Se habría conformado con una cárcel. Terminar como un preso, eso era una meta en la vida. Pero era una jaula. El ruido del mundo penetraba señorial e indiferente, como en su casa, a través de las rejas. El preso estaba realmente libre, podía participar en todo, nada de lo que ocurría fuera se le escapaba. Podría haber abandonado la jaula, las barras mantenían entre sí una distancia de un metro. Ni siquiera estaba preso.
Kafka
En estas líneas me gustaría rescatar una idea, un concepto o, más bien, una vivencia que ha sabido formular uno de pensadores radicales más profundos e inquietantes de nuestros días. Hablo de Santiago López Petit y, concretamente, de su análisis del fascismo posmoderno en su libro La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad (Traficantes de sueños, 2009), la obra que, en mi opinión, mejor sintetiza la mirada desesperada de este autor sobre la realidad, en la época en que ésta se ha identificado completamente con el capital. “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diferentes maneras, ahora se trata de inventar nuevas pasiones”, manifiesta López Petit en el primer capítulo. Esta invención pasional parte de una tautología: “la realidad es la realidad”, una tautología que supone un avance porque nos sitúa frente a frente, sin intermediaciones, con lo que no hubiésemos querido presenciar, la derrota inapelable del movimiento obrero. Ahora bien, al mostrarnos también que lo que llamamos “realidad” no es otra cosa que el capitalismo, al arrojar al vertedero la esperanza, la tautología tiene asimismo la potencialidad de inaugurar una nueva temporada de rabia, de rechazo total contra las vidas que vivimos realmente y, así, en este odio que nos afirma, atravesado por la declaración de la derrota, podríamos encontrar una posibilidad concreta de liberación.
Este libro se escribió antes de la indignación que tomó las plazas en 2011. Antes, por tanto, de que esa indignación quisiese transformarse en un partido político con el que encauzar sus demandas en las instituciones, con resultados que a muchos nos parecen decepcionantes. Y por supuesto, antes de que comenzara la reacción españolista (y “occidental”) neoautoritaria, inflada de racismo, machismo y clasismo, que, en los últimos años, no para de cosechar nuevos consensos en las urnas y en las distintas esferas de la opinión pública y publicada. Muchos vemos en esta reacción un retorno del fascismo con nuevos ropajes pero sin un cambio sustancial de ideas. Pues bien, lo que aquí propongo de la mano de López Petit es un antifascismo que no va dirigido especialmente contra esta última amenaza que aún no era tan evidente, sino un antifascismo contra la democracia realmente existente. Un régimen que, para este autor, se articula en torno a dos dispositivos: el Estado-guerra y el fascismo posmoderno, dos dispositivos que llevan tiempo con nosotros y que, para esta comprensión que se quiere sin miedo ni esperanza, se despliegan en una continuidad que incluye desde el sistema de partidos hasta las leyes de extranjería pasando por convertirnos a cada uno de nosotros en una microempresa, en un “Yo-marca”. El desbocamiento del capital nos habría arrojado a nuestra condición pospolítica, en la que prima la falsa salida de las batallas culturales regidas por la obsesión identitaria. Una mala idea estratégica, ya que cuando se generaliza la victimización —y la impotencia que conlleva—, la politización genuinamente emancipadora no encuentra ningún suelo donde crecer.
El Estado-guerra, que nace simbólicamente en el 11S, vuelve a los orígenes soberanistas del contrato social y proclama la paradójica igualdad entre seguridad y libertad, estableciendo, como sustrato absoluto de las vivencias cotidianas, la desconfianza ante los Otros, ante los que no somos Nosotros, quienes son automáticamente designados como un enemigo a desenmascarar, expulsar o abatir. Este Estado-guerra también es conocido como Estado democrático, que es, según el argumento de López Petit, la forma Estado del fascismo posmoderno, un estilo de gobierno cuyo principal objetivo es inducir comportamientos, amoldar conductas, en definitiva, “tener una vida”, pues funciona sólo a partir de la supuesta autonomía de los propios individuos. Una vez que la realidad se identifica con el capitalismo hemos quedado reducidos a ser sólo individuos: “somos sujetos libres sujetados, sujetados a lo que libremente elegimos”. Nos empujan a disponer de un “proyecto” de vida, a gestionar nuestras emociones, a visibilizar nuestra diferencia, pero de manera despolitizada y no divisiva, es decir, anulando la diferencia genuina, ahogada en una ola gigantesca de opiniones que nos van transformando a todos en tertulianos de nuestras propias vidas. Bajo la apariencia de una apoteosis de la diferencia, encontramos un consenso opresivo que nos empuja al entretenimiento: “cuando todo se lee, se ve o se interpreta bajo la clave del entretenimiento, ya no se necesita la censura”. Podemos, por tanto, decir cualquier cosa, pero lo que digamos no servirá para nada.
De ahí que López Petit insista en el “odio libre”, expresado en un rechazo total a nuestra propia vida mercantilizada, a la necesidad de vendernos como única forma de vivir en común. Si el fascismo posmoderno, ese que nace de la identidad entre capitalismo y realidad en la época global, ha convertido la vida en una cárcel en la que no dejamos de movernos cada vez más rápido dentro de nuestras celdas autogestionadas, no nos queda más que saber que la vida misma es también el campo de batalla:
Cuando la vida es nuestra cárcel porque vivir se confunde con esta movilización permanente que reproduce esta realidad obvia, entonces la vida misma es de donde puede arrancar un proceso de liberación. En otras palabras, para combatir la realidad hay que politizar la vida, y politizar la vida significa politizar la propia existencia. La politización de la existencia no consiste, sin embargo, en elevar los intereses particulares a universales. Politizar nuestra existencia es arrancar de nuestro estar-mal y nuestro estar-mal está en el origen del malestar social.