Durante décadas, al menos desde la década de los 60 del siglo XX, las luchas a favor del reconocimiento de grupos oprimidos por su sexualidad, el género, la etnicidad o la raza plantearon un problema político no sólo ligado a la identidad, sino también a la redistribución de la riqueza y el poder[1]. La batalla a favor del reconocimiento (especificidad cultural, política, nacional) involucraba una cuestión de status, no sólo de identidad, lo que significa interpelar a la lógica de justicia económica y redistribución del poder político. La dicotomía que opone reivindicaciones de soberanía política de un grupo o comunidad frente a reivindicaciones de carácter social o económico desconoce su íntimo entrelazamiento, más aún cuando el proceso de globalización neoliberal a escala planetaria ha aumentado las desigualdades y fragmentado las sociedades, lo que, a su vez, ha reforzado en la expresión de las protestas políticas los vínculos del reconocimiento y la redistribución igualitaria.
La historia de los huracanes puede servir para ejemplificar los nexos profundos entre el derecho al reconocimiento nacional y político y la justicia social. Puerto Rico y Cuba son dos ejemplos de cómo un fenómeno natural mata y destruye en función de la (soberanía) política.
En septiembre de 2017 el huracán María asoló Puerto Rico. Con categoría cuatro y vientos de más de 150 kilómetros por hora las autoridades contabilizaron inicialmente 65 muertos. Sin embargo, con el colapso del sistema eléctrico, con casi toda la isla sin luz ni agua corriente, la media diaria de muertos se multiplicó por 25 y en los meses posteriores de abandono político la cifra de muertes alcanzó las 4.600[2]. La mayor parte de las muertes no se debió directamente al impacto del huracán sino al colapso de servicios e infraestructuras consecuencia de la falta de respuesta de las autoridades durante semanas y meses. Un estudio de Harvard subrayó «la falta de atención del Gobierno de EE UU a la frágil infraestructura de Puerto Rico«.
El huracán devastó a una isla ya asolada por la dependencia económica y el control político y económico de EE.UU. (está sujeto a los poderes plenos del Congreso estadounidense) bajo el eufemismo de Estado Libre Asociado (ELA). Así, en 2017 Puerto Rico se declaró en una especie de quiebra (con una deuda de más de 73.000 millones de dólares). Un 45 % de los ciudadanos de Puerto Rico vive por debajo de la línea de pobreza. “El ingreso per cápita de la isla es de $ 11,688, casi la mitad que el más pobre de los 50 estados. El gobierno local ha permitido el deterioro de las carreteras, los servicios de emergencia y la red eléctrica, mientras lucha por cumplir las inalcanzables obligaciones de su deuda y las medidas de austeridad impuestas por el gobierno federal.”[3] Devastado por el huracán María, la situación caótica, con carencia de agua potable, combustible y alimentos, se vio dramáticamente agravada por la falta de visibilidad política y a causa del abandono de Estados Unidos, la potencia colonial. Así y a pesar de los estragos del huracán, ningún barco extranjero pudo llevar ayuda humanitaria. En 1920 el Congreso norteamericano aprobó la Ley de la Marina Mercante, conocida como Ley Jones, la cual estipula que únicamente los barcos estadounidenses pueden llevar mercancías y pasajeros de un puerto a otro de Puerto Rico. Esto da la medida del férreo y psicopático control estadounidense sobre la colonia (tiene prohibida su integración en cualquier organismo de cooperación regional). Sumido en la desgracia, sólo ha recibido de EE:UU. guardias nacionales. Casi dos semanas de que el huracán María devastara Puerto Rico, llegó Trump a ese país sometido y lo primero que dijo fue: “Puerto Rico sobrevivió a los huracanes… Ahora enfrentan una crisis financiera creada por ellos mismos… Han desquiciado nuestro presupuesto… Gastamos mucho dinero”, en relación al costo de los trabajos de emergencia.
En el lado opuesto del ejemplo, Cuba, una nación caracterizada por su tenaz defensa de la soberanía nacional y de un proyecto político asentado en bases de justicia social para las grandes mayorías. Sólo en lo que va del actual siglo, Cuba recibió el azote de 14 huracanes, muchos, Irma, Charlie, Iván, Mathew, con un terrible poder destructivo arrasando viviendas, cultivos, líneas eléctricas y telefónicas, etc. Sin embargo las víctimas mortales son mínimas. Un potente sistema de Defensa Civil[4] que involucra a todos los niveles del estado y asegura medidas informativas y preventivas, evacuaciones, realojos, atención sanitaria, inmediata colocación de alimentos, techos y postes eléctricos en las zonas que se supone serán afectadas, etc. despliega la mayor solidaridad institucional y comunitaria posible y garantiza la mínima pérdida de vidas humanas. Inmediatamente, tras el paso del ciclón comienza una intensa etapa reconstructiva en todas las zonas devastadas y ello a pesar de los problemas económicos de Cuba, sometida durante décadas al férreo bloqueo económico, político y financiero de los Estados Unidos.
En el siglo XXI, la dialéctica que entrelaza las lógicas de reconocimiento y de redistribución está más que nunca, si cabe, condicionada por el reclamo de soberanía política. Los grupos, comunidades y naciones son más fuertes en sus aspiraciones de emancipación si anudan las luchas de reconocimiento y soberanía política, contra el racismo, el sexismo, la colonización el imperialismo cultural (N. Fraser) a las luchas por la redistribución justa del poder y las riquezas.
[1]Nancy Fraser. “Nuevas reflexiones sobre el reconocimiento”. New left review, ISSN 1575-9776, Nº. 4, 2000
[2]https://elpais.com/internacional/2018/05/29/actualidad/1527606319_234256.html
[3]Los cuerpos de María http://nymag.com/intelligencer/2018/01/las-secuelas-del-huracan-maria-en-puerto-rico.html
[4]https://www.publico.es/internacional/matthew-defensa-civil-cubana-huracanes.html