Un ojo en Word y el otro en la pestaña de Instagram minimizada. Llevo un buen rato atascada en un párrafo que debería concluir, pero con la excusa de resetearme abro la ventana de internet. Otra vez el bucle de los reels. No debería, me urge terminar un trabajo que me llevará a no sé dónde, pero la academia es así, mucha producción y a veces poca reflexión.
En TikTok, una mujer denuncia que desde un cole de Madrid, le han mandado una nota a casa diciendo que su hija tiene una dificultad en el lenguaje. Que la niña sesea. La madre es migrante andaluza y la niña, madrileña. Habrá a quien le explote el cerebro, pero hay madrileñas que sesean, como también las habrá que cecean o que, directamente, su lengua materna ni siquiera sea el español. O que utilizan palabras y términos propios de otras regiones, países e incluso -¡oiga!- continentes. Lo que ocurre con autoproclamarse centro y sede de la Hispanidad, ese término manío y obsoleto que recuerda a gestas turbias y a otros acontecimientos no tan lejanos, es que puede ser complicado que 450 millones de personas encajen en un modelo de estandarización. Por más que ese gran centro aspiracional y “de oportunidades” que es la capital, se construya y funcione a costa de las fatigas de quienes se ve obligadxs a partir de sus hogares de origen para criar allí a sus hijxs. En este lugar, donde puedes prosperar si se acepta la pauta de que la “asimilación” es el único camino para la “integración” –ese otro gran concepto que no sabemos muy bien dónde acotar pero resuena a la afirmación de Ángela Merkel, cuando anunciaba hace algunos años el fracaso del “multiculturalismo” (toma ya)-, sin duda, el lenguaje de esta niña puede plantearle dificultades. Cuando esto ocurra, ojalá ya sepa que ni el origen ni la culpa están en su forma particular de expresión. Que la diversidad, por motivos obvios, a quien plantea conflictos es a la hegemonía. Deseo de corazón que alguien se lo explique porque cuando falte su maestra, ya vendrán otras personas e instituciones para hacerle creer el resto de su vida que el problema lo tiene ella. Si es que no aprende antes a imitar -o a callar, de eso sabemos mucho las mujeres- para verse más bonita.
Para muestra, otro ejemplo reciente. Un profesor andaluz, de Geografía e Historia, es convocado a una entrevista de trabajo. Antes de evaluar sus competencias, le plantean como requisito indispensable que elimine el acento andaluz porque lo tiene “muy marcado”. Que puede plantear dificultades para la enseñanza en español. Otra vez la dificultad. Otra vez la academia y otra vez Madrid. Dice el muchacho indignado en un video, que “por ser andaluz, parece que tienes que demostrar doblemente tu profesionalidad, porque parte de ella se te ha arrebatado en el momento en que has empezado a hablar”. Poco más que añadir.
Recibo la semana pasada el correo de aceptación de una propuesta que presenté a un
congreso de referencia en Antropología “Iberoamericana”. Lo de Iberoamericano viene
en el título, aunque en sus diez años de historia solo ha mirado dos veces hacia América Latina. Para celebrar este aniversario redondo, vuelven a su “origen”, según la organización. Este Origen es, spoiler, Madrid. Mi propuesta, sobre feminismo andaluz, está aceptada, pero trae una observación del evaluador, emplazando a que alguien con más conocimientos en el campo pueda juzgarla. Él dice que conoce bastante Andalucía, porque ha viajado a varias de sus ciudades (¿?), pero no podría precisar si existe un feminismo andaluz con características diferenciadas. Es decir, acepta la propuesta, pero admite no sentirse capacitado para evaluarla. Es paradójico porque, a quien se le da la legitimidad para validar mis competencias, reconoce no haber “mirado nunca la realidad andaluza con esos ojos” y sin embargo en sus manos queda la posibilidad –el poder- de autorizarme a decir en un congreso lo que yo quiero decir. Aun así, debería agradecer a este señor su acto de honestidad y el reconocimiento de sus propias limitaciones, por más que inconscientemente caiga en el viejo vicio del conocimiento del viajero, ese trampantojo que te hace pensar que visitar a menudo un sitio te aporta las claves culturales de su realidad. No sé si a esto se le puede llamar aceptación o más bien suerte. Que me están haciendo el favor por esta vez. Lo que es claro e incómodo, es que esta deriva parte de una elección anterior, donde alguien decidió que 1) un hombre y 2) no andaluz, podía evaluar una propuesta que habla sobre feminismo en Andalucía. El desprecio y desinterés que los grandes centros arrojan cuando estas dos vías
interseccionan –mujer y andaluza- es doloroso. Pero cuando se trata de espacios académicos, parece directamente negligente e irrespetuoso con colegas que desde otras geografías trabajamos en el mismo campo. Si esta persona, que reconoce no tener competencias, hubiera decidido que mi trabajo no es válido para ser expuesto, también se hubiera aceptado su punto de vista. Me pregunto si esto ocurre tan alegremente con temáticas que se consideran de primer orden o solo pasa con determinados asuntos que parecen no requerir la misma seriedad en su evaluación ni en su análisis. En síntesis, con los temas que parten del sur de una jerarquía aplicada al género, al territorio y a las áreas de conocimiento.
Es la segunda vez que me pasa algo así –oh, sorpresa- en Madrid. Hace un par de años, me invitaron a participar en un monográfico de la Universidad Complutense, para después rechazar el trabajo sin más explicación que “aunque el contenido es interesante, no podrá ser incluido, dadas sus características”. En realidad, me ahorraron leerme una parrafada que justificara esta decisión. No hay que ser un lince para advertir que con “características”, se referían a que era imposible incluir una defensa a ultranza de la copla como genuina expresión andaluza, en un monográfico sobre “canción española”. Que no es canción, se llama copla, pero así la rebautizaron para perpetrar su secuestro y manoseo. Que ya sabemos que Madrid todo lo que usurpa lo mejora, ya sea la copla o una mascletá. Y que si saben cómo me pongo, digo yo que pa qué me invitan. Con independencia de las “características” del enfoque, también me dio por pensar si esta respuesta no tendría que ver con mi situación personal al interior de ese contexto: mujer, andaluza y con una posición poco consolidada al interior del espacio académico.
La niña, el profesor y yo, en nuestras respectivas experiencias, compartimos haber sido negadxs por la manifestación explícita (esto es muy importante, porque siempre existe la alternativa de callarte y renegar, “que no se te note”) de nuestros orígenes al interior de contextos académicos/profesionales. También el denominador común de no constituir casos aislados: sobre historias similares ya adelantaron sus impresiones la activista feminista Carmela Borrego –en este medio- o la periodista Mar Gallego, entre otras. Me pregunto cuánta herida identitaria arrastrará mucha gente pensando que es personal –que casi nunca lo es, porque la identidad se construye sobre la base de contextos culturales y de respuestas que la sociedad nos da- y en realidad es una herida colectiva. Una herida de Pueblo. De lo que históricamente nos han dicho que somos y a veces no hemos tenido más remedio que acatar. Porque no deja de parecerme relevante, que muchas de las respuestas que critican y cuestionan esta estigmatización, legitimen el habla andaluza solo a través de quienes fuera de Andalucía se consideran referentes. Las hablas andaluzas, se dice, son válidas porque así se expresaba Lorca, Machado, Alberti, María Zambrano y una larga lista que tampoco es casualidad que en el imaginario popular encabecen más hombres que mujeres. Pero casi nunca se añade que son también las hablas de nuestras abuelas, de los hombres y mujeres del campo, de las que migraron para dar un futuro a sus hijxs o de los obreros que levantaron las industrias de media Europa. Por eso en Madrid y en muchos otros lugares, hay gente que nace seseando. Como si las hablas andaluzas no fueran dignas en la boca de cualquiera, como si necesitáramos justificar lo válido de nuestro pueblo solo en función de quienes producen desde espacios que la sociedad considera “cultos”.
En mitad de este debate nada nuevo ni original, me llega una invitación para participar, con motivo del 28F, en una mesa sobre “Feminismos en andaluz”. Me reconforta, porque empezamos a normalizar los feminismos situados como eje vertebrador del pensamiento andalucista, pero especialmente porque el evento tendrá lugar en una universidad pública andaluza y está dirigida a alumnado de grado. Vamos trascendiendo por fin al vicio de retroalimentarnos entre las mismas de siempre. Me dice la persona que organiza, que la jornada forma parte del programa de la asignatura Cultura en Andalucía, aunque llevan años intentando cambiarle el nombre por Cultura andaluza. Como sea, parece fundamental que los planes de estudio de las universidades públicas en nuestra comunidad incluyan asignaturas orientadas a la comprensión y análisis de la realidad andaluza y que su desarrollo implique un compromiso docente por esta reflexión y no una declaración de intenciones. Aunque sea para que las nuevas generaciones de profesionales de Andalucía apliquen una perspectiva situada en sus contextos de intervención. O para que cuando alguien les diga que su origen es una dificultad, sepan que hay una marca colectiva en sus propios dolores, que puede transitarse y sanarse en colectividad. Por una Andalucía libre de tutela centralista y patriarcal.
* Por inspiración de Adela Angulo @adelapordiosxd, autora de la ilustración.