La tradición como trampa (I)

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Las sociedades, como los individuos, son el resultado de cierta educación, cultura, valores y una determinada publicidad. En la vida, asumimos con naturalidad hábitos de comportamientos, maneras de ser o de pensar (de repetir mientras creemos que pensamos). En definitiva, aceptamos hasta el punto de integrar sin haber sido cuestionado. En paralelo, ignoramos aspectos de nuestra vida cotidiana y sus consecuencias con “normalidad patológica”. Admitimos con cotidianeidad las implicaciones que nos llevan a ser como somos, como personas y pueblo.

Andalucía es una tierra densa en fiestas y tradiciones. No hace falta insistir en ese relato. Una religiosidad justificada como “popular”, el uso de animales sintientes en fiestas, las efemérides, ferias y fiestas… unas y otras celebraciones, ritos todos, forman parte de ese antropocentrismo al que tanto se refiere Isidoro Moreno como particular forma de entender nuestra sociabilidad.

De otra parte, es obvio que las tradiciones las fija y propaga el poder. En nuestro caso, con una justificada simbiosis entre dictaduras (primorriverista y franquista), con una singular preeminencia de la iglesia católica, ante una especial relevancia para el ejército y, por último, y no menos importante, de una característica tradición a una aristocracia monárquica. Condicionantes todos que han venido a lo largo del último siglo a definir un papel muy concreto en lo que llamaríamos derecha o izquierda. Conductualmente, se ha forjado y normalizado un estereotipo de vida común vinculada a un sentido de pertenencia y pensamiento único. Bajo este condicionante, por citar un solo ejemplo, es imposible encontrar una derecha laica como ocurre por Europa.

No resulta baladí tampoco observar como a los andaluces exhibimos con orgullo nuestras tradiciones como espectáculos. El Cicerone que llevamos dentro se vuelve narcisista en su contemplación hedonista de la vida, y recurre a lo carnavalesco para digerir con sentido del humor su cruda realidad. El aplauso es así traicionero porque nos acomoda, nos enroca, en una vanidad ilimitada autocomplaciente, conformista y poco autocrítica.

En este escenario siempre me he preguntado hasta qué punto la indolencia, a la que ya se refería Blas Infante como propia de este pueblo, se puede justificar (o al menos argumentar en parte), por ese sentido de la existencia. Lo cierto es que la mayor parte de las tradiciones están poco acostumbradas a ser analizadas en profundidad y, sin embargo, encauzan y determinan el quehacer de muchos de nosotros. Me cuestiono hasta qué punto las tradiciones son lastres para el avance de las mentalidades hasta el punto de argumentar -por ejemplo- una devoción pasiva y superficial que no permite una creencia acorde con los sucesos de nuestro tiempo o una profundización capaz de generar conductas solidarias. Hasta qué punto estamos envueltos en un sistema primario de percepciones y emociones que nos amarra a prejuicios y relega nuestra libertad y entendimiento. Cierto es que todo parece indicar que, ante un panorama de tradiciones y costumbres muy establecidas, cíclicas por regulares, el proceso cognitivo personal y social que genera, poco invita a tomar nuevas decisiones siquiera para acomodarlas a un tiempo de retos.

Entre la continuidad y elegir o generar nuevas conductas, la herencia es acomodaticia y prorrogada: resulta difícil percibir la necesidad de cambios por muy necesarios que fuesen. La tradición no deja de ser algo que protege un ritual como miedo al cambio. Como niños que repiten y repiten para prolongar su propia existencia por miedo a un vacío.

(sigue)