana de quien la escribe. El poeta se limita a reproducir patrones sociales estandarizados y altamente convencionales, su memoria y su conciencia no van más allá de localizar en El Corte Inglés los gadgets que vio en El País de las Tentaciones, al arte se accede pasando por la galería de moda y dejándose fotografiar con el artista sancionado, la participación democrática pasa por el desprecio del diferente y consiste en conquistar espacios en el mundo espectacular donde, aparentemente, el capitalismo no existe.

Reflexionaba León Felipe que la primera aventura de don Quijote no es ni la de Puerto Lápice ni la de los molinos, como quieren algunos. La primera aventura surge cuando el poeta se encuentra con la realidad sórdida del mundo, después de salir de su casa, llevando en la mano la Justicia. Cuando llega a la venta, no es verdad que nada épico sucediese. Allí comienza la hazaña primera y única que se ha de repetir a través de todo el peregrinaje del protagonista. Porque no hay más que una hazaña en toda la crónica: el trastrueque, el trasbordo de un mundo real a otro mundo; de un mundo ruin a un mundo noble. Aparentemente no es más que una hazaña poética, una metáfora. Pero es una hazaña revolucionaria también, porque, en origen, ¿qué es una revolución sino una metáfora social?

Don Quijote se encuentra en la venta con un albergue sucio e incómodo, con un hombre grosero y ladrón, con unas prostitutas descaradas, con una comida escasa y rancia y con el pito estridente de un castrador de puercos. Y dice en seguida: pero esto no puede ser el mundo; no es la realidad, esto es un sueño malo, una pesadilla terrible…. esto es un encantamiento. Mis enemigos, los malos encantadores que me persiguen, me lo han cambiado todo. Entonces su genio prometeico despierta por la fuerza poética de su imaginación y la realidad de su imaginación es más fuerte y puede más que la realidad transitoria de los malos encantadores. Y sus ojos y su conciencia ven y organizan el mundo no como es sino como debe ser. Se produce entonces la gran metáfora poética que anuncia ya la gran metáfora social. Porque cuando don Quijote toma al ventero ladrón por un caballero cortés y hospitalario, a las prostitutas descaradas por doncellas hermosísimas, la venta por un albergue decoroso, el pan negro por pan candeal y el silbo del capador por una música acogedora, dice que en el mundo no debe haber ni hombres ladrones ni amor mercenario ni comida escasa ni albergue oscuro ni música horrible, y que nada de esto habría si no fuese por los malos encantadores. Estos encantadores se llaman de otra manera, están en la cabeza de todos, igual que don Quijote sabéis muy bien sus nombres, y esa es la guerra en la que andamos, la de los encantadores, con sus medios de comunicación, con sus discursos mercenarios, con su lejanía de la realidad, con su orden institucional, con sus leyes mordaza, con sus fuerzas represivas, sus lacayos, sus siervos y bufones… y enfrente de ellos el pueblo, lleno de Quijotes que dicen: Esto no puede ser posible, no es posible que haya niños que se van a la cama sin cenar, que haya familias que sean desahuciadas de sus casas por no poder pagar hipotecas abusivas, que en un país con tres millones de viviendas vacías se persiga a quienes ocupan una, que se encarcele a los obreros por formar piquetes en las huelgas, que se dispare y golpee a los manifestantes, que se multe a los que protestan, que se les roben a los viejos sus pensiones y a todos los demás el futuro, que la gente no tenga trabajo, que los que trabajan lo hagan cada vez más por menos dinero, que desaparezcan los derechos sociales que tanto costaron conquistar en sangre obrera, que los ricos sean cada vez más ricos mientras los españoles que viven por debajo del umbral de la pobreza alcanzan la cifra, según Cáritas, de doce millones…

Esto no es posible, esto es fruto de algún encantamiento… y entonces el pueblo, los ciudadanos, el poeta prometeico del que hablaba León Felipe sale a la calle y dice: a pesar de sus medios de comunicación, de su poder, de su dinero, de la fascinación y el estado de inconsciencia en el que nos hacen vivir, esto no puede ser… vamos a cambiarlo, desde abajo, con los de abajo, vamos a hacer la revolución económica y social de hoy que cae, se defiende y se prolonga bajo la curva infinita de la dignidad humana, de la igualdad y de la justicia social, y vamos a escribir poesía para conjurarla y vamos a poner los cuerpos para que esa revolución sea posible.

Antes de que los sindicatos hoy mal llamados mayoritarios decidieran convertirse en tentáculos del poder y pozo de ignominia, antes de que contribuyeran al apaciguamiento general de la clase obrera con los pactos de la Moncloa, antes de los eres y las estafas millonarias, hubo otra forma de sindicalismo, en aquellos lejanos días lo que los obreros de la CNT y demás organizaciones anarcosindicalistas anhelaban no era en primer término vivir mejor, sino vivir más noble y dignamente. Juan Peiró hablaba de «espiritualidad revolucionaria». Los sindicalistas de la CNT luchaban ciertamente por mejoras económicas, pero personalmente despreciaban el dinero y los bienes materiales. El propio Trotsky reconocerá, en sus Escritos sobre España, la superioridad política y cultural de la revolución española sobre la soviética. Devotos lectores de lo que Kropotkin dejó escrito en La moral anarquista, los libertarios españoles derrocharon con generosidad sus fuerzas en todo lo que creyeron hermoso y noble como suma completa de felicidad. Tal es cuanto puede decirte la ciencia de la moral: a ti te toca escoger.

El artista produce belleza, nos dice Daniel Macías, y la belleza es consuelo y es bálsamo, libertad y claridad; el producto artístico también es triste sucedáneo y pobre sustituto de la belleza original, de la belleza natural arrinconada o perdida, reflejos y fotocopias pobres de la gran obra que hemos saqueado, envenenado, sepultado, ocultado, y por último, olvidado. No creo necesario un credo imposible o incompatible con nuestra naturaleza, loco, radical o peligroso, pero creo que hay que empezar a reconectar el arte, la vida y el pensamiento con la Tierra y su supervivencia, sin pánico, con calma y prudencia, debemos declarar la emergencia en la nave Tierra y, si nos dejan sus irresponsables dueños legales, empezar a restaurar con cada palabra y forma, la belleza natural de nuestro sagrado bio-domo. Y esta vez con todo arte, toda ciencia y toda alegría.

El poeta debe abandonar el malditismo con la misma convicción que debe nombrar el Mal, debe saber situarlo, manifestarlo, denunciarlo y proponer su superación con esa herramienta frágil que es la palabra, por eso no paran de sacar leyes para que sigamos como hasta ahora, calladitos, tranquilitos en casa, lejos de las plazas y las asambleas a las que algunos se agarran como la última oportunidad de la democracia. Y en esta venta que fue palacio, con don Quijote, con Durruti, con Juan Ramón Jiménez, unamos las voces heterodoxas, descreídas, insumisas y beligerantes contra el orden social, el pensamiento conservador y la profilaxis literaria, vayamos más allá de la literatura, hacia la vida, hacia la transformación de la vida, de lo que pensamos, de lo que soñamos y de lo que deseamos. Ejercitemos el ser, cambiémonos a nosotros mismos, hagámonos habitables. Encontrémonos en una lengua común y en unas prácticas sociales como negación del discurso del poder y la lógica de la dominación.

El conservadurismo político y el orden institucional salido del pacto transicional se tambalean pero, nada dispuestos a desalojar el poder o permitir la necesaria regeneración democrática que exige una ciudadanía que por fin despierta de su largo letargo de pasividad y conformismo, pretenden amordazarla y expulsarla de la plaza pública desde la quiebra del Estado de derecho, la ruptura del contrato social, y el fin de la democracia como libertad de reunión, de expresión, de manifestación. De ahí nuestra necesidad de trenzar vínculos, estrategias de resistencia, de mantener abierto el mundo frente a la oclusión que practican sobre él los poderosos.

Nuestra poesía se hace a la intemperie, no tiene dirección única, ni preferencia de lectura, ni rótulo generacional. Nuestra poesía no son imágenes, no son representaciones, no es mercancía. Nuestra poesía ha abolido el fin. Nuestra poesía es un dispositivo con el que pensar y vivir el mundo, un instrumento de indagación en lo social conformado por el capitalismo. Nuestro deseo es que nuestra poesía desaparezca con él, pero mientras persista nuestra poesía no se separará de él, al contrario, busca las formas de revelar sus múltiples articulaciones para hacer estallar la normalidad, el simulacro y la superficialidad de las relaciones sociales que esconden el conflicto, las resistencias, el exceso de sentido que nos permite producir nuevas identidades, nuevas formas de relacionarnos, de articularnos, de vincularnos, porque nuestra poesía no imita la vida, nuestra poesía es la evidencia de nuestra intervención en la producción de realidad, libre y liberada, para la vida.