La amenaza fascista

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La ausencia de una formación catalogada de extrema derecha en las instituciones políticas del Estado español era vista, en palabras de algunos observadores internacionales, como una anomalía en el panorama europeo. Anomalía que compartíamos con nuestros vecinos portugueses. Pudiera parecer que ambos estados ibéricos, por haber padecido las dictaduras fascistas más longevas de Europa, habían blindado sus estructuras para impedir el surgimiento y desarrollo de formaciones nostálgicas y reaccionarias. Nada más lejos de la realidad.

La irrupción de una formación como Vox en las elecciones andaluzas de diciembre de 2018, y las expectativas que le otorgan los medios en las elecciones venideras, han encendido todas las alarmas entre gentes y colectivos con sentido democrático. La encarnación de un proyecto de corte ultranacionalista excluyente, abiertamente agresivo con los colectivos de migrantes, musulmanes, lgtbi, feministas, ecologistas, memorialistas, animalistas, etc., ha logrado la confianza de casi 400.000 andaluces y andaluzas. ¿Se podría interpretar ese nada despreciable volumen de votos como directamente fascista? Es difícil determinar su causa: si tuvo más peso el auge del orgullo patriótico derivado del proceso soberanista catalán, el desprecio a todo lo que tenga que ver con la recuperación de la memoria de las víctimas republicanas y la añoranza indisimulada del franquismo, la abominación a la llamada ideología de género y al feminismo, la alerta ante la falsa consigna de “invasión de inmigrantes” o la defensa de un estado policial autoritario de mano dura que ponga fin a una imaginada inseguridad ciudadana. Es posible que el voto en una buena proporción sea una compilación de todas estas razones. Una mirada rápida al mapa electoral nos dice que la formación ultra ha logrado más respaldo en localidades con mayor presión migratoria y en los barrios ricos de las ciudades. Aunque su presencia se expande de manera preocupante por todos los territorios penetrando los distintos sectores sociales, frustrados con los devastadores efectos de la globalización, incluidas las clases medias y las más desfavorecidas.

Las elecciones autonómicas de diciembre de 2018 descubrieron que Andalucía no está a salvo de esta perversa corriente global que recorre buena parte de Europa y del mundo, que arremete contra los derechos y libertades básicas que tanto costaron conquistar.

La eclosión de la extrema derecha no ha venido desde sectores minoritarios y marginales del falangismo o neofascismo ya existentes, sino de las mismas entrañas del partido popular, aunque se ha nutrido con significativos militantes de aquellas formaciones ultras. Ha incorporado a sus listas, en puestos vistosos, a jueces y militares franquistas, dos estamentos que nunca fueron depurados en la democracia. Sus discursos han tenido campo abierto en poderosos medios de comunicación y ha contado con la complicidad y el aliento de no pocos líderes de opinión mediáticos. Ha encontrado acomodo en los grupos más conservadores e integristas de la Iglesia católica, especialmente beligerantes contra el aborto y los derechos del colectivo lgtbi. Ha hecho de la demagogia, con la proliferación de noticias falsas que circulan a la velocidad de la luz, un arma de propaganda efectiva. Propaganda basada en la difusión de ideas simplistas, distorsionadoras de la realidad, que evitan todo debate constructivo.

Está por ver hasta qué punto la formación fascista conserva o acrecienta los votos en Andalucía en las próximas elecciones. O parte de su electorado se diluye en las otras derechas por la llamada al voto útil. Lo que es indudable es su capacidad para condicionar las políticas del nuevo gobierno de la Junta de Andalucía. De momento, las políticas sobre igualdad y sobre la memoria histórica son objeto prioritario de sus aceradas críticas. El negacionismo en una doble vertiente, velando la gravedad de la violencia machista y tergiversando y dulcificando el pasado criminal de la dictadura franquista, es práctica fundamental de su discurso.

La extrema derecha que representa un proyecto burdamente definido como identitario, de defensa de “lo nuestro”, de “nuestras tradiciones”, que sitúa al “nosotros”, en un jerárquico primer término, y construido en contraste con el “otro” o los “otros”, puede tener unas consecuencias impredecibles para los colectivos de inmigrantes, en tanto que se legitima el racismo institucional, impulsando los discursos xenófobos y justificando la intolerancia. Desde una visión opuesta al multiculturalismo y a la diversidad, se apuesta por la homologación cultural totalitaria. Para ello se recurre de manera instrumental, como esencia de lo “nuestro”, a las expresiones culturales más emblemáticas que se presentan como genuinamente “españolas” (semana santa, fiestas, flamenco, toros, etc.), tratando de incardinarse en el asociacionismo existente (hermandades y otras entidades ciudadanas) como garantes de una “identidad local/española” amenazada por agentes “externos” que representan los colectivos más indefensos de inmigrantes, o por los “otros internos” focalizados en las identidades de los pueblos periféricos del Estado español.

Ante la amenaza fascista que nunca hay que minimizar, es necesaria la acción de los movimientos sociales más concernidos (derechos humanos, feministas, memorialistas, inmigrantes, lgtbi… ), y de gentes comprometidas, preocupadas por la deriva autoritaria a la que puede arrastrar la presencia de una formación de este cariz. Contamos como arma pedagógica para combatir al fascismo, con las lecciones de la Historia y la memoria de los movimientos antifascistas europeos en su lucha por las libertades y los valores democráticos. Es nuestra responsabilidad mantener vivo el grito de alerta que nos legaron ¡Nunca más!