¿De qué libertad me hablas?

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“Si, por ejemplo, dos individuos que tiene una naturaleza enteramente igual se unen entre sí, componen un individuo doblemente potente que cada uno de ellos por separado. Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas (…) esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utilidad”, escribe Baruch Spinoza, el filósofo sefardí, en la cuarta parte de su Ética. Un poco más adelante, vuelve a insistir en la idea: “nada hay entre las cosas singulares que sea más útil al hombre que un hombre”. El filósofo sabe, sin embargo, que esta idea no está exenta de problemas porque en el trato con nuestros semejantes proliferan los conflictos. Así, reconoce que “sucede raramente que los hombres vivan bajo la guía de la razón, pues sus cosas discurren de manera que la mayoría son envidiosos y se ocasionan daño unos a otros”. No obstante, los seres humanos “difícilmente pueden soportar la vida en soledad, de suerte que la definición según la cual el hombre es «un animal social» suele complacer grandemente a la mayoría; y en realidad, las cosas están hechas de manera que de la sociedad común de los hombres nacen más beneficios que daños. Ríanse cuanto quieran los satíricos de las cosas humanas, detéstenlas los teólogos, y alaben los melancólicos cuanto puedan una vida inculta y agreste, despreciando a los hombres y admirando a las bestias: no por ello dejarán de experimentar que los hombres se procuran con mucha mayor facilidad lo que necesitan mediante la ayuda mutua, y que sólo uniendo sus fuerzas pueden evitar los peligros que los amenazan por todas partes”.

Rescato estas ideas de una obra del siglo XVII para pensar juntos qué quieren decir neoliberales o neofascistas cuando hablan de libertad, cuando se erigen a sí mismos como los defensores de la libertad. Y creo que Spinoza, cuyo pensamiento es una anomalía salvaje de la modernidad, en palabras de Antonio Negri, puede ser de gran ayuda para desmontar una concepción de la libertad que no tiene nada de política y sí mucho de teología; concretamente, en nuestra época, de teología del Capital. En una sociedad como la que padecemos predomina una visión del individuo autosuficiente y acabado, a semejanza de un dios, y que parece no necesitar a los otros para cubrir sus necesidades vitales. Un delirio de omnipotencia que podría acabarse si mirásemos más a menudo la marca de nuestro ombligo, una cicatriz que testimonia nuestra más ancestral limitación, pues se trata de la prueba indeleble de que todos hemos dependido radicalmente de otro ser humano. La cuestión es que ese individuo confunde la libertad con una voluntad soberana, inconsciente tanto de la vulnerabilidad de los otros como de la suya propia. En estas condiciones, es decir, en un mundo privado de la potencia de lo común, aún es más fácil caer en el malentendido de que somos almas libres y que cualquier limitación a nuestra voluntad, es decir, que no se nos permita hacer lo que nos venga en gana (incluso en medio de una pandemia) se entiende como un atentado intolerable contra nuestra dignidad. Pero mejor dejo a hablar a Spinoza: “los hombres se equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan. Y, por tanto, su idea de «libertad» se reduce al desconocimiento de las causas de sus acciones, pues todo eso que dicen de que las acciones humanas dependen de la voluntad son palabras, sin idea alguna que les corresponda. Efectivamente, todos ignoran lo que es la voluntad y cómo mueve el cuerpo, y quienes se jactan de otra cosa e inventan residencias o moradas del alma suelen mover a risa o a asco”.

Lamentablemente, observamos hoy a muchos infelices que reclaman “libertad” para consumir y para explotar, algo que, por otra parte, tampoco deberíamos sorprendernos cuando tantos repiten desde hace mucho que producimos y trabajamos en economías de “libre mercado”. Como si fuese posible ejercer una libertad genuina ―es decir, la capacidad afirmativa de enfrentarse a la dominación― en un contexto marcado por una desigualdad naturalizada de clases, sexos y de origen étnico. No hay un dilema más falso en política que el que contrapone igualdad y libertad: la igualdad sin libertad es la igualdad de los muertos, mientras que la libertad sin igualdad es el despotismo de los que tienen dinero o armas para someter a los demás. En el fondo, eso de que “en mí no manda nadie” o “a mí nadie me dice lo que puedo hacer” es, como decimos, el resultado de haber confundido libertad con soberanía, entendida ésta como un dominio sobre todo y todos que la teoría política de los modernos predicó de los cuerpos políticos, a pesar de que era un atributo exclusivamente divino en la teología medieval.

Las consecuencias de ese desastre son tan duraderas que llegan hasta nuestros días. Por un lado, impide que nos potenciemos unos a otros a través de la ayuda mutua, y por otro, nos echa en brazos de la ilusión de soberanía a través del dinero, el cual “ha llegado a ser un compendio de todas las cosas, de donde resulta que su imagen suele ocupar el alma del vulgo con la mayor intensidad; pues difícilmente pueden imaginar forma alguna de alegría que no vaya acompañada como causa por la idea de la moneda”, por decirlo nuevamente con Spinoza. La libertad no tiene que ver con individuos que buscan un goce sin restricciones, algo que siempre ha sido el privilegio de los pocos, sino con que los muchos no tengamos miedo a decir no a los patriarcas, ya sea en las casas, en los centros de trabajo o en el espacio público.