En las últimas semanas resulta frecuente encontrar en las redes sociales vídeos de animales campando a sus anchas en zonas urbanas. Yo misma, paseando a mi perra, he visto como los jaramagos crecen en los resquicios de las aceras y hay quien asegura que hasta los pájaros cantan distinto porque ya no necesitan hacerse notar sobre el ruido del tráfico y las obras. Nos encanta el pie de foto de que la Tierra por fin descansa, acompañando imágenes de los grandes centros sin nubes de polución o de los canales cristalinos de Venecia. Por este Sur, se ha visto alguna foto de la playa de Bolonia tomada por las vacas, como si éstas no hubieran formado parte siempre de su paisaje, sobre todo hasta que a algún lumbreras se le ocurrió postularla a mejor playa virgen en una revista internacional de viajes.
Existe también otro fenómeno en las redes, que ha desplazado las habituales discusiones sobre cacas de perro en los grupos de barrio, para señalar la estampa menos amable de esta nueva cotidianidad urbana: imágenes de mascarillas y guantes abandonados en calles, aparcamientos y alrededores de supermercados. Cuestión de un tirón de orejas si fuese solo reflejo de cuatro descerebrados, el problema es que también he leído una noticia que afirma que han descubierto miles de mascarillas convertidas en residuos de islas deshabitadas. Casi todo el material sanitario y de protección frente al Covid-19 comparte la condición de estar fabricado con material no degradable, y no por falta de alternativas. Con la cantidad de cosas que no vimos venir, era previsible que esta no estuviera ni en el orden del día. De manera que la mala gestión de estos nuevos residuos se añade a la lista del impacto ambiental que generan las sociedades del progreso.
Hace años que las Ciencias Sociales tomaron de la Psicología –y esta, a su vez, de la Física- el término “Resiliencia” para referirse a la capacidad de las sociedades de reabsorber los choques de un progresivo colapso anunciado y organizarse frente a las quiebras sistémicas. Este paradigma tiene fuertes vínculos con las teorías decrecentistas que, en líneas muy generales, abogan por un descenso en el actual modelo de consumo de las sociedades capitalistas. Si algo ha evidenciado esta pandemia, es que los paradigmas explicativos de nuestra normalidad, la mirada capitalista y urbanocéntrica, que se proclamaban como adalides del desarrollo, resultan ineficaces para gestionar la complejidad que entraña una crisis marcada más por la decadencia que por la eventualidad.
El todopoderoso canon de la productividad y del crecimiento sin límites, destapa la fragilidad de sus cimientos, una sociedad consumista, disciplinada, homogénea, que ahora encara las consecuencias de la falta de herramientas para impulsar nuevas formas de cooperativismo en tiempos de crisis. Especialmente los contextos urbanos, cumbre de la dependencia del mundo laboral remunerado y de la interdependencia con los mercados globales, desafían la reconstrucción de una normalidad que ha de denominarse nueva porque carece de los recursos que posibilitaban el estado de normalidad anterior. Entre otros, el juego de la especulación, la hostelería y el turismo, pone de manifiesto la insostenibilidad de cualquier sistema que descuide el mantenimiento de su diversidad.
De la variedad de alternativas que ofrezca un modelo de sociedad, depende su capacidad para compensar la pérdida o el fallo de determinados sectores, así como la cohesión entre sus miembros facilita la resolución de estas problemáticas. Y ambos principios resultan poco probables en un modelo que alimenta sus condiciones de posibilidad en la medida en que parcela y jerarquiza las diferentes esferas de nuestra existencia. Por una parte, el modelo de producción capitalista se ha construido en función de una distinción radical entre ser humano –me inclinaría a escribir Hombre- y Naturaleza, atribuyéndose los primeros la capacidad de explotar sistemáticamente los recursos naturales y al resto de seres vivos con quienes compartimos la Tierra. En el mismo orden, partimos de un panorama societario desigual, en tanto la invisibilización del trabajo realizado en los hogares principalmente por mujeres, resulta esencial para la reproducción del capitalismo, por no hablar de otros elementos que contribuyen a un aumento de la población en riesgo en razón de edad, procedencia o función social, como muestran, por ejemplo, los procesos de neoesclavización de la población migrante en los campos de cultivo. Esta crisis ha revelado también las relaciones de poder entre las áreas urbanas y rurales, dándose la paradoja de que la cosmovisión de las primeras impone torpes fronteras al campo –llegando a imposibilitar el sostenimiento de los huertos de autoconsumo-, al tiempo que en las ciudades asistimos a la aglomeración de parques y se reclama flexibilidad en los perímetros, consecuencia de la escasez de áreas verdes.
Obviar el alto coste para la vida que acarreaba este modelo, va unido a la racional idea de encomendarnos a la Ciencia para sortear cualquier dificultad como acto de fe, e impide que nos preguntemos si no deberíamos, más bien, cuestionarnos nuestro modelo de vida para evitar estos problemas. A las puertas de un levantamiento progresivo del Estado de Alarma, nos quedan dos opciones. La primera, continuar con la cantinela de la resistencia, que hemos aprendido tan bien desde los balcones, resistir para seguir viviendo y seguir soportando golpes sin rendirnos, a pesar de los indicios de que este modelo de organización agoniza. Esto es, confiarnos a esta nueva normalidad, aunque no sepamos muy bien qué tiene de nueva ni qué de normal. La segunda, abrazar la perspectiva de la Resiliencia, aprovechando la experiencia de quienes, a pesar de todo, construyen en las brechas de este marco normativo, desde una mirada ecologista, feminista, antirracista e intergeneracional. Tal vez la clave está en no pensar estos valores como una excepcionalidad, sino en admitir de una vez por todas las graves consecuencias de la enajenación de los mismos en nuestra normalidad.