En la boca del lobo

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Foto: María Lejárrega.

En la boca del lobo es el título que da la escritora María de la O Lejárraga, tan desconocida como fascinante, a un capítulo de su libro, con tintes autobiográficos, Una mujer por caminos de España, escrito en el exilio y editado en Buenos Aires en 1952. Algunos pasajes del libro están dedicados a sus andanzas como propagandista del partido socialista durante la campaña electoral de noviembre de 1933, en la que conseguiría su acta de diputada en las Cortes por Granada. Era la primera vez que podían votar las mujeres y buena parte de su cometido, muchas veces en compañía de su admirado Fernando de los Ríos, lo dedicó a exponer su ideario feminista. En la boca del lobo hace referencia a Castril, el pueblo serrano de mi familia materna, y a unos trágicos sucesos ocurridos en Duda, junto a la vecina localidad de Huéscar. Era a finales de los 90 cuando le contaba a mi madre lo que acababa de leer de Lejárraga, y quedé asombrado cuando me dijo que fue testigo de aquello, y que guardaba el recuerdo desde sus lejanos seis años.

El relato versa sobre el viaje de la escritora los últimos días de la campaña electoral a Castril. Un pueblo que define como “mísero”, perdido en las montañas y al que el gobierno republicano logró sacarlo de su ancestral aislamiento, con la construcción del puente de Duda –que salva un profundo tajo de más de setenta metros sobre el río Guardal–, y que permite unirlo por carretera con Huéscar, concebido como puerta de la “civilización”. Desde una visión excesivamente urbana, que tiende a minusvalorar la sociedad campesina, María Lejárraga ofrece una terrible descripción de las condiciones de hambre y miseria con las que subsiste la población de este rincón de la “Andalucía mora”, como la llama. Reflexiona, también, sobre la perversa “dominación del cacique, ejercida inexorablemente sobre cuerpos y almas” que atenaza estos pueblos, y donde poco se podía esperar de sus gentes si “del mundo civilizado no llegaban a ellos otros representantes que el recaudador de contribuciones y la pareja de la Guardia Civil”.

En el largo camino desde Granada hasta Castril, la expedición en la que también iba Francisco Menoyo, alcalde de Granada en los años 1931-32 –asesinado por los rebeldes en 1939–, hizo parada en Huéscar para almorzar. Fueron recibidos, “paradoja política” –dice Lejárraga–, por un “cacique socialista”, que les alerta del posible boicot de la autoridad caciquil castrileña al acto electoral. Para prevenir posibles incidentes, deciden que un grupo de entusiastas socialistas del humilde barrio de las cuevas de Huéscar, les acompañen como fuerza protectora. Se hacía tarde y la escritora y su grupo deciden partir hacia Castril, mientras los obreros buscaban un vehículo para el transporte. Durante el trayecto los alcanzarían.

Por fin llegan a la “boca del lobo”. El pueblo está desolado. Nadie en sus estrechas calles. Hasta que un grupo de socialistas castrileños se les acercan y les dicen que no hay local disponible, y que el mitin habría de darse desde un balcón de la casa de un compañero en la plaza del pueblo. La misma plaza en la que por entonces vivía mi madre con mis abuelos. Comienza el mitin sin auditorio y sin rastro todavía de los socialistas de Huéscar. Había miedo a las represalias del cacique. Basta con consultar las hemerotecas para ver que la campaña electoral de 1933 estuvo salpicada de múltiples incidentes, violentos y desagradables, y que no era fácil la acción política para los que intentaban apuntalar la República. Aún con todo, poco a poco, fueron congregándose ante el balcón hombres, chiquillos y detrás, algunas mujeres. La curiosidad había vencido al miedo. Un mitin como acontecimiento desconocido, con varios oradores venidos de fuera, y entre ellos una mujer. Algo verdaderamente inaudito. Pero la derecha caciquil trató de reventar el acto, con el lanzamiento al trote de cuatro borricos cargados de grandes haces de leña, azuzados por unos mozos, que causaron un enorme estruendo provocando la dispersión de los escasos asistentes.

Ante tal situación, toma la palabra María Lejárraga que arenga a una plaza otra vez vacía: “¡Cobardes! –les gritaba–, ¡cobardes, desdichados! ¿de cuatro miserables borricos os asustáis? Razón tiene el cacique en despreciaros y mataros de hambre. ¡Acercaos cobardes! Ellos no parecían ofenderse por mis insultos, pero no se acercaban”. María cambió el tono colérico por otro más suave y se dirigió a las mujeres: “¡Acercaos, mujeres, si es que tenéis más coraje que ellos! –y, en efecto, se acercaron con desesperada decisión”. Así, con una concurrencia cada vez mayor, y con las mujeres en primera línea, les habla del derecho que da la República a levantar la voz a las mujeres con su voto, y que bien podría servir para quitar hambres y miedos. El acto, percibido como una victoria sobre los caciques, finaliza con satisfacción generalizada entre los asistentes.  No hay noticias de los “protectores”.

Mi madre estaba ahí. Era una de aquellos chiquillos de los que habla María Lejárraga. Estaba jugando con sus amigas aquel día y lo recuerda bien porque su padre, hombre de orden, bajó a la plaza a por ella, pero se quedó un rato escuchando a los oradores. Este gesto, seguramente motivado más por la curiosidad que por otra cosa, le valió la reprimenda de sus compañeros de la CEDA que le afearon que hubiera acudido al mitin socialista. La dominación del cacique, tal como señala María, es implacable.

En el camino de regreso, se encuentran con los compañeros de Huéscar que “Venían contra todos los reglamentos de circulación, amontonados en una camioneta descubierta de las que se usan exclusivamente para transporte de mercancías. Nos saludaron con alegres gritos. Venían demasiado contentos”. Los obreros decidieron acercarse a Castril para saludar a sus compañeros, mientras que a María y sus acompañantes les quedaba una larga travesía por sierras y altiplanos hasta llegar a Granada, que al día siguiente seguía la campaña.

Estaba María Lejárraga con Fernando de los Ríos en una estación de ferrocarril de un pueblo que no nombra, cuando unos compañeros les avisan de la desgracia: “La camioneta en que venían los de Huéscar ha saltado sobre el pretil del puente y se ha precipitado sobre el tajo”. Veinticuatro muertos, todos jóvenes, entre ellos una mujer. Solo un superviviente: el copiloto que saltó del vehículo y pudo agarrarse a un árbol, para después caminar muy malherido hasta un cortijillo y avisar del fatal desenlace.

Reportaje del diario madrileño Ahora. Noviembre de 1933

En los días siguientes, Lejárraga tuvo que viajar a Huéscar en dos ocasiones: Una para el entierro de unos cuerpos que ni siquiera pudieron identificarse por estar completamente desfigurados. Otra, para donar a las familias, madres y viudas, un dinero recaudado por cuestación popular. Con enorme pesar e impotencia describe su visita a las infraviviendas de las víctimas en el barrio de las cuevas. Escenas conmovedoras de mujeres dolientes –“plañideras de Oriente”–, que no necesitaban sus palabras de consuelo y que la veían con “amargo rencor”, mientras salmodiaban, una y otra vez, lamentaciones que se le quedaron clavadas en el cerebro: ¡Veintitrés años! ¡Por acompañarles! ¡Bien acompañados! ¡Derecho como un pino!… La impresión del momento no evitó que fijara su atención en sus penosas condiciones de existencia: “En todas esas miserables guaridas, no he visto un solo fogón, un rincón donde encender lumbre, un solo puchero, una cazuela en que cocer un alimento. Aquí no se ha comido nunca nada caliente. Aquí cuando despiertan los chiquillos, las madres los echan a la calle como gatos, a ver lo que pueden hallar para comer…”

Como si de una alegoría de la Andalucía trágica y del llanto se tratara, de un destino que pareciera imperturbable, la ilusión republicana y la utopía de otro mundo posible, se desvanecieron por las fauces del tajo.

La tragedia del Duda será recordada en Castril, después de años y generaciones, como fórmula de alerta para la precaución. Cada vez que alguien debía de pasar por dicho lugar, una voz, la de mi madre, la de cualquiera, conminaba a la prudencia: “Ten cuidado al cruzar el puente, no te vaya a pasar lo que a los rojos de Huéscar”.