La meritocracia: una ideología de la opresión

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Acaba de publicarse en el 2020 La tiranía del mérito, un magnífico libro del filósofo M. J. Sandel en el que se desmenuza la ideología meritocrática y se pone de manifiesto cómo la misma se ha convertido en un elemento demoledor para el bien común.

La meritocracia (o gobierno de los mejores) no es una propuesta de organización social y política nueva. En la antigua China, Confucio predicaba que el gobierno debía estar reservado para quienes sobresalían en virtud y capacidad, y los filósofos griegos (particularmente Platón y Aristóteles) idearon una sociedad dirigida por aquellos con mayor vocación por lo público y mayor compromiso y virtud social (cívica). Nuestra meritocracia actual, sin embargo, se ha despojado de esa dimensión ética, moral y política clásica. Aquellos que deben gobernar (tanto las instituciones públicas como las privadas) ya no son los más virtuosos y con mayor vocación por lo público, sino los supuestamente más preparados, los expertos, los científicos y técnicos. En una sociedad moderna, tecnológicamente avanzada y supuestamente democrática como la que se desarrolló después de la II Guerra Mundial, se necesitaban dirigentes que, independientemente de su estatus, clase social, género, etnia o territorialidad, pudieran gobernar el país y las otras instituciones representativas (empresas) de manera técnica, científica, aséptica u objetivamente. No se necesitaban sabios sino expertos. La tecnocracia, seña de identidad de nuestra meritocracia, degradaba así de un plumazo a la democracia que decía defender, al sustraer a los ciudadanos “normales” el derecho y la responsabilidad de debatir y de decidir sobre todos y cada uno de los asuntos públicos, que siempre implican juicios morales y concepciones diversas de la justicia y el bien común.

Frente a la tiranía de la clase social, la socialdemocracia quería representar la propuesta de un paraíso en el que la jerarquía y el poder ya no iban a depender de la riqueza y la herencia. Cualquier persona podría llegar a la cima social gracias tan sólo a sus méritos y a su esfuerzo personal. En los papeles, el objetivo del Estado del Bienestar era igualar las condiciones de partida para que todos los ciudadanos pudieran participar en igualdad de condiciones y para ello se contaba con un programa de salud y educación universal y gratuitos (en los mejores ejemplos de Estado de Bienestar) que se suponían eran condición necesaria y suficiente para garantizar la equidad, gracias a la movilidad social. En ningún caso se planteó, sin embargo, la cuestión central de la propiedad ni se cuestionó el modelo de organización social basado en la competencia y el gobierno del capital.

Como consecuencia, y hasta principios de los años 80, en las sociedades de los países ricos se estaba lejos de la igualdad, aunque la desigualdad pudo paliarse con una creciente movilidad social. Sin embargo, la Globalización, con el retraimiento de la función redistributiva del Estado y su subordinación descarnada al interés corporativo, ha disparado la desigualdad social hasta niveles impensables e insostenibles. Si en los años 70, el salario medio de los gerentes empresariales de las grandes corporaciones norteamericanas era de unas 30 veces superior al salario medio de los trabajadores de esas empresas, en 2014 esa diferencia ascendía a 300, en lo contabilizado.

En este contexto el discurso meritocrático adquiere su mayor difusión. Nunca habían sido esgrimidos con tanta profusión en todo el mundo la excelencia, la calidad y la inteligencia (smart) como argumentos del éxito social, hasta el punto de convertirse hoy día en la nueva tiranía de nuestras sociedades. Oprime a los ganadores, aplastados en la lucha competitiva, y humilla a un creciente número de perdedores en una sociedad cada día más jerárquica, elitista, y excluyente. Nunca fue más injusto y cruel el discurso de la meritocracia y del ascenso social porque nunca estuvieron las condiciones de partida tan mal distribuidas. Nunca en nuestras sociedades modernas el ascenso social estuvo tan separado del trabajo y del esfuerzo personal. Seguir defendiendo el discurso meritocrático cuando en todos los países se están reduciendo y/o eliminando los mecanismos compensatorios del Estado y cuando la desposesión de la mayoría se acentúa como consecuencia de enriquecimientos que tienen detrás procesos puramente especulativos a los que sólo tienen acceso una cada vez más estrecha minoría privilegiada, no tiene calificativo moral. Los principales responsables de este fraude son fundamentalmente los movimientos socialdemócratas y de la “izquierda” tradicional, que han propiciado las condiciones de un sistema socioeconómico terriblemente injusto al tiempo que abrazan con entusiasmo la meritocracia responsabilizando así de su mala fortuna a aquellos a los que la sociedad ha excluido, desechado o marginado.

Ahora bien, como señala Sandel, ni siquiera la mejor meritocracia, la meritocracia perfecta es un modelo ideal. El principal escollo de la meritocracia no es si se puede aplicar de manera más o menos perfecta sino su limitada dimensión moral, política y ética.

Socialmente, humilla a aquellos que carecen de los talentos que la sociedad (en nuestro caso, de mercado) premia y ensalza. Sin embargo, un principio central de la ética meritocrática es la idea de que no merecemos que se nos recompense ni se nos castigue por factores que no controlamos, y los talentos están fuera de nuestro control. No somos responsables de ellos porque siempre nos son dados. Por tanto ¿Porqué deberían ser premiados y ascender aquellos individuos que han tenido la fortuna de poseer los talentos que una sociedad en particular casualmente valora, frente a aquellos otros que, igualmente esforzados, no han tenido la fortuna de poseer dichos dones? ¿Porqué deberían ser castigados aquellos que poseen destrezas que la sociedad en la que viven no parece necesitar? ¿Quién define los talentos necesarios y valiosos y los que no lo son?

Por otra parte, se señala, “el esfuerzo es el elemento central que permite compensar y suplir la falta de talento”; quien no triunfa, es que no se ha esforzado suficientemente. Este argumento, sin embargo, es falaz por varias razones. Primero, porque si es verdad que sin esfuerzo no hay talento que valga, también es cierto que, si no hay talento, por mucho que un individuo se esfuerce, nunca lo va a poder desarrollar. En segundo lugar, esfuerzo y talento, son dos caras de una misma moneda, sobre todo en el contexto de sociedades tan hipercompetitivas como las nuestras: si no hay expectativas de ganar ¿Para qué esforzarse? Si sólo los más dotados van a recibir la recompensa ¿Por qué iniciar la carrera competitiva? Por otro lado, si fuera verdad que el esfuerzo es la vía del éxito y que la meritocracia premia el trabajo duro ¿Por qué en nuestras sociedades tan meritocráticas los trabajadores encargados de las tareas más penosas y duras son los peor remunerados? ¿Es que las “amas de casa” no se esfuerzan y por eso deben ser despreciadas e invisibilizada su aportación fundamental para el funcionamiento del sistema?

Las sociedades meritocráticas no persiguen la igualdad; de hecho, pueden ser sociedades fuertemente desiguales y jerárquicas. El objetivo ideal de la meritocracia es “nivelar las condiciones de partida en el juego competitivo” pero no garantizar la equidad en los resultados. La competencia sigue siendo el ideal meritocrático. Frente a la propuesta revolucionaria, que sugiere “dar a cada uno según sus necesidades y tomar de cada uno según sus capacidades”, la meritocracia encumbra soberbiamente a los ganadores y humilla a los perdedores.

Desde un punto de vista moral, la ideología meritocrática alimenta la fantasía de que la persona puede dominar su propio destino y “hacerse a sí misma”: “tenemos lo que nos merecemos” es la conclusión. Ignora que somos seres vulnerables, inter-eco-dependientes, irremediablemente sociales y que nuestra existencia es contingente. Ignora que todo lo que somos se lo debemos a los demás; que estamos en deuda. Esta fantasía de omnipotencia y esta soberbia (hibris) es la que nos ha traído a la crisis ecosocial en la que hoy día nos encontramos. Nos ha convertido en seres insolidarios, incapacitados para la humildad y la compasión, y en auténticos depredadores.

Políticamente, la meritocracia destruye a la sociedad. Como señala Sandel, ninguna clase marginada había experimentado el grado de desnudez moral que sufren los perdedores en nuestras sociedades actualmente. En las antiguas sociedades clasistas la responsabilidad por las penurias había que buscarla fuera; ahora, sin embargo, no hay “coartada o excusa”: la pobreza y la exclusión social son el merecido castigo del ineficiente. A los perdedores y marginados, no sólo se los ha excluido económicamente, sino que sobre todo se los está humillando socialmente. Pobreza e indignidad se dan ahora la mano, así como éxito y virtud. Se toca así lo más sagrado que tiene el ser humano que es su sentimiento de valía y su autoestima. La meritocracia legitima la jerarquía, el parasitismo y la opresión social, alimentando la soberbia de los de arriba y el autodesprecio de los de abajo, generando así ese caldo de cultivo que es el “fascismo”. ¿Se puede extrañar entonces la todavía llamada socialdemocracia de la expansión de los movimientos populistas? Quien siembra vientos, cosecha tempestades.

Autoría: Carolina Márquez Guerrero. Profesora Departamento Economía Aplicada II. Universidad de Sevilla.