La colonialidad en Andalucía y América

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La colonialidad, junto al patriarcado y al clasismo, ha sido y es uno de los tres pilares básicos del orden (o mejor desorden) capitalista que domina hoy el mundo y que nos conduce, si no lo remediamos, a una catástrofe global ni siquiera dibujada por las más delirantes películas de ciencia ficción. La colonialidad es la fuente del racismo y de las desigualdades entre los pueblos, y es inseparable de la Modernidad y del surgimiento del sistema-mundo, allá por los siglos XV-XVI, que se ha desarrollado hasta hoy.

La colonialidad ha sido, y es, la condición necesaria para que hayan podido desplegarse los diversos intentos de globalización, es decir de imposición de un único modelo de vida y de pensamiento presentados como válidos e imprescindibles para todos los territorios y pueblos del mundo: primero, el intento de globalización religiosa (de imponer el cristianismo como única religión verdadera), luego la globalización política (imposición, a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa, del modelo de Estado-Nación como única estructura civilizada y democrática para organizar la convivencia) y, actualmente, globalización del Mercado (sacralizando las supuestas leyes naturales de este). Sin colonialidad, ninguna de estas tres olas globalizadoras hubiera sido posible.

Para precisar, hay que definir la colonialidad como la expresión, en lo económico, lo político y lo cultural, de la ideología del supremacismo blanco, europeo, varón, capitalista y, en una primera etapa cristiana, luego laicista. La colonialidad no solo supone explotación económica (con base en el extractivismo) y dominación política sino también alienación cultural, al producir lo que el caribeño-argelino Franz Fanon denominó “síndrome del colonizado” (algo así como un síndrome de Estocolmo a nivel colectivo que hace asumir a la mayoría de los colonizados el punto de vista de los colonizadores incluso respecto a la imagen sobre sí mismos).

Las coartadas ideológicas de la colonialidad han ido variando de contenido a medida que ha cambiado el pensamiento dominante europeo en los últimos seiscientos años, pero la colonialidad ha pervivido. La primera coartada fue la religiosa, llevar la Verdad del cristianismo a quienes no lo conocían, para girar luego en torno a las sacralidades laicas: a las luces de la Razón, al progreso de la Civilización, a las maravillas de la Ciencia y la Técnica, al bienestar del Desarrollo e incluso a la Democracia y los Derechos Humanos interpretados de forma reduccionista y eurocéntrica. Llevar todo a esto a quienes habían sido previamente definidos como paganos, infieles, salvajes o bárbaros, irracionales, supersticiosos, incapaces de controlar los instintos, conflictivos por naturaleza… que necesitaban, por tanto, ser “protegidos” de sí mismos y evangelizados o luego -ahora- civilizados, desarrollados y democratizados. El llamado “intervencionismo humanitario” actual -que es la forma cínica de referirse a las guerras imperialistas para controlar territorios de primordial interés económico- sigue amparándose hoy en este discurso de la división dual del mundo: por una parte, los países civilizados y democráticos, que han sabido hacer uso de la Razón y construir instituciones sociales y políticas democráticas basadas en los derechos humanos y los principios de libertad e igualdad ante la ley, es decir los que forman parte de Occidente, y, de otra, todos los pueblos “otros” definidos con los atributos opuestos a aquellos.Lo que es una falacia e incluso una flagrante negación de la geografía y de la propia geometría porque en una esfera, como es nuestro planeta, si aún pudiera establecerse un norte y un sur no así es posible señalar un este y un oeste, a menos que antes se elija, de forma interesada y arbitraria, un centro desde el que definir todo lo demás. Y ese centro, desde hace 600 años, ha sido Europa: no por casualidad, el meridiano cero se eligió que fuera el que pasa por Greenwich, en el Londres capital del Imperio Británico. Como vemos, el eurocentrismo impregna hasta la geografía y la geometría: lo europeo, luego lo euro-norteamericano, se autodefine como centro, con todo lo que ello significa de monopolio del derecho a definir y a intervenir.

Ni en el mundo antiguo, ni en la mayor parte de la Edad Media europea, ni en la América precolombina hubo colonialidad aunque sí hubo colonizaciones e imperios. Los imperios romano, chino, incaico u otomano fueron estructuras de dominación política y de extractivismo económico, pero no pretendieron imponer un modelo único de pensamiento a los diferentes pueblos dominados. En sentido estricto, la colonialidad, tal como es adecuado entenderla, aparece en el siglo XV, que es cuando comienza a formarse el sistema-mundo eurocéntrico actual, y se establece no solo en base a la violencia y el control político y a la explotación económica de unos pueblos sobre otros -que esto ha estado presente, a mayor o menor escala, desde hace milenios- sino en base al convencimiento de la superioridad moral, cultural y racial de los dominantes europeos respecto a todos los “otros” dominados.

Esta consideración estaba tan arraigada ya al final del Cuatrocientos que en 1494, en Tordesillas, Castilla y Portugal tuvieron el atrevimiento (o la desfachatez, diríamos ahora) de trazar una línea para repartirse las tierras que se estaban “descubriendo” y que estaban por descubrir allende el atlántico. Atrevimiento (desfachatez) que copiarían otras potencias europeas, siglos más tarde, al repartirse África, en el tratado de Berlín de 1885, sin ni siquiera considerar las realidades de los pueblos y territorios etnonacionales de ese continente. En el primer caso, con la coartada legitimadora de la máxima autoridad religiosa, el papa Alejandro VI, y en el segundo sin necesidad de autoridad externa alguna, sustituida por la mera invocación a la Civilización y el Progreso (que eran entonces las sacralidades dominantes).

En la cristalización de la colonialidad, Andalucía tuvo -más bien diríamos que se le obligó a tener- un destacado protagonismo. La sociedad que fue aquí construida tras la conquista por Castilla del Al-Andalus del valle del Guadalquivir constituyó un importante laboratorio en que se experimentaron políticas y se crearon instituciones que luego fueron trasladadas al mundo colonial americano, al continente que fue denominado “las Indias” a pesar de que este nombre se supo muy pronto que no respondía a la realidad: una de las muchas ficciones inventadas respecto al “Nuevo Continente” (nuevo para los europeos, claro está).

El Al-Andalus conquistado a mediados del siglo XIII fue una sociedad pluriétnica, multicultural, porque en su territorio, además de los “repobladores” procedentes de Castilla, permanecieron moriscos y judíos (como lo atestiguan los numerosos barrios o guetos en las ciudades y poblaciones importantes), se asentaron también familias procedentes de otros reinos tanto peninsulares como de otras regiones del mediterráneo, que se dedicaron principalmente al comercio, y se agregaron negros, traídos como esclavos sobre todo domésticos y, ya desde mediados del siglo XV, también gitanos. Ya antes Al-Andalus, al menos hasta las invasiones norteafricanas, había sido una sociedad pluriétnica y multicultural, y ello se reprodujo, acentuadamente, tras la conquista castellana al convertirse en una colonia interna de ese Reino. Se conceden grandes extensiones de tierras a la nobleza, a la Iglesia y a las órdenes militares, en pago de servicios prestados y con la excusa de garantizar la defensa de la frontera con el reino granadino, y, con ello,  donde nunca había existido antes feudalismo son creados señoríos incluso jurisdiccionales.

A pesar de esto, durante un tiempo el carácter pluriétnico y multicultural de la sociedad fue tolerado por los conquistadores porque aún no se había impuesto el concepto moderno de colonialidad. Ello se refleja en múltiples ámbitos. Así, el epitafio que Alfonso X escribe en la tumba de su padre Fernando III, conquistador de Córdoba y Sevilla (en su tiempo apodado “el tuerto” y a partir de 1671 “el santo”) está en latín, en castellano, en árabe y en hebreo. Así, también, los reyes construyen aquí sus palacios manteniendo los ya existentes o ampliándolos siguiendo el modelo de los palacios andalusíes. Y durante más de un siglo se mantienen la mayor parte de las mezquitas y sinagogas, aunque el uso de la mayoría de ellas sea ahora para el culto cristiano.

Pero la colonialidad como ideología central se va forjando en los siglos XIV y XV. La intolerancia religiosa y racista se intensifica y ello se refleja en sucesivos pogromos antijudíos, con asaltos a juderías a finales del siglo XIV y comienzos del XV, y en múltiples destrucciones de lugares de culto, que son reconstruidos en el estilo gótico entonces dominante en Europa para que no solo el contenido sino también el continente de los templos responda a la tradición cristiana y no sea tan evidente su primitiva función de mezquitas y sinagogas. Se trata de la destrucción planificada de la memoria y de persecución o abierta desconfianza hacia quienes no respondan por origen, lengua, religión o costumbres al perfil “correcto” y ortodoxo: el de castellanos viejos.

La intolerancia religiosa y el objetivo de imponer una homogeneidad no solo religiosa sino étnica culmina en la época de los llamados Reyes Católicos y se refleja de forma clara en los años inmediatos a la capitulación del reino de Granada -del Al-Andalus que se mantenía independiente y con una cultura andalusí-. Las capitulaciones de Santa Fe fueron rápidamente violadas y se planificó, mediante leyes, un verdadero etnocidio: fueron prohibidas la lengua, la religión y las costumbres (incluso los baños, los vestidos o el pintarse las uñas) y destruidos los libros de las bibliotecas de las madrasas (y algunos, de especial relevancia científica, expoliados al Escorial). Las conversiones forzosas se intensificaron en todo el territorio de la antigua Al- Andalus y comenzó a actuar el tribunal de la Inquisición, un instrumento político-religioso de terrorismo de estado que mediante la tortura y la hoguera (verdaderos sacrificios humanos) pretendía mantener la limpieza de sangre ideológica y la ortodoxia en todos los ámbitos. La inscripción que puede leerse en la tumba de los Reyes Católicos refleja bien a las claras esta política imperialista y etnocida, alejada a la propugnada, al menos en teoría, 250 años antes cuando la conquista de Córdoba y Sevilla.  En esa tumba fue escrito en 1521: “Este monumento fue erigido a la memoria de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, marido y esposa unánimes, llamados los Católicos, ante los que se postró la secta de los mahometanos y quienes erradicaron la falsedad herética” (está última expresión referida a los judíos y judeoconversos).

Y fue el supremacismo etnocida de la colonialidad como eje de la política castellana el que llevó a violar (en un sentido físico del término) los tres monumentos más importantes de Al-Andalus para grabar en ellos su sello y que quedara bien explícita esa supremacía. La Alhambra granadina fue violada insertando en su delicada arquitectura la colosal mole renacentista del palacio de Carlos V; en las naves centrales de la mezquita de Córdoba fue construida una catedral, destruyendo su coherencia arquitectónica; y fue modificado el gran alminar que siglos antes había sido de la mezquita mayor de Sevilla -casi único elemento conservado de esta tras su destrucción a comienzos del XV-, enmascarando su parte superior para convertirlo en campanario coronado por una gran estatua giratoria de la Fe, alejándolo así de sus alminares hermanos de la Kutubiya de Marraquech y la torre Hassán de Rabat.

Toda esta política etnocida, desidentificadora e imperialista, caracterizadora de la colonialidad, fue puesta en práctica en Al-Andalus y luego sería llevada a Abya Yala, a las supuestas Indias, al mundo colonial americano, especialmente allí donde las estructuras sociopolíticas y el grado de evolución sociocultural podían permitirlo. Me estoy refiriendo, sobre todo, a Mesoamérica y a las zonas centrales andinas, que fueron las más interesantes desde una óptica económica (minas de plata especialmente) y donde se centró la acción de la Corona. En las otras zonas del continente, donde la organización política era tribal o en bandas recolectoras-cazadoras o de agricultura incipiente, fue mucho más difícil trasplantar esta política por la distancia cultural de las poblaciones indígenas y su rapidísimo declive demográfico debido tanto a la violencia física de la conquista y la imposición de trabajos forzosos como a la acción de virus importados para los cuales no existían allí anticuerpos. Pero incluso en estas regiones americanas, la experiencia andaluza fue aplicada con los esclavos negros, sobre todo en zonas urbanas, que sustituyeron a la población originaria. Así, muchas cofradías de negros proliferaron sobre todo en las ciudades, al igual que de indios y de españoles a lo largo y ancho del continente. Una institución, la cofradía, trasplantada desde Andalucía, sobre el modelo de las cofradías étnicas de negros fundadas aquí a lo largo de los siglos XV y XVI, como instrumento de asimilación cultural y de control político, aunque paradójicamente algunas se convirtieran también en medios para la reafirmación étnica.

Y al igual que en Granada, solo una década después de la desaparición del reino nazarí, ardieron en la plaza Bib-rambla los libros de las bibliotecas andalusíes, no solo los religiosos (aunque varios cientos de ellos fueron requisados y luego terminarían en la biblioteca de El Escorial) sino todos los escritos en árabe, así ardieron en Yucatán, en 1562, los códices y escritos mayas por mandato del obispo inquisidor Diego de Landa. Y es que la colonialidad supone no solo explotación de las personas y del territorio sino también el desprecio a la cultura de los colonizados, a los que se intenta arrancar su propia memoria colectiva.

De todos modos, también es imprescindible señalar que tanto en Al-Andalus como en Abya Yala hubo resistencias a la colonialidad, tanto directas como simbólicas. Y ello no solo en el momento de producirse las respectivas invasiones sino desde entonces hasta hoy. Resistencias que con frecuencia terminaron en represalias genocidas: aquí con deportaciones masivas y la cruenta guerra de las Alpujarras, allí durante los tres siglos coloniales e incluso después ya en la época de las repúblicas independientes. Pero, pese a la represión permanente, en las Américas los pueblos originarios, las diferentes naciones indias, los afrodescendientes y algunos sectores populares mestizos nunca pudieron ser sometidos totalmente a la lógica  de la colonialidad. Y, en diverso grado, han resurgido en su autoafirmación y en sus luchas por la conquista de sus derechos nacionales y de una situación de igualdad que deje atrás su prolongada exclusión en todos los ámbitos. Fue precisamente en 1992, cuando aquí, en el Reino de España, y allí, en las diversas Repúblicas, los sucesores de quienes invadieron América e impusieron la colonialidad, celebraban el V Centenario del llamado Descubrimiento o, como algunos quisieron denominarlo, Encuentro entre dos Mundos, cuando esos pueblos y sectores alzaron su voz declarando el 12 de Octubre Día de la Resistencia Indígena, Negra y Popular.

También aquí en Andalucía ha habido a lo largo de los últimos más de 500 años reacciones frente a la colonialidad, como lo reflejan nuestra historia -que se sigue silenciando y ocultando- y muchas de las expresiones de nuestra cultura popular. Aquí, el problema principal continúa siendo el del autorreconocimiento como pueblo y la vampirización que hemos sufrido de muchos de nuestros contenidos culturales que son presentados, falsamente, como si fueran genéricamente españoles. Esta conciencia de pueblo alcanzó un alto nivel a finales de los años 70 y primeros 80 haciendo posibles un 4 de Diciembre (de 1977) y un 28 de Febrero (de 1980), aunque luego se desinfló en gran parte por la acción planificada de las instituciones que llaman autonómicas a las que no les ha interesado que conozcamos nuestra historia y nuestra cultura sino todo lo contrario.

Es preciso recordar las palabras de un famoso historiador, Marc Bloch, señalando que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. Por ello, es más que necesario reconstruir y dar a conocer ese pasado para saber cuál es nuestra identidad histórica y poder orientarnos en nuestro presente. Como es también necesario, y justo, solidarizarnos con los pueblos de América que, como nosotros, hemos sido objeto, durante siglos, de la voracidad colonial: del extractivismo económico, la total negación de derechos políticos y la alienación cultural por parte de Castilla y de su heredero el estado español. Ello es más aún imprescindible cuando asistimos, hoy, al negacionismo más burdo de las realidades del pasado con el objetivo de blanquear y glorificar el presente desigualitario e injusto que sufrimos como producto de la colonialidad. Incluso se pretende negar la evidencia de los etnocidios y genocidios contra los que, ya en su época, se levantaron voces como las de Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, Sahagún, José de Acosta y otros. Voces valientes que es necesario recordar y valorar cuando, en el colmo del delirio, y de la desvergüenza, algunos pretenden, hoy, incluso sustituir las palabras invasión y conquista por la de “liberación” (de Al-Andalus y de los pueblos de Abya Yala). Una burla macabra contra nuestros pueblos que constituye un insulto a las víctimas, personales y colectivas, de la Historia.