Si algo está poniendo de manifiesto la vida política española de estos últimos años es la incapacidad de la derecha política, económica y social en aceptar las mínimas medidas reformistas. Para que no sean ellas las que ejerzan de forma efectiva el poder. Nada nuevo bajo el sol pero se podía pensar que los años de democracia, la integración en el concierto de los países occidentales que se decía durante la Dictadura y la globalización económica habría cambiado el pelo de la dehesa. Parece que no.
Decían que la Transición española no estuvo completa hasta que en 1982 llegó al gobierno el PSOE. En el bipartidismo de la nueva restauración representaba la sucesión de los conservadores de Cánovas, la UCD de Suárez, por los liberales de Sagasta, el PSOE de González y Guerra. Cerrar el círculo. Eso sí unos y otros haciendo políticas de derecha, en el mejor de los casos de reformismo de derechas. Incluido el desmantelamiento del sector estatal creado por el franquismo y que fue vendido a precio de saldo a los poderes de siempre y a otros nuevos, incluidos extranjeros, que acudieron a participar en el reparto del botín.
Desde al menos ochenta años, ante la mirada indiferente de una sociedad en la que los ciudadanos siguen siendo más súbditos que nunca. A los que, si hace falta se les recuerda el precio de salirse de madre. Una sociedad cada vez más fácilmente manipulable al compás del desmantelamiento educativo y de la expansión de los hoy llamados medias y las redes sociales. El despotismo ya no necesita siquiera ser ilustrado.
El invento funcionó sin apenas sobresaltos durante décadas. Al menos hasta 2004 cuando el jefe de las derechas era Aznar un político no directamente relacionado con la dictadura, me refiero a cronológica no mentalmente. Convencido de su impunidad intentó manipular el atentado más terrible de la historia reciente para asegurar una victoria electoral que por derecho le tocaba. Pero no fue así y, por primera vez, se oyeron los lamentos de deslealtad al pacto del setenta y ocho. Sonaron las primeras alarmas de que lo que había funcionado perfectamente engrasado durante más de veinticinco años comenzaba a rechinar. Zapatero hizo políticas que fueron considerabas inaceptablemente reformistas y cayó en el pozo de ser el peor presidente de la democracia hasta la aparición del ilegítimo Sánchez que ha tenido la osadía de formar un gobierno de coalición con la radicales de Podemos (para que se vea el concepto de radicalidad que hay en esta piel de toro). Pocos han valorado que finalmente rindió las naves cambiando la constitución al gusto de los mercaderes en un día.
Desde entonces todo fue de mal en peor y las grietas del pantano de la monarquía ha ido agrandándose desde la propia jefatura del Estado (cuyo titular tuvo que dimitir), pasando por el reverdecimiento del problema territorial en Cataluña, apagado el fuego del terrorismo vasco (ya saben eso del “Procés”), hasta la medio ruptura del panorama político con la aparición de nuevos partidos (parece que a punto de solucionarse el problema, por lo menos en lo que se refiere a la pata liberal sagastina). Pareció que la derecha española política, económica y social se había dado cuenta de que para que nada cambie hay momentos en que todo debe cambiar. Que hay que cambiar de coche de vez en cuando.
Pero no ha sido así sino todo lo contrario. No se trata sólo de las probables expectativas de gobierno nacional de la derecha y la extrema derecha sino que, es lo que da más miedo, la sociedad en su conjunto acepta sus mensajes populistas, de odio e insolidarios hasta el punto de amortizar las decenas de muertos diarios de la actual epidemia como un precio justo a pagar para el ejercicio de la “libertad” económica y personal. Abierta la catarata de la regresión los españoles no parecen tener freno.
A escala andaluza hemos tenido estas últimas semanas algunas muestras. Entre ellas las de las campañas justificadoras del golpismo que, de forma abierta y sin vergüenza, se están llevando a cabo (basta con oír los programas deportivos de esta primera jornada liguera o ver el documental realizado por la Diputación Provincial de Cádiz sobre Pemán) durante estas últimas semanas por la retirada de la placa golpista dedicada al cantor excelso de la raza hispana y el cambio de nombre del estadio municipal que el hijo, golpista él, dedicó al padre, golpista también.
Detrás de todo el espectáculo está la rabia, la incredulidad de que el poder pueda ser ejercido para algo más que satisfacer los intereses de corto, medio o largo plazo, de los de siempre. Ni siquiera se admiten mínimas reformas o que el botín (ahora los fondos europeos para mitigar la epidemia) lo repartan otros que no sean los mismos que desde 1978.
Uno confía en el espíritu de supervivencia de las sociedades para evitar el cataclismo que parece adivinarse está al llegar. Aunque de vez en cuando me asalten las dudas.
Por si acaso, mientras, seguiré llamando Leningrado a San Petersburgo.