El deporte como espacio de sociabilización

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Son las doce de la noche y en el recuerdo aparece un camión de basura. Una decena de niños y niñas corremos tras él, esperando un simple saludo de quienes de forma heroica montan a sus espaldas. Tras los escasos dos minutos en los que recorre la calle, volvemos a nuestra plazoleta a jugar a las cartas. Jugamos a las cartas porque a esas horas sabemos que no se debe jugar a la pelota. Horas antes, quizás desde las siete de la tarde o tal vez desde las ocho, esa pelota presidía la plazoleta. Cuando no era ella la protagonista, sin quejarse, sin afán de protagonismo, nos observaba, nos acompañaba, siempre atenta por si de ella necesitábamos. Daba igual quién la hubiese bajado desde su casa ese día, ella nos cuidaba a todas por igual. Y no sólo se jugaba al fútbol en unos partidos de mundial en los que las patas de hierro dejaban de ser de bancos para convertirse en enormes porterías, no; los tendederos se convertían en canastas, los árboles en bases de béisbol o la pelota misma, se convertía en una lata. Los bancos también podían convertirse en una dura red de tenis. Corrían los últimos años de los ochenta.

Hace un par de años, entrevistando a unos antiguos vecinos del Barrio de San Miguel, descubrimos que esos carteles en los que se prohibía terminantemente jugar a la pelota en nuestras calles no fue un invento de los noventa. Esos mismos carteles ocupaban calles y plazas en los años cincuenta y sesenta, pero algo había cambiado respecto a aquellos años. Por aquel entonces, el cartel era un impostor y sólo cumplía con su papel en el momento en el que la autoridad hacía acto de presencia. En los noventa no, en los noventa era “el cartel”. A mediados de siglo el protagonismo era compartido entre los niños y las niñas (seguramente mucho más niños que niñas, que ya tenían que cumplir con sus obligaciones domésticas), la pelota y el policía y su porra. Sin embargo, un papel secundario era fundamental para comprender nuestra trama: el vecino o la vecina. La primera persona que veía al malo de la película daba la voz de alarma y niños y pelota, pies para qué te quiero, pasaban a jugar a eso del ‘esconder’. Con el paso del tiempo, todo actor secundario sueña con ser protagonista, y en nuestra película esto tampoco sería distinto. Así que en los noventa, cuando el cartel y la vecina o el vecino tomaron ese papel, el policía ya era aquel viejo actor que sólo aparecía de vez en cuando haciendo su cameo para dar caché al film. Ya no hacía falta el policía, la sola presencia del cartel era motivo más que suficiente para que el vecino o la vecina mandara a los más peques a jugar a su casa y éstos dejasen de molestar.

Comenzaba los noventa y, por suerte, “el poli” protagonista era otro: el polideportivo. Llegabas del colegio, comías y corriendo para el poli. Allí te juntabas de nuevo con tus vecinos del barrio, aunque el número de efectivos había mermado considerablemente. Daba igual que fuésemos sólo dos, como también daba igual que alguna portería estuviese libre, que nos tuviésemos que poner a jugar al baloncesto, entremedio de la dos pistas de ‘furbito’ con sudaderas como postes o que el soporte de las canastas de minibasket hiciesen también de porterías. Era difícil encontrar espacio libre para jugar, pero era fácil encontrar con quién jugar. Y para colmo llegaba el fin de semana y aquello era unas olimpiadas desde el viernes por la tarde hasta el domingo a mediodía. Y vuelvo a insistir, no sólo había ‘furbito’, también recuerdo un equipo de balonmano, decenas de chicos que jugaban al basket (basket porque jugaban muy ‘a la americana’) e incluso un equipo femenino de baloncesto daban vida a ese nuevo poli. Después llegaba el verano, y todos los chicos del barrio hacíamos nuestro equipito para jugar juntos, ya que durante el invierno alguno prefirió irse a uno de esos equipos de fútbol que mayor fama podían darle. Pero el verano era nuestro. Nuestro y del agua con limón y azúcar para refrescarnos, mientras jugábamos ‘municipales de verano’ o el campeonato de los Salesianos. Ahí se competía, claro está, pero lo que nos unía no eran las ansias de ganar, sino las ganas de jugar rodeado de tus amigos de siempre.

Años después, el ‘furbito’ pasó a ser fútbol sala y de la mano de aquellos Manolo Oliva, Edesio, Cardiano, Luceño o Carlos Pareja, junto con Ricardo Villaça, ya había que diferenciar entre el ‘poli cubierto’ y el ‘poli descubierto’. El Garvey primero y el Caja San Fernando Jerez Fútbol Sala, llevaron el fútbol sala al terreno de los adultos, aquel en el que se compite para ganar… y soñamos con ganar. En esos años, el parqué del ‘poli cubierto’ fue sustituido por el actual y el ‘poli descubierto’ acogió a aquellos héroes deportivos locales. Ese brasileño enamoraba a cualquiera que conociese aquel deporte, pero a nosotros, que entrenábamos en la pista de al lado, nos asombraba el cómo se quitaba las zapatillas para golpear el balón (¡con lo que picaban esos Mikasa!). Edesio parecía uno de los nuestros y eso era lo que nos enamoraba a nosotros. Él se divertía con lo que hacía y lo hacía como el mejor del mundo que podía ser.

A finales de los noventa y principios del nuevo siglo, desaparecen los “juegos deportivos municipales” y con él, poco a poco, el ‘poli’ se va abandonando. Primero no hubo dinero para pagar a los árbitros, luego para reponer las redes, para pintar, para parar el deterioro  del suelo… Edesio hacía años que ya había sido campeón de liga, creo recordar que tanto con Interviú como con Playas de Castellón y el fútbol sala, a pesar de quienes seguían amándolo, iba siendo una fotografía en un álbum de recuerdos. El fútbol (‘el grande’) volvía a ser el protagonista deportivo de la ciudad y los niños querían jugar a fútbol. Se multiplicaron los campos de fútbol a la par que se abandonaban todas las pistas polideportivas y éstas quedaron prácticamente vacías. Pero, ¿qué importancia a nivel de sociabilización puede tener esto de cambiar unas pistas por otras y un deporte por otro? Bien sencillo…

Ahora, cuando el peque o la peque llega del colegio no baja a llamar corriendo al telefonillo del vecino o la vecina para ver si ha terminado ya también de comer e irse a jugar libremete al ‘poli’, y mucho menos a la calle. En ‘el poli’, como en la calle pocos años antes, nos inventábamos juegos y reglas, se iba a jugar; al campo de fútbol se va a entrenar. El ‘poli’ formaba parte de la calle, era nuestro; el campo de fútbol es una instalación cedida a alguna entidad o es propiedad privada. Al ‘poli’ ibas cuando querías a probar suerte a ver si había algún huequito en el que jugar; para jugar en el campo de fútbol tienes que estar en un equipo o alquilarlo. Antes de entrenar a fútbol sala ya llevabas horas jugando en ‘el poli’ y, tras finalizar el entrenamiento, seguías allí. Hay familias que no se pueden permitir llevar dos días a la semana a alguno de esos campos de fútbol a entrenar; hay niños y niñas que quizás sólo quieran jugar y no entrenar…

En estos últimos años han aumentado los cuidados al cuerpo, ya sea por una capitalización del mismo o por una mayor preocupación por la salud. Por las calles he visto correr a algún antiguo compañero de colegio, a algún amigo de la infancia e, incluso, a alguno de los entrenadores de ‘furbito’ que también eran vecinos del barrio. Todos iban solos o a lo más, en pareja. Los gimnasios se han multiplicado de una manera salvaje en nuestra ciudad, tanto como que en cada barrio debe haber como mínimo una panadería y un gimnasio. Es cierto que es loable este culto al esfuerzo, entrenar para conseguir unos sueños, pero quizás el sueño pueda ser que de nuevo deporte y juego fuesen hermanos.

Y todo esto se me vino a la cabeza, emocionado, tras acudir a un partido de fútbol sala, en el ‘poli cubierto’ tras más de quince años. Un ‘poli’ lleno a rebosar (nos tuvimos que sentar en una de las escaleras) que me hizo pensar ‘¿qué pasó para que abandonáramos los polideportivos y el juego?’.

Autor: José Luis Fuentes. Participa en los proyectos jerezanos de El Corral de San Antón y el Arrabal de San Miguel.

Artículo publicado inicialmente http://lareplica.es/