Andalucía está sumida en tradiciones que la atenazan y le impiden visibilizar realidades y caminos. Sólo las sociedades democráticas sanas son críticas. Por lo general, en conjunto dichos ritos están para perpetuarse lo más fielmente posible y cuanto más añejas mejor (Curiosamente, el traje de flamenca puede ser una excepción ya al capricho de los mercantiles intereses de las moda). Dejan poco espacio para inéditas experiencias o para enfoques más contemporáneos, sin tener por ello que renunciar a su esencia. Antes que el descubrimiento o el cuestionamiento, predomina la imitación y la reiteración. El enroque perpetuo y el recelo ante cualquier posibilidad de cambio, en la medida también que el goce personal llega por el desarrollo de lo conocido, por lo inmediato y, generalmente, por lo local. No sé si eso llega a explicar la falta de compromiso de muchos andaluces con una actitud activa con el cambio climático, por ejemplo, reciclando (somos la Comunidad que menos lo hace); o si, en otros ámbitos, nos condiciona el emprendimiento o el buscarse la vida fuera de esta tierra.
Soy consciente que en pocas líneas no puede cerrarse un debate que, por otro lado, sólo pretendo espolear. Pero por añadir más leña al fuego, toda tradición cíclica, por anual, suele estar siempre asociada a una visibilidad de grupos y élites de poder -más allá del económico, aunque también, en la mayoría de los casos- los cuales son quienes marcan autenticidad y fidelidad. Sectores que son protagonistas ciertos días al año y tiene el poder de la convocatoria social como guardianes de unas esencias inamovibles para las que cualquier alteración, cuestionaría su continuidad al estar asociada con la idea de ruptura y desaparición.
Por el peso de las tradiciones, ni pretendemos justificar el retraso secular de Andalucía ni su ideal vegetativo. Me conformo con hacer pensar hasta qué punto las tradiciones paralizan el progreso de las mentalidades, a medida que su arraigo canaliza energías hacia las mismas pautas, conductas y reflexiones. Podríamos debatir si este abrazo al relato tradicional es una decisión consciente de los andaluces o una consecuencia más de su retraso económico, pero donde tenemos menos dudas es en el hecho de que este pueblo debe limitar el peso de sus tradiciones para iniciar sinergias ante metas inéditas. Incluso, ante el siempre subjetivo criterio estético.
Dicho esto, no se trata tanto de indagar si los andaluces desean la tradición a los cambios, o si esa preferencia es impuesta o hasta qué punto “espontánea”. Lo que creo debe preocuparnos es que esas energías puestas sobre un pasado que se repite, no anule las referidas a los necesarios cambios y desafíos que aparezcan. En este sentido, no nos cabe la duda que para derivar la conciencia de los andaluces hacia posiciones más avanzadas, no basta con superar hábitos ya tatuados en la piel de un pueblo durante siglos. Y tampoco para ello, tendría que perder ni su idiosincrasia ni su identidad. Lo que sí es incuestionable es que otros pueblos del Estado o del continente, aceleran sus procesos históricos mientras aquí la sumisión se disfraza de hábitos secularmente arraigados. Nuestras energías parecen consumirse y agotarse en afianzar unas conductas, por otra parte, hábilmente sujetas a presumibles manipulaciones por vía del apego, arcaicos modelos, la costumbre y o el sentimiento, debidamente aderezados con dosis de una nostalgia que se enroca en el pasado antes que en la realidad. La resistencia a la hora de aceptar la pluralidad de posiciones es otra demostración más.
Paradójicamente, para complicar más esta reflexión, a falta de industrialización y otras estrategias para el desarrollo, las tradiciones parecen convertirse en fuente de ingresos a través del turismo. Cuestión que acentúa todavía más, no sólo la dependencia hacia este monocultivo económico y, a su vez, a la tradiciones más tópicas y estereotipadas, sobre las que, algún día, tendremos que cuestionar su sentido más cultural en la magnitud más esencial y evolucionista del término.
Es manifiesto que nuestras instituciones de autogobierno y su “brunete mediática”, poco han hecho para condicionar unos comportamientos y actitudes que, por contra, vienen siendo hábilmente manipulados hoy desde los sectores más integristas, reaccionarios y esencialistas. Superada la cultura agraria hemos alcanzado sensibles cuotas de ensimismamiento cultural (¡). Y ahí está la trampa: justificarnos como pueblo sólo bajo dichos parámetros, cuando la supervivencia de Andalucía está en su capacidad sobre discernir qué tradiciones deben evolucionar.