Lamento que el informe de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, sobre la situación de las mujeres en las cárceles, haya quedado casi sepultado por el tsunami del COVID-19. Si vuelvo a él es porque me parece de justicia hacerlo, por lo abrumador de los datos y porque tal vez ahora, que estamos encerradas nosotras también, podamos desarrollar empatía hacia ese colectivo de mujeres que viven, enferman, sueñan, temen, aman, ríen, lloran y, en breves paréntesis, quizás incluso alcancen momentos de fugaz felicidad.
Ya es significativo que el Informe parta, en su introducción, de dos recordatorios: uno, que un preso, una presa, siguen teniendo derechos humanos y, dos, que esos derechos se conculcan y se vulneran permanentemente. Además, en lo que a las mujeres presas se refiere, se afirma que la política penal y penitenciaria se planifica obviando o negando la presencia femenina.
Algunos datos, sin ánimo de exhaustividad. En España, la población reclusa femenina representa el 7,7%, cuando la media europea es el 5%. En Andalucía, de las 13.716 personas reclusas, 943 son mujeres, es decir, un 6,8%.
En el estado español, mientras 1 de cada 10 mujeres son extranjeras, 1 de cada 3 mujeres presas lo son. En Andalucía, el 93,6% del total de las detenciones realizadas se hicieron en virtud de la Ley de Extranjería. En cuanto a etnia, mientras el 1,4% de la población del estado es de etnia gitana, el 28% de las mujeres presas lo son. Además, la población reclusa femenina muestra tendencia al envejecimiento; el segmento de edad predominante entre las reclusas femeninas es el de 31 a 40 años. Los tramos de edades de 41 a 60 años y mayores de 60 años siguen en aumento. Las mayores de 60 años conforman ya un 4,4% de la población total, cuando en 2005 apenas llegan al 2,4%.
Para intentar precisar el retrato de las mujeres presas, hay que añadir que la mayoría de las presas en Andalucía no tenían seguridad económica antes de entrar en prisión, no han tenido un empleo o lo han tenido en precario y mal remunerado, carecen de una vivienda segura, tienen un bajo nivel de estudios y han sido víctimas de violencia física o sexual por parte de miembros de la familia o de agresores masculinos ajenos a la familia. Este retrato se repite en todas las cárceles de Andalucía, tanto en la que es solo de mujeres (Alcalá de Guadaira, Sevilla) como en los llamados centros penitenciarios “Prototipo”, como los de Córdoba o Albolote (Granada), en Sevilla I o en las cárceles de Cádiz (El Puerto III y Algeciras).
La discriminación se produce ya en el modo en que se conciben y usan los espacios carcelarios: módulos para mujeres, ubicados en centros pensados por y para hombres; menor oferta de recursos y actividades; falta de clasificación o separación individual, mayores posibilidades de cumplimiento de pena alejadas de las redes familiares y un largo etcétera que convierten a las mujeres presas en un colectivo especialmente aislado y vulnerable dentro de las prisiones.
No he podido evitar, al leer el informe, recordar las condiciones que sufrían las mujeres en el sistema punitivo y penitenciario del franquismo. Esto no es una exageración ni una boutade, que no están los tiempos para intentar epatar.
Como entonces, ahora también el mayor número de mujeres privadas de libertad lo está en la franja de edad en la que más acentuados están los roles de cuidados y maternidad, con el consiguiente efecto amplificador de la condena, puesto que la entrada en prisión de estas mujeres deja en situación de desprotección, si no de abandono, a los más débiles, las personas ancianas y sus propios hijos e hijas. Entonces, como ahora, las presas pueden estar acompañadas de sus criaturas menores de 3 años, lo que tiene una clara incidencia sobre estos niños y niñas, que son conscientes de que viven en una prisión, porque hay barrotes, visitas tras un cristal, espacios restringidos y tiempos pautados que se lo recuerdan y que son incompatibles con una infancia feliz.
Se me dirá que las mujeres presas han cometido un delito y deben pagar su culpa. Este planteamiento, en una sociedad como la nuestra, en la que los grandes delincuentes viven libres como el viento, nos debe hacer pensar al menos en las cárceles como lugares donde habitan preferentemente quienes hemos colocado en los márgenes. De hecho, el informe deja claro que “el incremento de la población penitenciaria femenina no se corresponde con una mayor criminalidad de la mujer, sino con una mayor penalización de las conductas, una modificación de criterios de los tribunales sentenciadores o con prioridades en las políticas de orden público”. Es decir, las mujeres cometen delitos leves pero más castigados; se trata preferentemente de delitos contra la salud pública y contra el patrimonio, actividades delictivas destinadas a conseguir dinero, porque, tanto en la larga posguerra como ahora, son estas mujeres quienes asumen el rol de “cabeza” de la familia. En este contexto, destaca el informe “el limitado recurso a la aplicación de la suspensión de condena a mujeres (a pesar del carácter menos grave de los delitos cometidos y de las penas impuestas por los mismos), como el reducido uso de las penas alternativas a la pena de prisión (la localización permanente y los trabajos en beneficio de la comunidad), así como el escaso uso de la clasificación en tercer grado”.
Todo ello parece indicar que el sistema punitivo tiene poca confianza en la capacidad de las mujeres para enderezar sus vidas torcidas, así como en su voluntad de reeducación. Esa radical desconfianza que nos retrotrae a la idea, ahora no confesada pero que sigue operando en la mente del legislador, de que las mujeres, si bien somos malas en menor número, cuando lo somos, lo somos de manera intensa y refinada. De ahí que los castigos deban resultar ejemplares.
Los sistemas penitenciarios han planteado tradicionalmente la redención a través del trabajo; actualmente, dentro de prisión se trabaja para redimir pena o formarse y, fuera de ella, para procurar la reinserción social. Sin embargo, los datos nos dicen que solo un 17% de las mujeres en prisión pueden acceder a un trabajo remunerado (de más de 300 euros y si su situación procesal se lo permite), cuando los hombres lo hacen en un 30%; esto a pesar de que ellas acceden en mayor número que los hombres a talleres de formación para el empleo (un 39% frente a un 27%).
Respecto a los trabajos que las presas desarrollan en prisión, son los relacionados con la domesticidad: costura, limpieza, planchado…labores que no ayudan precisamente a su posterior inserción laboral.
Por tanto, no parece que la reinserción y la reeducación se estén llevando a cabo de manera diferente a como se hacía y se concebía en las cárceles franquistas, donde las órdenes religiosas femeninas estaban empeñadas en que las reas alcanzaran la redención a base de fregar suelos de rodillas, de encalar paredes, de restregar la ropa hasta hacer sangrar las manos y de bordar primorosas sábanas para las hijas de las “gentes de orden”.
El dibujo trazado hasta aquí es desolador sin paliativos. Y, en mi opinión, tampoco sirve decir que lo que ocurre dentro de las cárceles es un reflejo de lo que ocurre fuera. Porque el espejo nos devuelve un mundo en el que el tiempo parece haberse detenido: mujeres tratadas en función de los estereotipos de género (el personal funcionario no tiene formación en materia de género, a pesar del alto porcentaje de presas que son víctimas de violencias machistas); mujeres a quienes se ofrecen menores oportunidades de inserción laboral y social; mujeres para quienes no se usan las penas alternativas. Mujeres víctimas de violencia económica, sexual, de género, a las que la prisión revictimiza. Mujeres a quienes se les hace penar su condición de pobres, extranjeras, gitanas, analfabetas, drogodependientes… para quienes la medicación parece ser el único recurso que les puede hacer más llevadera su situación (un 62% de la población reclusa femenina toma psicofármacos, frente a un 50% de los hombres)
La situación no cambiará mientras en el sistema penitenciario y punitivo se planteen las “penas” como un castigo justo a la perversidad de algunas, unas pocas, pero muy malas mujeres. Mientras se mantenga un sistema penal en el que “penar” y “penitencia” comparten semántica, y me temo que algo más, con la retórica punitiva religiosa. Así, nuestra sociedad ha articulado un sistema correccional según el cual se puede penar lo mismo en el infierno que en una cárcel y a la pena impuesta se le llama penitencia, tanto si es para purgar los pecados como los delitos. Ambos ámbitos comparten además la práctica de disciplinar los cuerpos para reeducar las conductas o las intenciones desviadas. Porque, en el fondo de esta cuestión, se me antoja que sigue vigente, y en relación a las mujeres presas resulta más evidente, la confusión entre pecado y delito.
Y mientras nos vamos aclarando, que no se nos olvide que cerca de nosotras, casi mil mujeres estaban encerradas, antes que nosotras y encerradas permanecerán cuando este encierro distópico termine. No olvidemos que la mayoría no tenía un empleo decente, ni una casa segura ni unas relaciones afectivas o sexuales libres de violencia. Que delinquieron básicamente porque eran habitantas habituales de la pobreza y la marginación y no porque su naturaleza de malas mujeres las empujara a ello. No olvidemos que las hemos encerrado sin juguetes. Sin esperanza.