Vivimos tiempos de oscuridad. Cuando aún no ha acabado oficialmente la peste, estalla una guerra en la puerta oriental de Europa. Rusia, el país invasor, es una potencia nuclear resentida y azuzada por un nacionalismo agresivo que se manifiesta en los delirios imperiales de un régimen despótico y criminal. El país invadido tiene, por supuesto, derecho a resistir, lo que es más cuestionable es que tenga el derecho a convertir a todos sus ciudadanos varones, entre los 18 y los 60 años, en carne de cañón, ya que el Estado ucraniano prohíbe a estas vidas escapar de su territorio. La Unión Europea, por su parte, condena la agresión y envía armamento a Ucrania, pero, al mismo tiempo, su dependencia energética hace que las sanciones económicas contra Rusia no afecten al comercio de gas y petróleo. Es decir, condena y financia al agresor a la vez. Contradicciones del capitalismo, esa hidra amoral que transforma en mercancía todo lo que toca. No conseguimos dejar atrás la pesadilla, ese peso sobre nuestros pechos que nos angustia y nos atenaza, que bloquea tanto nuestra capacidad de actuar como nuestra capacidad de juzgar, la más política de nuestras capacidades mentales.
Estamos ahogados de prejuicios políticos. El más terrible y paralizante es el que entiende el poder como dominación y, por tanto, a la política como la relación entre dominadores y dominados, es decir, como un ámbito de relaciones coactivas y violentas. No es un prejuicio infundado. Se basa en experiencias que se repiten incesantemente en la política concebida como la profesión de pastorear grupos humanos o, si lo preferimos, como representación de la ciudadanía. A través de una operación secular de higienización del espacio público, han quedado los que supuestamente saben gobernar, esos pocos que toman la voz de los muchos y aplican un puñado de recetas ya manidas que agravan el prejuicio hacia la política. Esto se traduce en una huida hacia la impotencia: por una parte, culpamos a los políticos profesionales de empeorar la situación hasta el punto de que estos días sentimos que se abre un abismo bajo nuestros pies; por otra parte, no confiamos en que pueda ser de otra manera, que la política pueda entenderse y practicarse de otro modo. Este estado de cosas me deja sin respiración. Y yo, como cualquier otro ser humano, necesito respirar. Sí, amigos, un poco de imposible o me asfixio. Así que me he lanzado estos últimos días a abrir las ventanas al viento del pensar, lo que para mí significa refugiarme en la (enésima) lectura de algunos textos de Hannah Arendt, teórica política (rechazó llamarse filósofa a pesar de su formación) alemana y judía, una combinación fatal en la época en la que estuvo caminando sobre este planeta.
De esta última revisión de sus escritos, os traigo aquí no su fe o creencia en los milagros, sino la afirmación de su existencia. Ante la posibilidad de aniquilación total que suponían las bombas atómicas y que situaban a la política en un aparente callejón sin salida, a mediados de los años 50 del siglo pasado, Arendt señaló provocadoramente que “nuestra salvación sólo sucederá por una especie de milagro”. Para ello tenemos primero que liberarnos del prejuicio de que el milagro pertenece exclusivamente al ámbito sobrenatural de la religión o de la superstición. Esa convicción desaparece si tenemos en cuenta que “desde el punto de vista de los procesos universales y de la probabilidad que los rige, la cual puede reflejarse estadísticamente, ya el solo nacimiento de la tierra es una «improbabilidad infinita». Lo mismo ocurre con el nacimiento de la vida orgánica a partir del desarrollo de la naturaleza inorgánica o con el nacimiento de la especie humana a partir de la vida orgánica. En estos ejemplos se ve claramente que siempre que ocurre algo nuevo se da algo inesperado, imprevisible y, en último término, inexplicable causalmente, es decir, algo así como un milagro en el nexo de las secuencias calculables”. Ahora bien, si tenemos en cuenta que la historia humana, a diferencia de la naturaleza, está repleta de acontecimientos imprevisibles, tenemos también que aceptar que, en los asuntos humanos, “el milagro del accidente y de la improbabilidad infinita se da con tanta frecuencia que parece extraño mencionar siquiera los milagros”. Y esto se debería, ni más ni menos, a que el sentido genuino de la política es la libertad, es decir, la capacidad humana de actuar o, lo que es lo mismo, de empezar nuevos procesos y relaciones sin que, por otra parte, tengamos nunca el control de su devenir. “El milagro de la libertad yace en este poder-comenzar que a su vez estriba en el factum de que todo ser humano, en cuanto que por nacimiento viene al mundo ―que ya estaba antes y continuará después―, es él mismo un nuevo comienzo”.
Arendt se lamentaba de que nuestra tradición conceptual de raíz cristiana (preocupada más por “el más allá” que por “el más acá” y, por esta razón, antipolítica) ha confundido la libertad con el libre albedrío y, así, ha terminado por identificarlo con la elección entre dos alternativas ya dadas: el Bien y el Mal. Esto ha provocado el olvido de que somos libres cuando actuamos para que esto o aquello sea de una u otra forma y comenzamos junto a otros a llevarlo a cabo: “los procesos históricos se crean e interrumpen de modo constante a través de la iniciativa humana; por el initium, el ser humano es en la medida en que es un ser actuante. De modo que para nada constituye una superstición, sino incluso un propósito de realismo, la búsqueda de lo imprevisible y lo impredecible, estar preparado para ello y esperar «milagros» en el campo político”.
De esta manera, no sólo los milagros son posibles en política, sino que es precisamente la política el espacio donde tenemos todo el derecho a esperar milagros, especialmente cuando no nos vemos capaces de detener la catástrofe. “No porque creamos en ellos sino porque los humanos, en la medida en que pueden actuar, son capaces de llevar a cabo lo improbable e imprevisible y de llevarlo a cabo continuamente, lo sepan o no”.
Referencias:
Hannah Arendt, “Introducción a la política”, en La promesa de la política. Barcelona: Paidós, 2008.
Hannah Arendt, “¿Qué es la libertad?”, en Entre el pasado y el futuro. Barcelona: Península, 1996.