La poesía y el tonto solemne

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Con la división y especialización del trabajo que las formas productivas capitalistas fueron configurando, el oficio de poeta, antes mezclado con el de brujo, chaman, psicopompo, médico, veterinario, consultor sentimental, adivino, herbolario, etc. fue perdiendo sustancialidad hasta quedar, como en nuestros días, reducido a un señor tan pesado como aburrido que trata de torturar a los demás con sus diarreas mentales o su pretenciosa transcendentalidad meditativa que no interesan a nadie y que, a lo más, lo único que pone de manifiesto es la vanidad de un tonto solemne.

Es gusto de los Estados y Repúblicas que en este mundo son rodearse de ciertos personajes, presentados siempre como virtuosos y espejo del éxito personal, que se elevan a mitos colectivos en una época que ya no cree en los mitos, y con los que el poder trata de desdibujar su naturaleza despótica, clasista, mafiosa y criminal.

La panoplia suele ser amplia, caben desde corredores de coches a entrenadores de fútbol, desde tenistas a cantantes, desde travestis a todólogas… su presencia, como poder junto al poder, se justifica objetivamente bien porque han llegado primeros a la meta, han ganado un mundial, una copa Davis, el festival de Viña del Mar, han eliminado las estrías de su ano o bien se han acostado con todo el mundo.

También suele adornarse el poder con poetas, lo que ocurre, al contrario de con los citados más arriba, es que aquí es imposible apelar a algún elemento objetivo para justificar la elección que se hace, y esto no es nuevo. Ahí está la famosa anécdota de los viajes que emprenden en 1610 tanto el Conde de Lemos como el Duque de Feria a las cortes de Nápoles y París, respectivamente, y para las que se hicieron acompañar de los más famosos poetas de su tiempo, como los enaltecidos Lupercio de Argensola, Gabriel de Barrionuevo, Antonio de Laredo o Francisco de Ortigosa, mientras se dejaban en tierra, silenciados y denostados, a un tal Cervantes o a un Góngora, vistos ambos por la grey del Parnaso con harta desconfianza, uno por vulgar y el otro por ininteligible.

Se podría aducir que eran otros tiempos (aunque la verdad es que, por desgracia, seguimos instalados en esos mismos tiempos, al menos las prácticas no han cambiado), y que en un sistema capitalista lo lógico sería seleccionar al que más libros vende, pero teniendo en cuenta que la gente huye de los libros de poesía este criterio carece de validez, más cuando la edición de un libro de poemas obedece a una intrincada red de factores donde, al final, lo que menos importa son los poemas que contiene.

Si la gente comprara poesía es probable que cierto criterio economicista se estableciera y que, independientemente de que nos gustara más o menos lo que se vende (ahí están los best seller), al menos los que después saldrían en las fotos y en los cócteles serían, en efecto, los más vendidos, aunque fueran los más comprados por su capacidad de engañar a la gente, inducirlas a formas y conductas de vida suicidas y distraerlas de lo realmente importante que está sucediendo delante de sus narices, pero esto es otra historia.

De lo dicho, lo único que nos puede consolar es que al menos la poesía que hoy escribe el tonto solemne no engaña a nadie y por eso tal vez nadie se la compra. Tomemos esto, esperanzados, como un síntoma de que no todo está perdido para la cada vez más domesticada gente.

Imagínense que clase de traje le queda al tonto solemne si se lo hace siguiendo la divina inspiración que le transmite el encontrarse en esos momentos poseído por el espíritu de un sastre manco, en función del gusto de su abuelo que en paz descanse, sobre las medidas exactas recogidas en su propio ombligo, confeccionado con paños del siglo XIX y cortado gracias al sablazo que le pueda dar a su primo el alcalde. Pues eso, que como la red de factores que lo convierten a uno en el tonto solemne real, autonómico o local por excelencia, es tan densa, en poesía como en prehistoria, es mejor hablar del tiempo que de los orígenes. Porque, cuando se escarba, lo que se encuentra es que el tonto solemne de nivel estatal consigue el puesto por ser del mismo pueblo que el que manda; que el tonto solemne autonómico escala porque tenía un correpasillos geiper mejor que el de su contrincante, o era el mejor abrazando farolas o limpiándole el culo al tonto solemne que le precedió en tan alto estatus y que, por eso mismo, se lo dejó en herencia, o porque se tiene un hermano concejal o una prima consejera o amistad carnal con la hija del confesor general de la orden dominica. ¿Qué dónde está aquí la poesía? En ninguna parte, por eso, nosotros, nos acordamos todos los días de ella.