Nuestras ciudades –las andaluzas, en particular algunas de sus capitales, son una excelente muestra de ello-, están conociendo una dinámica intensa de vaciamiento social y de referentes culturales. El factor principal es el nuevo papel que los tejidos urbanos históricos han adquirido en la fase actual de la economía capitalista en su sector de la inversión inmobiliaria, la industria turística y todos los movimientos especulativos que se derraman a partir de ellos, en los que participan desde fondos de inversión trasnacionales (llamados buitres para afear impunemente a estas inocentes aves carroñeras), banca privada, grandes firmas multinacionales de todo tipo de negocios que instalan sus franquicias e incluso nuevos propietarios de clase media y alta que han decidido entregarse al rentismo inmobiliario, para el alquiler de viviendas ya sea para turistas ya para otros residentes. El objeto del modelo es un viandante que ya no es ciudadano en su mayoría, que recorre epidérmicamente la trama de espacios monumentales y mercantilizados sin solución de continuidad, siguiendo dispositivos de big data, algunos de los cuales, los más arriesgados, buscando algún vecino, quintaesencia del “otro”. Los centros históricos devienen espacios acartonados, quiero decir de una estética de quita y pon, intercambiables, horadados por la caries de todas esas formas de especulación financiera y de estar en la ciudad que se alejan de los modos de sociabilidad, vínculo e identidad que las ciudades han tenido históricamente.
A pesar de este panorama, existen referentes de resistencia, con sus héroes. Y a uno de estos quiero dedicar esta entrega. El héroe urbano de la Sevilla turistizada se llama (José) Luis García Astola y es el actual encargado y propietario de una carbonería sita en la calle Parras, número dos, en el sector Macarena-Feria del casco urbano norte de la ciudad. Pertenece a la cuarta generación de una familia, por vía paterna Aguilar, que no ha soltado el negocio de carbonerías en este entorno urbano desde hace cuatro generaciones. Aproximadamente un siglo de transmisión de un hacer, el de las carbonerías, que eran puntos de suministro energético de las ciudades hasta la modernización de los años sesenta y setenta. Aunque no solo eso, como veremos.
El local que ahora ocupa había sido un molino de trigo y su bisabuelo lo convirtió en despacho de carbones, negocio floreciente a principios del siglo XX –como cualquier vecino con suficiente edad puede confirmar-. Trasladaba el carbón sobre las angarillas de un burro a la plaza de La Campana, punto de venta. A su abuelo le correspondió, entre los años treinta y cuarenta, la edificación de lo que permanece como excelente muestra de un patrimonio edilicio regionalista, muy presente en ese entorno urbano, aunque cada más amenazado con la ola de especulación urbanística, que transforma sus estructuras e interiores para ponerlos al servicio de otro modelo habitacional. La planta baja se destinó para almacén y despacho de carbón, mientras que las dos primeras plantas se diseñaron como viviendas, que se quedaron dentro de la familia, hasta que uno de los herederos ha vendido uno de los pisos a una nueva familia residente.
La familia mantuvo distintos negocios de carbonería en la zona, entre San Marcos y San Luis, de las que sólo quedó la de la calle Parras, atendido por el tío Manolo, como transportista, y su padre Francisco. En un reportaje sobre el declive de las carbonerías publicado en ABC en 1981, afirmaba su padre que con él acabaría el negocio, pero se equivocó. Luis nace en 1966, en el momento de maduración de la transformación del modelo energético doméstico. De su infancia recuerda el almacén cubierto de carbón y bombonas de gas (butano y petróleo), dos tipos de género para el que se organizaban dos colas diferentes. A finales de los noventa, él introdujo la leña, como respuesta a nuevas formas de habitación en casas de clase media-alta que se trasladan al sector Feria-San Luis como consecuencia de una primera oleada de gentrificación. Como habréis supuesto, el carbón permanece por las barbacoas, un modo de ocio de fin de semana cada vez más extendido. Además, vende utensilios y accesorios en relación con la calefacción: braseros, badilas, aparatos eléctricos; y utensilios y plantas para la aromatización, como el incienso o la alhucema.
Él y su hermano colaboraron al principio en el negocio familiar –junto a su madre, Carmen Astola-, pero su hermano “empezó a trabajar”, de modo que Luis se queda al frente de la carbonería. Con esta aseveración, sin darse cuenta, Luis nos aporta una clave fundamental para comprender su vínculo con el lugar y la actividad. Para él, atender la carbonería no es un trabajo. Podríamos decir que se ha convertido en una vocación. Al fallecer su padre en 1997 –la nicotina y el hollín fueron afectando progresivamente sus pulmones-, será su madre quien dé un paso al frente. Es decir, el itinerario de Luis Aguilar Astola es el resultado de pérdidas y herencias, bajo una directriz, no siempre consciente, de mantener algo más un negocio a contracorriente. Porque en todo este intervalo de tiempo, Luis ha mostrado una actitud de apertura hacia su entorno inmediato que le ha permitido convertirse en un punto de anclaje en el barrio. Colaboró con su vecino “Gonzalo” Molina (su nombre de pila es Manuel), que también había recibido en herencia la taberna de enfrente, para ayudar a sostener este bar como espacio de encuentro, de intercambio de libros, de tertulias, de actuaciones más o menos espontáneas.
En el local bajo del inmueble número dos de Parras se ha ido creando un ambiente, tanto por acción como por omisión. Por acción, porque Luis ha ido colgando en las paredes distintos chismes de uso en el pasado: serones, herramientas, bombas de aire antiguas, bombonas de petróleo, peso romano, palas… También le gusta colocar macetas, que agrupa tanto dentro como en un carro que coloca en la puerta del almacén-tienda –otrora para evitar aparcamientos en la puerta-. Y ha ido tapizando las paredes con distintos posters y carteles de películas clásicas, de conciertos, de todo aquello que realmente le apasiona y conoce bien. Una pequeña vitrina recoge discos, cuadernos y algunos objetos ya sin uso. Por omisión, porque al mismo tiempo ha ido despreocupándose por el hollín y las telarañas que se han adueñado de paredes y ventanas, hasta convertirse, especialmente las telas de araña, en objeto fetiche del local. Le costó trabajo convencer a su madre de que no las combatiera con la escoba.
Tiene además Luis una mesa de trabajo en la que realiza proyectos electrónicos en sus momentos de asueto, que interrumpen curiosos y esos turistas que han acompañado la segunda oleada de gentrificación en la zona, a partir del año 2000. En el momento de una de mis visitas, ejecutaba un dispositivo electrónico para la detección de humos, tal y como le exigía la inspección sanitaria y de seguridad, diseñada por él mismo. E incluso hace sus pinitos en robótica e impresión en tres dimensiones.
Permanentemente se puede disfrutar un hilo musical de ambiente, en el que puedes escuchar música electrónica, rock sinfónico, música clásica…, todo aquello que a él le gusta. A Luis le gusta hablar de su oficio. Se precia de trabajar con encina, porque es mejor, más duradera, combustiona más lentamente respecto a la de pino, que ya no trabaja. También ha vendido cisco de orujo (hueso de aceituna). Define su trabajo como el de “venta de carbón”, y para ello muestra un sello del negocio de su abuelo en el que se lee: “comisionista de carbones”. Y si se alarga la conversación puedes atender al proceso de creación de carbón vegetal en los boliches de la dehesa extremeña; a la diversidad de productos que vende, anunciados con trazo grueso de tiza, y a sus utilidades. El carbón vegetal, que se obtiene de las podas gruesas de las encinas, es el que más poder calorífico atesora; dos tipos de carbón mineral, uno usado para el asado de castañas y el otro para los escasos talleres de fragua que persisten; la leña de encina que se destina a las chimeneas, y que él prepara en ramas más menudas para las estufas; el cisco de picón, resultado de cocer las ramas de leña, que se usa como complemento y que era el combustible de las familias pobres; y finalmente el cisco de carbón o carbonilla que se desmenuza del carbón ya cocido y que se destina a las copas o braseros.
Luis diferencia el buen carbón por su dureza y consistencia, por el dibujo de la veta, por su peso. El de encina, al ser más denso, es más brillante y pesa más, tiene “vetas más apretadas”, no huele y es cristalino. Además, no echa humo cuando se enciende. El cisco se caracteriza porque si lo aprietas te araña la piel, mientras que el de pino se desmenuza. No le preocupa el tizne sobre su cuerpo, porque se quita fácilmente. Su madre asegura que deja la piel más tersa y brillante, y quienes han trabajado en el negocio recalcan que incrementa, además, la blancura de los dientes, en una suerte de amor fati.
La otra vertiente actual del negocio es el de bombonas. Luis se ha preocupado por mantener los distintos formatos y envases, para facilitar la vida a los compradores. Hay bombonas y repuestos para uso doméstico y de camping, incluyendo cartuchos para mecheros, encendedores, algunos de profesionales de soldadura; paelleros, fogones, difusores de calor, cocinas portátiles, hornillos, soplillos, cristales y camisas para lámparas de gas; así como reguladores, adaptadores o llaves para bombonas. Como vemos, aquí está bien justificado el término cliente en su acepción más antigua: personas con las que se mantiene una trama de contraprestaciones permanentes, aunque medidas, en este caso, por la relación comercial. Pero es una relación también plenamente social, basada en el conocimiento mutuo y el deseo de responder a los requerimientos de cada una de las partes, gracias a la confianza que se va gestando con el trato. La carbonería de Parras es prototipo de negocios que construyen tejido social, de ahí su valor como establecimiento comercial de barrio. Ni Luis es exclusivamente un vendedor ni sus compradores simplemente son tales. Resuelve bien la denominada paradoja del comerciante, al mantener el delicado equilibrio entre la distancia social y la proximidad, para tratar a sus asiduos como allegados pero con la distancia adecuada por la relación comercial.
El carbón llega a desbordar la categoría de mercancía, porque esos lazos de proximidad con la clientela ha servido para generar otro tipo de tejido social dentro y fuera del despacho. El local se convierte en espacio de convivencia: vecinos y paseantes que entran a preguntar, a solicitar o devolver favores, a fotografiar…. Luis menciona una función antigua de las carbonerías como lugares de reunión de artistas, pues pintores y escritores venían a por carboncillo; y a partir de ahí se organizaban tertulias y trabazones entre unos y otros. Como una respuesta a las amenazas que se ciernen sobre la carbonería, y como una manifestación del empecinamiento de Luis –un rasgo que vemos en otros actores de la zona-, un grupo de amigos y allegados ha apoyado la creación de una asociación en 2018. La Asociación Científico-Cultural Cisco de Picón está soportada por unos 120 socios. Organiza cada domingo recitales de poesía, presentaciones de libros, emisiones documentales o de películas, charlas de divulgación científica, eventos gastronómicos…. El germen fue la demanda de algunos literatos, artistas, científicos que conocía, quienes le solicitaban el local para realizar alguna actividad. Él se resistió al principio, pero comprobó que mediante la fórmula de la asociación podía ampliar esa función de lugar de encuentro que ya desempeñaba el local.
Para Luis, nuestro héroe, la carbonería ha dejado de ser un negocio para convertirse en un medio de vida. “Ganaría más dinero cerrando, pero es una forma de vida que no quiero romper, porque aquí consigo vivir bien, haciendo lo que me gusta». Para él, lo atractivo es lo “pintoresco” del local y de la actividad, siendo la única carbonería que queda en Sevilla, pero son diversos, y de importancia, los valores que atesora el espacio. Echa de menos la vida de vecindad de la calle Parras que él conoció, pero lo que tenemos aquí y ahora es una experiencia de innovación social, basada de resortes heredados recombinados con gran capacidad de generar sentido ahora y aquí, en Parras, Sevilla, resistiendo y reinventándose en plena ola de refuncionalización de los distritos urbanos en el modelo capitalista hodierno.