La justicia

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Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial.

Anda el patio revuelto por la actuación de la justicia hispana. Quizás sea el momento de recordar, sobre todo para los bienpensantes que creen en la representatividad democrática del estado, lo que decían los clásicos revolucionarios sobre éste y respecto a uno de sus instrumentos básicos, la justicia. Decía El Socialismo de Salvochea en 1888 haciéndose eco de una resolución del obrerismo barcelonés que la ley era la imposición del  fuerte contra el débil y expresión de lo que convenía a sus intereses. Apostillaba La Idea Libre, otro periódico ácrata, en este caso uruguayo, que no había que darle más vueltas, que la ley había sido siempre la expresión de la conveniencia de los que mandan. Más aún, si la ley preceptuara como justo algo que les perjudicara darían nueva forma a la iniquidad.

Bien es sabido que la democracia es una forma de gobierno que se alarga o achica como el chicle. Todo depende, cómo Lampedusa puso en boca de uno de los personajes de su obra El Gatopardo, de la necesidad de que las cosas cambien para que todo siga igual. Por ejemplo, como ha señalado recientemente Vanessa Daminano la transición española no fue sino un método más de las élites económicas para poner obstáculos a la redistribución social de la riqueza. Los Pactos de la Moncloa de 1977 y la aprobación de la constitución de 1978 fueron los dos momentos claves. Todo cambió pero todo siguió igual. Que se lo digan sino a los cuerpos judiciales que se acostaron como de la dictadura y se despertaron demócratas de toda la vida.

Más de cuarenta años después la percepción del ciudadano sobre la independencia judicial está entre las más bajas del conjunto europeo. Los varapalos que los tribunales de justicia comunitarios son tantos y tales que ya hasta han dejado de ser noticias. Eso sí entre la indiferencia de una población acostumbrada a sobrevivir de manera cuartelera. Es decir pasar lo más desapercibido posible y acogiéndose a la teoría del mal menor, al mamaíta que me quede como estoy. La conciencia de ser ciudadano y no súbdito está bajo mínimos con la complacencia de unos y la conveniencia de todos los que ocupan el campo de la representatividad democrática.

Sabemos, desde los tiempos de Fraga, que España es diferente. Tan diferente que resulta difícil encontrar una analogía entre las derechas, la representación política genuina del poder económico y social, lo que no significa que no haya otros que en principio deberían ocupar otros campos, hispanas y las europeas más cercanas como Portugal, Francia o Italia por ejemplo. No es que no haya, por ejemplo, extrema derecha o directamente fascista en ellas, sino  la permisibilidad y el calado de sus planteamientos en el conjunto del espectro político social que existe. Nada extraño por lo demás. Los comportamientos sociales no cambian por deseos nominalistas.

Así que es de lo más normal que cuando el sistema se ha sentido amenazado no haya dudado en emplear todos los resortes a su disposición. Como el judicial. Sin importarle llegar al esperpento y al ridículo. Recuérdense, si hace falta, lo ocurrido con el sainete de los exiliados catalanes o el último del diputado canario de Podemos. Una organización que, para esos sectores, no debe de tener espacio político y mucho menos tocar poder. De ahí que el gobierno de coalición se haya sentido como una traición de la otra pata de la Transición, el PSOE al que incluso se le niega el nombre y se la llama “el partido de Sánchez”.

La democracia española lleva cuarenta años pareciéndose más al despotismo ilustrado que a un régimen nacido de los principios de la Revolución Francesa. El ciudadano lo es de nombre pero no ejerce. Es más, cuando actúa fuera de los estrechos marcos representativos se convierte de inmediato en sospechoso. Es lo que justifica que recientemente se haya apelado a votar con la nariz tapada los nuevos vocales del Tribunal Constitucional acordados por quienes se reparten el poder. Los diputados, que se deben más a la maquinaria del partido que a los ciudadanos que los votan quienes, por cierto, suelen ignorar hasta sus nombres, lo habrán hecho. A fin de cuentas, como se dice, con las cosas de comer no se juega.

Cuando estas líneas aparezcan se habrá desarrollado el último acto del desmoche del otrora dinámico y representativo movimiento memorialista andaluz. Pero esa es una cuestión que merece un artículo propio. Por hoy baste decir que después, las llamadas izquierdas, se lamentan de la desafección ciudadana.