El cierre de Nissan en Barcelona es inapelable y totalmente racional

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Concentración de trabajadores ante una sucursal de Nissan en tiempos del Covid-19.

El pasado día 28 de mayo se hizo oficial la decisión de Nissan de cerrar definitivamente su fábrica de automóviles de la zona franca de Barcelona. Una decisión que supondrá la pérdida de 3.000 empleos directos y cerca de 20.000 indirectos. Esta suspensión de actividades no sorprendió a nadie ya que era una muerte anunciada a través de las decisiones de desinversión en la factoría, de la reducción de la plantilla en 600 trabajadores en mayo 2019 y de la disminución de la producción de vehículos. Esto último, no por falta de productividad de los trabajadores sino por la no asignación de nuevos modelos a esa planta de Barcelona.

La causa de esa meditada y “dolorosa” decisión, según afirma la empresa, sería la reestructuración a nivel global de las actividades de esta transnacional japonesa, ahora integrada en la triple alianza NRM (Nissan, Renault, Mitsubishi). Precisamente, el grupo Renault mantuvo en vilo a sus 11.650 empleados en España (1.300 en su planta de Sevilla y el resto entre Valladolid y Palencia) durante dos angustiosos días antes de anunciar el 29 de mayo su decisión estratégica de reestructurar su producción mediante una reducción del 20% de su plantilla global. Felizmente, Renault indultó (expresión muy adecuada en este caso) a sus plantas de Valladolid, Palencia y Sevilla que respiran, por ahora, pero asumen resignadamente que la dinámica de recortes les terminará por afectar. En estos casos, la posición asimétrica de la relación capital/trabajo en la globalización queda meridianamente patente. La famosa “espada de Damocles” está empuñada por el mismo brazo y sobrevuela la cabeza de las mismas criaturas.

En el marco de centralidad del debate político y de la producción mediática en torno a la pandemia del Covid-19 y sus dramáticos impactos, esta deslocalización productiva en Barcelona compartirá durante algunos días los discursos y el espacio mediático y asimismo pondrá sobre el tapete las mismas reflexiones de rechazo, de inevitabilidad, de resignación y de promesas de reindustrialización que arroparon la larga lista de cierres patronales y de deslocalizaciones productivas en el Estado español. De esta intermitente, pero continua, desertificación industrial el presente histórico de Andalucía está jalonado de casos tan sangrantes como los de Santana Motor en Linares, DELPHI en la Bahía de Cádiz, Gillette en Alcalá de Guadaira, Flex y Roca en Dos Hermanas, INDUYCO y Uralita en Sevilla.

El día 3 de junio, en la sesión plenaria del Congreso de los Diputados, el presidente del Gobierno lamentó “la decisión irracional de la empresa” de cerrar y desmontar, antes de finales de este año, su factoría de Barcelona. Según Pedro Sánchez ese acuerdo unilateral e innegociable de Nissan “está fuera de toda lógica racional porque supone no sólo el abandono del mercado nacional sino también del europeo”, ya que quedaría como su única factoría activa en Europa la de Sunderland en el Reino Unido, pero ésta, una vez ejecutado el Brexit, también quedaría fuera de la Unión Europea.

El día anterior, aplicando el mismo argumentario que utilizó el presidente, la ministra de Asuntos Exteriores de España también “lamentaba la decisión de Nissan no solo de marcharse de España, sino de marcharse de Europa. Y todo esto a pesar de enormes esfuerzos por parte del Gobierno para apoyar el mantenimiento de la actividad empresarial y del empleo, que es lo que más nos preocupa en estos momentos”. (El Mundo, 2 de junio 2020).

Por su parte, el vicepresidente de la Generalitat y consejero de Economía y Hacienda, Pere Aragonès, no ha lamentado, pero sí denunciado el cierre de las fábricas de Nissan en la provincia de Barcelona: «Rechazamos frontalmente el cierre de las plantas. Es una decisión desproporcionada, y la empresa deberá asumir la responsabilidad», ha afirmado en una rueda de prensa. Aragonès ha defendido que la firma automovilística no puede irse sin más de Cataluña: «Nissan debe asumir la responsabilidad de las empresas, las personas y el territorio que quiere dejar atrás».

El político catalán recurre aquí a las “obligaciones”, de aceptación voluntaria por parte de las empresas, de la llamada Responsabilidad Social Corporativa (RSC) que tantos ríos de tinta hizo correr hace unas décadas, cuando era necesario contrarrestar el descrédito creciente de la actividad empresarial salpicada de escándalos financieros, desastres ecológicos, sobreexplotación de la mano de obra, movimientos especulativos y prácticas de extractivismo depredador. Precisamente en el momento álgido de la enorme campaña publicitaria, tanto institucional como empresarial en favor de la RSC, publicamos nuestro artículo “Responsabilidad Social y deslocalización productiva: el juego de las máscaras en las estrategias empresariales”, en Lea Rodrigues (coord.) (2010), Políticas sociales y estrategias empresariales, Ed, Nova Scripta, Fortaleza, Brasil. La conclusión de ese trabajo era que las dos máscaras, la RSC y la deslocalización productiva, ocultaban las dos estrategias disponibles, alternativas y complementarias de las empresas

Una de las dos máscaras mostraba la cara amigable de la presunta responsabilidad social, en su vertiente de preocupación ecológica, de respeto a la legislación laboral y fiscal y de integración en el medio social y cultural del territorio en que desarrollan su actividad. Pero este paisaje ideal de articulación armónica de las empresas con el marco legal y con el contexto social y cultural nunca fue objeto de regulación legal de carácter impositivo. Se trata de una simple declaración retórica de las empresas que de forma voluntaria se comprometen a incluir en su estructura equipos de RSC, normalmente integrados en los departamentos de Marketing o de Publicidad.

Cuando la campaña en favor de la responsabilidad social corporativa decae sin que se haya diluido la crítica social respecto a las estrategias empresariales se lanza un nuevo discurso maquillador del neoliberalismo: “el capitalismo consciente” (ver El Confidencial, 15 de junio de 2020). Su idea base es que la creación de valor de las sociedades no es sólo para los accionistas, sino para todos: clientes, empleados, proveedores, inversores, para la sociedad y el medio ambiente. Lo que surge ahora es una necesidad de un ‘capitalismo consciente’ que significa, en primer lugar, que los líderes empresariales reconozcan que existe un propósito más elevado en su negocio que el mero hecho de hacer dinero. No se debe pensar únicamente en el bienestar financiero de las organizaciones, hay que tener en cuenta el entorno, comprometiéndose con todos los actores implicados: empleados, consumidores, proveedores, el medio ambiente, la cultura y en general, en el bienestar de la sociedad, y mirando siempre hacia un futuro a largo plazo. La pregunta inevitable es: ¿cómo se sostiene el discurso de una ética empresarial basada en valores por encima de la creación de beneficios con las prácticas de la deslocalización industrial y el abandono del territorio y el desprecio a los intereses de los actores implicados?

La otra máscara del juego, la que ahora se manifiesta en la decisión de Nissan respecto a sus factorías de Barcelona, es menos discursiva y nada retórica. Es la estrategia práctica, meditada y calculada por los Consejos de Administración. Sus discursos suelen ser escasos, directos e inapelables para explicar una decisión empresarial exclusivamente económica y unilateral, no consensuada. Nada que ver con compromisos éticos ni con el consentimiento de los trabajadores que pierden su empleo, ni tampoco con la compensación a administración pública, que probablemente contribuyó con sustanciosas ayudas a la instalación de la empresa, ni con los proveedores que se quedan sin actividad, ni con el tejido social que queda desestructurado. Aunque la justificación más recurrente para deslocalizar es la imperiosa necesidad de garantizar la viabilidad de la empresa y mantener su cuota de mercado, lo cierto es que una parte de las empresas cerradas o trasladadas no presentan balances negativos en su explotación, ni graves conflictos laborales que pongan en riesgo su continuidad. Como adelantamos en este texto, se trata de decisiones nada irracionales.

Por consiguiente, cuando se utiliza la máscara feroz, poco más que lamentaciones y discursos retóricos sobre las responsabilidades de la empresa que desaparece y las promesas de reindustrialización y de reubicación laboral es el vacuo recurso que les queda a las instancias políticas en estos casos. Constatar las consecuencias de la relocalización de las unidades productivas de Nissan en el mercado globalizado no deja de ser una obviedad solemnizada en el discurso parlamentario que, al mismo tiempo, vela y esconde la incapacidad de las instituciones políticas de cualquier nivel (local, autonómico, nacional o europeo) para frenar o revertir una decisión basada en el poder autónomo del ámbito empresarial y de la aplicación de la lógica inexorable que impone la actual fase neo(ultra)liberal del sistema capitalista. Por lo tanto insistimos, nada de irracional, sino más bien decisión consecuente con las reglas del funcionamiento de la economía mundo desregularizada (cf. I.Wallerstein) y posibilitada por la subordinación de la política y de las organizaciones sociales a las estructuras económicas y financieras del poder real, que obviamente no reside en los parlamentos . Parafraseando a Bill Clinton en 1992: “Es la economía, imbécil”.

El cierre empresarial y la deslocalización son consustanciales con la existencia del capitalismo desde sus orígenes, pero desde finales del siglo XX la mundialización de la economía es utilizada, alternativamente y sin aparente contradicción, tanto como posibilidad ventajosa de acceso a nuevos espacios “sin fronteras”, que como coartada que obliga a las empresas, presuntamente en contra de sus deseos, a desplazar su actividad para combatir la creciente competencia que genera la mundialización de la economía y poder subsistir como organización productiva.

Este alibí justifica la decisión del cierre de Nissan en Barcelona. Diez días después del anuncio oficial del cese de actividades, esta noticia recogida por el diario El Mundo de 8 de junio deja patente la racionalidad inherente a la decisión de la compañía: “El presidente de la filial europea de Nissan, Gianluca de Ficchy, ha insistido en que «las presiones de Gobierno y sindicatos no van a cambiar la decisión de cierre» de las plantas de Nissan en Barcelona, Montcada i Reixac y Sant Andreu. Y confirmó que «ya hemos iniciado las consultas con los trabajadores», manteniendo el cierre para diciembre de 2020 y el despido de los 3.000 empleados de las factorías. De Ficchy afirma que «comprendo las presiones, pero la decisión está meditada, no se ha tomado a la ligera y se basa en un estudio de viabilidad económica«. En dicho informe Nissan constata que «no hay alternativa viable para el futuro de la planta en Barcelona ni incluyendo las ayudas significativas de Gobierno y Generalitat». ¡Blanco y en botella, leche!, que diría W. Churchill.

Precisamente, este alto ejecutivo de Nissan participó en la reunión del Foro de Davos de finales de enero pasado entre el presidente del Gobierno y la cúpula de la alianza Renault-Nissan-Mitsubishi. A su finalización, Pedro Sánchez declaró rotundamente: “El mantenimiento del empleo en la planta de Nissan en Barcelona está garantizado. Durante nuestro encuentro de hoy en Davos 2020, el Gobierno de España y la Alianza RMN hemos acordado seguir trabajando juntos para asegurar la viabilidad de la factoría”.

Sin embargo, en la citada intervención parlamentaria de 3 de junio, Pedro Sánchez ya aceptaba como irreversible la deslocalización de la planta de Nissan en Barcelona cuando afirmaba que era posible “encontrar una solución y un futuro a los trabajadores y a las zonas afectadas por el fin de la producción» (…) “y estoy convencido de que lo podemos lograr. Si estamos unidos y trabajamos todos a una podemos dar un horizonte de soluciones y oportunidad a los 2.500 trabajadores afectados por esta decisión”.

Desde la orilla sindicalista, la denuncia y la resignación se entrelazan en los discursos de sus portavoces y en las acciones coyunturales y fugaces de respuesta al lock-out patronal. “Toda negociación es un intercambio y Nissan no lo entendió así: decidió dar por finalizada la negociación cuando entendió que sus necesidades estaban cubiertas, no así las demandas de los trabajadores, con lo cual ha sido imposible llegar a un acuerdo”, explicó Enrique Saludas, líder del principal sindicato en NIssan. CCOO Industria denuncia la impunidad con la que las multinacionales establecidas en España destruyen el tejido productivo del país. (Boletín de CCOO, 4 de junio de 2020).

No obstante, las movilizaciones de los trabajadores afectados no se detienen, aunque se debilitan con el paso de los días. Dan la impresión de ser un ritual de justificación para el sindicalismo reformista y una oportunidad para la presencia mediática de las autoridades políticas. Por ejemplo, la manifestación del 11 de junio en Barcelona que congregó a 1.500 personas, apoyadas por los alcaldes de Barcelona, Montcada i Reixac, y Sant Andreu de la Barca. Todos ellos compartieron, dos semanas después del cierre efectivo, el slogan de: ‘Nissan no se cierra’. En un comunicado conjunto, los tres munícipes se han dirigido al delegado de Nissan, Makoto Uchida, avisándole de que, si siguen adelante con su decisión, “se acaba la buena relación con Nissan y se ganará el rechazo de los consistorios presentes, la Generalitat, el Estado y toda la población”. Un aviso que seguramente habrá generado una gran inquietud entre los accionistas de Nissan y que sin duda habrá sido percibido como un aviso a navegantes por las empresas que tengan la tentación de cerrar sus fábricas sin ponderar el coste del deterioro de sus relaciones con el entorno.

El análisis del caso de la Nissan de Barcelona nos muestra que el proceso seguido no difiere sustantivamente de la multitud de decisiones de deslocalización productiva que, como ya apuntamos al principio, salpican la geografía andaluza generando situaciones dramáticas de desempleo y una creciente desertificación industrial. En todos los casos sin excepción la decisión ha sido irreversible y, en su mayoría, con total impunidad. Sólo encontramos alguna variabilidad en los intentos de mitigar los efectos perversos: reubicación laboral, planes de dinamización empresarial, prejubilaciones y subsidios mediante Expedientes de Regulación de Empleo. En contadas ocasiones se recurrió a soluciones un tanto populistas y nula viabilidad como la promoción de Sociedades Anónimas Laborales (Minas de Riotinto en Huelva o HYTASA en Sevilla) que pretendían la continuidad de la actividad a través de la toma del control de la empresa por sus trabajadores o mediante la titularidad de la Junta de Andalucía de la propiedad y de la gestión empresarial (Santana Motor en Linares).

Entrada a la factoría de HYTASA en los tiempos de la sociedad anónima laboral.

Un caso paradigmático de este modelo de deslocalización sin justificación aparente se produjo con el cierre en 1994 de la factoría Gillette en Alcalá de Guadaíra (Sevilla), que afectó a una plantilla de 246 empleados. En el momento de la deslocalización, esta fábrica arrojaba los índices de productividad más altos de la compañía a nivel mundial con un beneficio bruto de 700 millones de pesetas en 1993 y un clima laboral totalmente colaborador con la empresa. De hecho, sus trabajadores actuaron como esquiroles al no participar en la Huelga General del 14 de diciembre de 1988 contra la reforma del mercado de trabajo, aduciendo que la temporalidad generalizada de los contratos laborales adoptada por el gobierno de Felipe González no les afectaría dadas las excelentes relaciones que mantenían con sus patronos norteamericanos.

Pues todo ese marco ideal de altísima productividad y de armonía entre empresa y trabajadores no fue óbice para que se produjera el cierre sorpresivo de la factoría y el traslado de la producción a las nuevas plantas de Gillette en Rusia, Polonia y Turquía. La reacción a esta decisión empresarial irreversible y unilateral fue la habitual de rechazo o de incomprensión y, algo más tarde, de resignación frente a la impunidad de la multinacional. Paradójicamente la llamada al boicot de los productos de Gillette produjo el efecto contrario al buscado. La cuota de mercado nacional era del 75% en la fecha del cierre y alcanzó el 85% doce años más tarde.

La respuesta indignada de los trabajadores ante un cierre sorpresivo e inexplicable.

En definitiva, queda patente que la aplicación de la racionalidad del sistema genera estos efectos perversos en las condiciones de vida de los trabajadores sin que las instancias del poder político o la acción de las organizaciones sindicales tengan la más mínima capacidad de revertir las decisiones omnímodas e impunes de los propietarios del capital. Por lo tanto, no queda otra alternativa que la sustitución del actual sistema económico hegemónico por un modelo alternativo que abra la posibilidad de “una transición socioeconómica, política, cultural y ecológica que más que necesaria va siendo cada vez más imprescindible en Andalucía”. (Manuel Delgado “Sembrando futuro”, en Portal de Andalucía, dic. 2019).

En este momento, hacemos nuestra la propuesta del Manifiesto de la Plataforma «Andalucía Viva», lanzado por un colectivo de profesores/as de las universidades andaluzas en mayo de 2020:

“Sin embargo, y a pesar de que pretenden convencernos de que no hay alternativas, sí existe otro camino, otra lógica diferente a la de asumir resignadamente este papel subordinado y suicida. La transformación de Andalucía no será posible de un día para el siguiente pero sí es ya posible, y urgente, trazar otro camino, definir otro rumbo, apoyar y multiplicar experiencias emancipadoras y solidarias, que ya existen de forma incipiente tanto en el ámbito económico como en el cultural, que no tengan como objetivo la obtención de las máximas ganancias posibles sin tener en cuenta sus costes ecológicos, sociales y humanos, sino que, por el contrario, pongan en el centro a las personas, a la vida”.

Un proceso de cambio radical, construido de abajo a arriba, basado “por una parte en un control democrático de los mecanismos de mantenimiento y enriquecimiento de la vida, fuera de la lógica de la acumulación y por otra en una subordinación de la intervención institucional al apoyo y el fortalecimiento de estos procesos de transformación y de los movimientos y los colectivos sociales que los puedan respaldar e impulsar”. (M. Delgado, “Una cultura antisistema”, Portal de Andalucía, nov. 2018).

Como defiende Walter Mignolo “el capitalismo es un tipo de economía, economía de muerte, que pone la vida al servicio de la economía. Pero no es la única economía. Invertir la ecuación y poner la economía al servicio de la vida nos lleva a vislumbrar una economía comunitaria del Buen Vivir y de la vida plena”. (W. Mignolo, “Coronavirus: la libertad, la economía, la vida”, en Página 12, 18 de mayo de 2020)

Frente a la lógica de la globalización y la racionalidad del sistema capitalista de apropiación del trabajo asalariado, proponemos un modelo que apueste por otras formas de trabajo basadas en el cooperativismo, la auto-organización y el control de los procesos productivos y que imponga el trabajo comunitario y auto-organizado. Para avanzar en la larga marcha hacia una economía social y solidaria, “una economía del bien común”, es preciso sacar a la luz y difundir las experiencias concretas que, en Andalucía y fuera de Andalucía, aplican en su funcionamiento una lógica alternativa a la del crecimiento y la acumulación.

Se trataría de avanzar en la dirección de la desmundialización de la economía o, como propone el intelectual filipino Walden Bello, contribuir desde las iniciativas anticapitalistas a la “desglobalización” (W. Bello, 2004, Desglobalización. Ideas para una nueva economía mundial. Icaria Editorial, Barcelona). Esta estrategia antisistema “promueve la reorientación de las economías mediante una transferencia de la producción destinada a la exportación hacia la producción concentrada en los mercados locales y un movimiento hacia una mayor autosuficiencia en la producción industrial y agrícola” (…) “lo más urgente es la reorientación de la producción hacia el mercado interno y desvincular la producción local de las cadenas de suministro mundiales a través de una política comercial progresiva, una política industrial agresiva y una política agrícola que promueva la autosuficiencia alimentaria y la soberanía alimentaria”. Para que ello sea posible a medio plazo “Urge la democratización de la toma de decisiones económicas desde la cumbre del Estado hasta la fábrica y la elaboración de una relación benigna entre la economía y el medio ambiente.” (Entrevista a W. Bello en Página 12, 16 de junio de 2020)

Salvadas las distancias del tiempo transcurrido desde su formulación por Engels en el siglo XIX, es posible rescatar hoy el sentido profundo de la disyuntiva “socialismo o barbarie”, reproducida por Rosa Luxemburgo en los albores de la 1ª Guerra Mundial, y con esta contextualización subrayar la amenaza de la moderna barbarie que supone la globalización civilizatoria neoliberal y la insoslayable necesidad de la disyuntiva de una desmundialización que resida en “la construcción de una subjetividad política y en el derecho a decidir para subordinar la economía a la política democrática” (…) y se haga efectiva en esferas y regiones de una escala cultural, política y democrática racional, como es Andalucía” (A. Garrido: “Desmundialización”, en Portal de Andalucía, 13 de mayo 2020).