En enero de 2013, el artista Santiago Sierra ideó una performance en una galería madrileña en la que, como en otras ocasiones, incluía a los afectados de la situación que denunciaba. En esta ocasión, treinta personas fueron contratadas a través de una oferta del Servicio Público de Empleo para que rellenaran a mano, durante nueve días, mil ejemplares de un cuaderno, copiando una y otra vez la frase “El trabajo es la Dictadura”. A cambio recibieron el salario mínimo. El público podía visitar la galería para ver a los treinta mientras reproducían sin cesar el breve dictado propuesto por el artista. Yo fui uno de esos visitantes. No me interesa convencer a los lectores de la genialidad de esta acción artística. Allá cada uno con sus criterios al respecto. Lo que sí me interesa mostrar es que esta acción buscaba politizar —es decir, cuestionar y convocar a la deliberación pública—, nuestra percepción acerca de las relaciones laborales como prácticas cotidianas de sumisión.
Bajo la formalidad de las libertades y derechos cívicos en nuestras democracias representativas, pasamos nuestra vida despierta en una auténtica escuela de servidumbre, en la que se nos enseña a obedecer sin rechistar mientras ejecutamos las tareas que el patrón o el capataz de turno nos asigne cada día. Si nos negamos a seguir las instrucciones, seremos expulsados a la intemperie del desempleo, es decir, a no tener garantizada la costosa reproducción material de nuestra existencia: una casa, unos alimentos, unos vestidos, esos materiales básicos con los que seres humanos hemos convenido socialmente dotarnos de dignidad. El desempleado está igualmente sometido a esta relación de dominación: una vez que el trabajo ha sido convertido en la condición de acceso a la plena ciudadanía, deberá demostrar al Estado vigilante que merece estar vivo y lo hará mediante pruebas palpables de que su mayor interés personal es poner su vida a trabajar por un salario. El expulsado tiene que hacer su penitencia: se someterá al escrutinio de los burócratas para que estos pastoreen su disposición a que su cuerpo-mente sea usado y gastado a mayor gloria del dogma del crecimiento económico. ¿De qué democracia hablamos, por tanto, cuando dedicamos la mayor parte de nuestros años adultos a obedecer órdenes y a ejecutar tareas cuyo sentido se nos escapa y en las que nuestra opinión no es considerada en absoluto?
Arbeit macht frei, “el trabajo libera”, ése era el lema con el que los campos de concentración y exterminio de la Alemania nazi recibían a sus prisioneros. La misma palabra “trabajo” procede del nombre de un instrumento de tortura romano, el tripalium, usado primero para inmovilizar el ganado y después para castigar a los esclavos. Igualmente deberíamos recordar que el trabajo forma parte de la maldición bíblica que acompañó a la expulsión del Edén de la primera pareja humana. Tanto en la Antigüedad como en la Edad Media, el trabajo era una consecuencia de la necesidad, es decir, el exacto opuesto de la libertad. La libertad empieza cuando podemos sobrevivir sin recibir el dictado del jefe. De hecho, durante milenios la justificación de muchos pensadores para mantener a mujeres, niños, esclavos o siervos apartados de la participación activa en los asuntos públicos fue la siguiente: si dependes de otros para sobrevivir, no puedes mantener un comportamiento o un pensamiento libre, puesto que el miedo a perder el favor del amo incapacita el buen juicio de los ciudadanos. Así, Spinoza, en su Tratado político, escribirá que cuando alguien está bajo la potestad de otro, debido al miedo que le provoca o a los favores que espera recibir de su señor, “prefiere complacerle a él más que a sí mismo y vivir según su criterio más que según el suyo propio” y esto durará al menos “mientras persista el miedo o la esperanza”.
Ahora bien, si del miedo en abstracto no nos es dado librarnos, del miedo a la necesidad, en cambio, ya es hora de librarnos en común. No tengo ahora, en este artículo, el espacio suficiente para reivindicar la potencia liberadora de una renta básica universal e incondicional con la que dotarnos de la libertad de ser libres, es decir, para enfrentar la Dictadura que significan las relaciones laborales en la asfixiante atmósfera precaria del capitalismo tardío. Prefiero citar a Hannah Arendt para que, entre todos, nos demos cuenta del mundo común que se abriría ante nosotros si conseguimos el derecho a vivir sin permiso: “estar libres del miedo es un privilegio que incluso los miembros de una minoría han gozado solo durante periodos relativamente breves de la historia, pero estar libres de la necesidad ha sido el gran privilegio que ha distinguido a un porcentaje muy pequeño de la humanidad a lo largo de los siglos. Lo que tendemos a denominar la historia de la humanidad, y de la que se conservan testimonios, es, en su mayor parte, la historia de esos pocos privilegiados. Solo los que están libres de la necesidad pueden apreciar plenamente lo que es estar libres del miedo, y solo estos se hallan en condiciones de concebir la pasión por la libertad pública, de desarrollar en su interior ese ‘goût’ o gusto por la ‘liberté’ y esa característica complacencia por la ‘égalité’ o igualdad que acarrea».