El miedo a la carne

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Cuando uno lleva años dedicándose, incluso de forma profesional, a esto de leer e interpretar teorías filosóficas y políticas de otros autores, antiguos y modernos (incluso posmodernos), se va dando cuenta de que muchos de ellos están encerrados en un laberinto al que también arrojan a sus lectores, aun cuando su pretensión consciente fuese liberarnos. Tienen miedo de aceptar su vulnerabilidad, es decir, el hecho de que todos podemos ser heridos; lo que, a su vez, también cierra el paso a la posibilidad de encontrarse con otros de forma que pueda desplegarse la potencia de construir lo común. Quieren evitar el dolor y, de esa forma, también niegan la alegría de estar vivos. Cada vez estoy más convencido de que si hay un pecado original en la tradición de pensamiento occidental es su terror atávico a la carne. Y ese miedo que no se atreve a decir su nombre se proyecta hacia el exterior con un desprecio teórico de las capacidades o potencialidades del cuerpo, a lo que sigue una inevitable (y delirante) exaltación de las cualidades del alma.

Ahora bien, ni siquiera toda el alma es entronizada, sino sólo su parte “superior”, es decir, la razón, cuya función principal es la de vigilar y sojuzgar los apetitos internos, ésos que se enraízan en las necesidades y voliciones del cuerpo. Este esquema dualista que separa violentamente cuerpo y alma, para después pararse a diseccionar el alma y arrojar por la ventana los elementos que no le interesan para sus propósitos, fue introducido por el padre de la filosofía política, Platón, ese discípulo de Sócrates que se apropió de la figura del maestro y lo utilizó en sus diálogos como un ventrílocuo usa a su muñeco. Esta privatización y comercialización de las enseñanzas socráticas ha tenido tal éxito que frecuentemente se olvida que los filósofos cínicos, en las antípodas del aristocratismo del fundador de la Academia, también se reclamaban herederos de ese maestro ateniense condenado por su ciudad. La cuestión es que, desde entonces, no podemos sortear el hecho de que esta división jerárquica entre lo corporal y lo intelectual —lo que más tarde los gnósticos (seguidores exaltados del platonismo) llamarán la carne y el espíritu—, quedó marcada a fuego en nuestras conciencias. Con la ayuda inestimable de dos milenios de cristianismo paulino, habría que añadir.

Dicen que los hijos, aunque conscientemente lo eviten, acaban por parecerse a sus padres. En este punto, la ciencia política no iba a ser menos. A pesar de criticar inmisericordemente el carácter “inapropiado” de las metáforas, los mitos o las historias para la construcción racional de las comunidades políticas, los politólogos hacen uso constante de ellos para ilustrar sus ideas. Hobbes y su Leviathan son una sublime muestra moderna de esta estrategia. Pero antes deberíamos recordar la leyenda de los metales, la alegoría de la caverna o el mito escatológico de Er (precursor del infierno cristiano), por citar sólo tres ejemplos que aparecen en la República de Platón. “Mentiras nobles”, las llamaba: relatos adaptados para esa masa de plebeyos que no eran capaces de soportar la Verdad. Cuando algún rebelde se atreve a denunciar la falsedad sobre la que se fundamenta este diseño social, siempre hará su aparición un sacerdote del establishment que le advertirá, como en El proceso de Kafka: “no hay que creer que todo sea verdad; hay que creer que todo es necesario”. Y como K., nosotros deberíamos responder a ese guardián de las esencias: “Una opinión desoladora. La mentira se convierte en el orden universal”.

Porque las historias que nos contamos para entendernos presentan un problema insoslayable para este afán de abstracción teórica que preconizan los científicos oficiales de la política. Los mitos o las historias, para que cumplan su labor, deben encarnarse en personajes y situaciones concretas y contingentes. Los mitos necesitan de los cuerpos. Pero la materia corporal no flota ni vuela en el etéreo e inasible reino de las ideas. Un cuerpo siempre se encuentra en el aquí y ahora padeciendo el influjo de los demás cuerpos, los cuales lo alteran, lo recrean, lo deforman. El cuerpo es el sujeto y el objeto de las pasiones. Lo que lo convierte en algo intratable, o más bien impensable, para los administradores religiosos y laicos del mundo interno de los ciudadanos.

Afortunadamente, también han existido maestros cuyas enseñanzas nos señalaron la salida de este laberinto de omnipotencia que ha caracterizado al humanismo occidental. Gilles Deleuze (1925-1995) escribió que “si bien no es infrecuente que un filósofo acabe procesado, es más raro que comience por una excomunión y un intento de asesinato”, y precisamente eso es lo que ocurrió con Baruch Spinoza, cuya obra representa una anomalía salvaje en el discurso de los modernos. “Maldito sea de día y maldito sea de noche” le auguraron en su sinagoga sefardita de Ámsterdam cuando lo expulsaron de la comunidad judía. ¿Cuál fue el motivo de semejante virulencia hacia su persona? ¿Por qué su memoria fue insultada con idéntica inquina por los religiosos y los filósofos laicos de su época? Podrían alegarse muchas razones para ello, pero probablemente lo más hiriente de su pensamiento fue su afirmación de que “el alma y el cuerpo es una y la misma cosa”, acabando de una vez con el tabú que hemos rastreado en los párrafos precedentes.

Spinoza subvirtió el dogma vigente hasta entonces, manteniendo que no hay razón sin afectos (deseos, pasiones, emociones, sentimientos…) ni alma sin cuerpo que la encarne. Y eso continúa siendo imperdonable para los imperialistas de la razón. Todos los que pontifican sobre la preponderancia del alma sobre el cuerpo, tras haberlos escindido y opuesto entre sí, no serían más que charlatanes o ignorantes, según el pensador sefardí: “el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo…cuando los hombres dicen que tal o cual acción del cuerpo nace del alma, que tiene imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen, ni hacen otra cosa que confesar en palabras especiosas que ignoran, sin admirarse de ello, la verdadera causa de aquella acción”. No es la razón la que nos humaniza, sino el deseo lo que nos caracteriza: “nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, por el contrario, juzgamos que algo es bueno, porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. Ese deseo debe ser atendido y escuchado, también limitado por una razón afectada, pero de forma cotidiana y contingente, sin caer en soluciones finales. Es decir, sin que las fantasías de omnipotencia de la razón humana tiranicen los cuerpos, tras despreciarlos y humillarlos como algo accesorio, de lo que nos podríamos desprender para alcanzar lo sublime. En este sentido, me atrevo a leer la ética spinoziana como una insurrección barroca contra ese principio de los puritanos de todas las épocas que insisten en segregar lo sensible y lo intelectual. Y también invito a mis lectores a entender la política, es decir, la vida en común, no desde la pureza mortuoria de las ideas claras y definidas, sino desde la impureza alegre de los cuerpos deseantes.