En el escenario político de este Estado, al igual que ocurre en buena parte de Europa, no existen partidos conservadores con solera centenaria como sucede en la izquierda. En el ejemplo español con sus dos dictaduras del siglo XXI, no ha existido necesidad de que aparecieran en la medida que el partido único estaba mimetizado con el poder. Ambos regímenes militares no sólo han perseguido un sistema de pluralidad parlamentaria, sino que sus respectivos brazos -Unión Patriótica y Falange- eran de todos menos un partido al hilo de la naturaleza que marca la Ciencia Política. Meras correas de trasmisión de principios y directrices al servicio de su dictadura. Aquellas derechas no precisaron partido porque el Estado en su conjunto estaba a sus órdenes.
Eso explica que la derecha no contase con estructuras y pluralidad de siglas: ha sobrevivido a la sombra de los regímenes que han marcado la contemporaneidad. Las distintas tendencias habidas se han encuadrado más en círculos de relaciones corporativas -profesionales, amistades y hasta religiosas- siempre ausentes de nutrida presencia o respaldo en la sociedad civil. Entre otras cuestiones, además, porque su influencia se ha retroalimentado en una dimensión asociativa, endogámica elitista, bien cultural o doctrinal.
Esto explica que la derecha española se reorganice en los setenta al hilo del adivinable final del dictador. Una vez dejó de servir en el tránsito y ante la “peligrosa” irrupción socialista, marginado el conductor y aparcado su vehículo centrista en la vía muerta, la derecha salió del armario en la medida que fue consciente de que no llegaría muy lejos bajo el traje de Alianza Popular y sus lastres franquistas. Sin “tutelas ni tus tías”, se refundaba el Partido Popular.
Aquellas “asociaciones” que juraban para ser legales los Principios Fundamentales del Movimiento y abominaban de partidos, tuvieron que reconvertirse y fabricarse un traje “popular” para posicionarse, dentro de una lógica bipartidista, como alternativas a un socialismo -tipo PSOE- que sólo lograron vencer por desgaste al paso de varias legislaturas.
Ese neo franquismo de “nuevas generaciones” bajo el mandato de Aznar fue incapaz de desarrollar un relato más allá de la dialéctica alrededor de las dos Españas. Con un estilo discursivo cercano a falange, viejas familias emergían ahora en el nuevo régimen para implantar una dinámica de poder interna alrededor de la mesa del consejo de ministros, de la representación institucional y de la militancia política. Las distintas élites en su seno marcarán el camino, articuladas en torno a dos corrientes intelectuales: la nacionalcatólica y la neoliberal.
La simbiosis de ambas explica lo que hoy sucede en el Estado como vamos a comentar. El aprendizaje democratizador de lo que se ha considerado exageradamente como el mayor tiempo de democracia en España, parece caído en saco roto. Lejos de una mentalidad plural y tolerante inherente a toda democrática, la dicotomía entre polaridades esconde la riqueza de los matices y levanta polvaredas de odio y enfrentamiento de incalculadas consecuencias. En este sentido, la transición pudo ser rápida, frágil y, en realidad, una transacción; pero no cabe duda que al devenir de las legislaturas se ha forjado un país abrumado por los mismos resortes que se daban los últimos años del dictador. Llámenme exagerado si quieren, pero lo peor que puede suceder es que ese proceso de normalización se enquiste sin evaluación ni cambio. Se puede aceptar que la transición se pudo desarrollar con más o menos acierto, con multitud de apoyos y condicionantes, recuerdos recientes e inexperiencias… Sin embargo, no fue obligatorio tiempo más tarde, hacer muchas cosas como se han hecho. Se podrían haber corregido limitaciones iniciales para alcanzar así una nueva legitimidad y una sensibilidad de respaldo al sistema parlamentario que vivimos. Hubiese sido una buena oportunidad de desatar todo lo “atado y bien atado”.
Ha tenido que venir Paul Preston para señalar la llaga: los periodos más corruptos de España son las dos dictaduras y los gobiernos de Rajoy. Precisamente, este último no ha venido sino a reforzar las posiciones antes ensayadas por Aznar y su decadencia ha dado paso a la impronta más genuina de la familia conservadora hasta ahora oculta por subordinada a la estrategia “popular”: el neofascismo. Los hijos de los fascistas lo son más que sus padres y reclaman sin pudor otro 36.
Los procesos de mutación constitucional más bien han ido en sentido contrario y, de aquellos polvos estos lodos. La derecha se ha radicalizado porque la izquierda se ha inhibido de hacer su papel y no ha plantado cara a sus mentiras: espera a ver qué hacen antes de actuar. Con ello, la aplicación de la nueva Ley de Memoria será la prueba del algodón. Nadie podrá negar que es toda una “legítima” anomalía que en el Parlamento de Andalucía se sienten diputados que cuestionan la existencia de Andalucía y consideran ilegítima sus instituciones (pero cobran de ella sin reparo); nadie podrá cuestionar que es un contrasentido que en el Congreso y Senado se sienten señorías que no creen en el parlamentarismo ni en la pluralidad… Mientras están crecidos, tenemos la responsabilidad política, social y de higiene democrática de que no avancen.
Creo que estamos en el año cero de lo que está por venir. Carecemos de una visión de futuro nítida y de horizontes despejados. La única certeza es la profundización en una crisis por razones de todos conocidas. No obstante, es tiempo de tomar el destino con las propias manos. Es hora de revisar a fondo lo que tenemos y queremos, lo cual dibuja -necesariamente- un escenario constituyente. No existe otra salida más legítima, justa, participativa y democrática. Y es en ese espacio donde Andalucía se la juega, lo cual ya justifica que no seamos meros espectadores ni sucursal de nada ni nadie.