Los motores de la administración central del coche de la Memoria Histórica han vuelto a ponerse en marcha. Así lo indican las declaraciones públicas de los responsables gubernamentales de la materia y que vuelva a arrancar las modificaciones de la ley de memoria de Zapatero. Aquella que se puso en marcha para reconducir el discurrir descontrolado que llevaba la cuestión encabezado por un movimiento cívico que apenas respondía a las consignas de partido aunque muchos de sus militantes participaran en ellos.
Creo en el componente despótico ilustrado del tránsito de la dictadura franquista a la actual monarquía parlamentaria. Aquello de todo para el pueblo pero sin el pueblo. La inviolabilidad del jefe del Estado, del rey, es una buena muestra de ello. Pero no la única. Otra es el propio sistema electoral. En manos de las burocracias partidarias el papel del votante se limita a refrendar de forma indirecta unos representantes que miran más al comité electoral de su partido que al votante. Una distancia que se vuelve a veces infinita entre candidatos cuneros, pago de favores y premios a los más obedientes.
Siendo grave lo dicho, más aún lo es la reducción del ciudadano a un papel cercano al de súbdito. La desconfianza de los representantes en sus representados no es una cuestión reciente sino que hunde sus raíces en la propia constitución del estado liberal español. Lo que pasa es que ahora se hace no sólo evidente sino insultante. El régimen, teóricamente democrático, aunque sea formalmente, debe mantener esa apariencia de participación ciudadana. Aunque sea meramente consultiva que no decisoria. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Pero, reacciona con temor cuando la ciudadanía se organiza al margen de los cauces determinados para la “participación pública”. Hasta el punto de que no se duda en caracterizarlos como “privados”. Igual que el banco de Santander o Acciona.
Así ha ido pasando con el memorialismo ciudadano a medida que ha sido sustituido por el control administrativo en base a retorcer el argumento de que público, público, de pata negra (¡qué viejas resonancias!), sólo es la que ella realiza. Que las demás son espúreas y, además, peligrosas por la competencia que suponen. De esta manera se ha logrado que las justas reivindicaciones de unas políticas públicas de memoria se vean reducidas a que sean asumidas por una administración que ha demostrado, sea cual fuera su color, que los pilares de la memoria histórica (exhumaciones, justicia, reparaciones) no digo que no les importe nada, aunque a veces lo parezca, sino más bien poco y siempre subordinados a otros intereses superiores llámense políticos o electorales.
Hace unos días terminó la petición que el gobierno ha hecho para que las asociaciones memoralistas y la ciudadanía en general enviaran aportaciones para la elaboración de la proposición que el próximo otoño parece que va a llevar al parlamento. Una más. También, antes, lo había hecho Unidas Podemos. Muchas entidades y ciudadanos han participado en ella enviando sus sugerencias. Pero, más allá de las discrepancias que hubiera sobre su contenido, han aparecido también desconfianzas. Es que llueve sobre mojado.
Algunos hemos vuelto a insistir en la necesidad de que se le dé al memorialismo el papel que le corresponde. No de forma secundaria sino reconociéndoles su papel de agente público con capacidad propia de intervenir. Va siendo hora de que la ciudadanía, cuando se organiza, tenga el protagonismo que debe de tener. Que su papel es tan público como el de los órganos administrativos. Que la ciudadanía es mayor de edad para que siga siendo tutelada. ¿Recuerdan aquel “no se os puede dejar sólo” de los últimos setenta? Más aún, dejar a la administración como única legitimada para actuar sería como dejar al lobo al cuidado del rebaño.