La vereda de la campiña

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Tomando la ciudad

Las aguas rápidas del Guadajoz son la dulce recompensa a una entusiasta y apasionada mañana de vereda, lomas, terrones y sol omnipotente. El paso del rebaño de Merinas de Las Albaidas por la ciudad de Córdoba ha despertado pronto e inesperadamente a muchos vecinos que, somnolientos se asomaban a ventanas y balcones. Hoy han cambiado la sonata tecnológica del equipo digital de la mesita de noche por una melodía de cencerros y balidos que, a temprana hora, como una marea lanuda, tiene la crecida por su calle.

Apenas cuatro ganaderías quedan en el área de influencia de Córdoba de las más de cuarenta que gestionaban el territorio hace apenas veinte años. Realizan una trashumancia de corto recorrido, llamada trasterminancia. Igual de dura, igual de exigente en cuanto a la logística y los riesgos, a la exigencia física para ganado y pastores. Explicada igualmente por los cambios climáticos y ecológicos del territorio.

Los rebaños cordobeses pasan el invierno y la primavera en las partes altas adehesadas, aprovechando los pastos de las milenarias encinas, complementando otras actividades rurales y agrícolas. Cuando los rigores de la primavera y el verano secan la dehesa, se produce el milagro, en realidad un aprendizaje de siglos: miles de cabezas de ganado ovino se van a la campiña sur cordobesa, una vez que han sido segado los campos, para aprovechar la rastrojera, los restos que han quedado inertes, olvidados, los despojos de la siega, que yacen en los campos de trigo, cebada, alfalfa, habas o garbanzos. Como si de un milagro se tratase, gracias a ellos se alimentarán de forma muy saludable mucho ganado, varios miles de ovino y caprino principalmente.

Con ello, lo que hubiese sido un residuo, un desperdicio, un outsider del ciclo de la apisonadora mercantilista, se convierte en el alimento vital del ganado y la viabilidad de numerosas explotaciones ganaderas, o lo que es lo mismo, el sustento de un gran puñado de familias. Las ovejas a cambio de estos granos y paja desechados, remueven el terreno, lo limpian y le devuelven al suelo generoso, el humus como servicio natural de abono, completando un círculo virtuoso.

Los rigores del verano en la rastrojera no admite aficionados ni imprudentes. El verano es tórrido, seco, largo. La tierra puede tardar en humedecerse desde el cielo hasta tres meses, el alimento que hay, que habrá disponible es el resto de la agricultura hecha en invierno y primavera. Por ello es crucial la experiencia y la sabiduría de los ganaderos, aprendida de generaciones, en muchos casos de familias sorianas que antiguamente bajaban a estos páramos cuando los rigores del invierno castellano las invitaban cortésmente a seguir a sus rebaños al sur por simple instinto de supervivencia.

La ganadería extensiva es la actividad económica más importante de la historia, su origen se encuentra hace 15.000 años, en el Paleolítico, cuando el suroeste ibérico (Andalucía, Algarve, Alentejo, Extremadura) era el único lugar donde el pasto vencía al hielo, el único lugar de Europa que permitía la existencia de muchas especies de herbívoros (y todas las especies que de ellos dependían, incluida el homo sapiens).

La ganadería extensiva es la que nos ha previsto de proteínas, de abrigo, de vida al territorio. Valorarla, defenderla es apelar a la raíz de la identidad humana en general, e ibérica en particular. Supone escarbar en las raíces más profundas de la ecología. Su reivindicación es el fruto de encontrar en ella la solución ecosistémica más potente para conseguir la dinamización de muchos pueblos y comarcas del interior peninsular. Por eso, tras una toma de conciencia personal y colectiva, no nos queda otra que trabajar para que la ganadería extensiva y trashumante sea reconocida y respetada. Identificada como parte de la solución a problemas estructurales globales como el despoblamiento, el cambio climático, la gobernanza, la salud.

Los aficionados, cuando tenemos la oportunidad, la suerte de acompañar a las merinas, de seguir de reojo las evoluciones de los pastores, tenemos que ser esponjas para que se nos pegue, además del polvo en los brazos, en el cuello, en el paladar, su sabiduría.

Resulta bellísimo observar a las ovejas, su cadencia de movimiento, individual y colectivo, su inteligente manera de alimentarse, seleccionando plantas y brotes, ramoneando y a la vez dejando las plantas con hilos suficientes para que vuelvan a salir adelante. Es maravilloso descubrir las flores, las plantas aromáticas y medicinales que descubres por el olor al paso del ganado. Arrebata cuando percibes al pastor concentrado en la cadencia de los machos castrados de cabra, en la evolución de las madres, en la leve cojera de alguna joven, recostado en el callao, revirado el sombrero para sacar el máximo partido a la sombra de su ala, se visualiza su conexión con la tierra, el aire, el cielo, la luz, la noche, el día, el agua. “No pegar a los pastores, que son amitos míos. El que pegue a los pastores que se venga a ver conmigo” reza una tradicional jota castellana.

Mientras caminas por la tierra enredado con 1400 seres más, tus huellas dejan de ser propias para convertirse en una estela colectiva de polvo a las espaldas. En la vereda, los espectadores son los campos segados de trigo, las garbanceras, los olivares, los tarajes en las zonas bajas, los señoriales cardos en las altas. Los caracoles impasibles en sus asideros, las cigüeñas, los milanos, los vencejos, los abejarucos en el cielo. Y el ganado, que aporta una cautivadora coreografía al paisaje.

En Córdoba, como en tantos otros lugares, la modernidad hace suyos los caminos, los nombres, los usos. Pocos sabrán que el puente romano era una encrucijada de caminos de ganado. Que las principales vías de comunicación fueron primero ganaderas: La Vereda Real Soriana, el Cordel de Écija, la Vereda de Granada, la Vereda de Trasierra, el Camino del Arroyo del Moro. Hoy, topónimos de avenidas o polígonos industriales, fueron durante siglos los caminos reales que trazó el ganado que, en su genética sabiduría, sabían encontrar los mejores pasos, los rumbos más eficientes.

Y es que hemos expoliado el patrimonio ganadero. A los trashumantes se les ha destruido y despojado de toda la red de infraestructuras creadas durante milenios. Son demasiados kilómetros de cañadas usurpados. Son demasiados los lugares en los que no quedan abrevaderos, reposaderos, descansaderos, árboles que ofrezcan cobijo. Curioso pago para la actividad que ha criado el paisaje que hoy nos da de comer y beber, que nos permite respirar.

Hay que ser  valientes. Saber lo que ha ocurrido, lo que está sucediendo en muchos pueblos es una responsabilidad. Porque no hay un éxodo rural elegido, es forzado. Porque coger como criterio exclusivo la productividad de algunos outputs, aplasta otros beneficios colectivos. Con el éxodo rural pierde el campo, el territorio, pierde la salud ambiental, animal y humana. Perdemos todos.

No todos podemos coger el callao, calzarnos el sombrero de ala ancha, meternos las perneras por dentro de los calcetines y manejar con soltura el ganado, leer sus necesidades, anticiparse a sus querencias. No todos somos capaces de aprender a caminar al paso que ellas pidan, acompasar el corazón con el ollar de las pezuñas, comandar a los enconados machos de blanca andaluza y negra serrana castiza, sonreír con la mirada al perro que levanta la cola en su trasiego. Soportar los rigores del viento, de la noche, del silencio. Pero tenemos la obligación de entenderlo, respetarlo y defenderlo.

El hombre, como especie, le gusta definirse como el que tiene los pies en la tierra y la cabeza en las nubes, pero parece no dedicar demasiado a mirar adelante para aventar el mejor camino a decidir porque tenemos una sociedad cada vez más volátil, más líquida, más rápida, mas virtual, más individual, más atosigada, precipitada, menos real, menos enraizada.

La ganadería extensiva técnicamente produce carne, leche, lana, de inigualable calidad, pero dejar su supervivencia en manos de ratios de conversión es una descomunal irresponsabilidad. Porque también permiten el arraigo de las personas a sus pueblos, favorecen actividades complementarias, previenen incendios, mejoran la biodiversidad, mitiga el cambio climático, mantiene patrimonio social y cultural. Porque produce toda una serie de bienes públicos que son imprescindibles para todos. Hay que reconocerlo mediante el establecimiento de medidas de reequilibrios económicos territoriales, rentas asociadas a la generación de sostenibilidad y dignidad. Reconocer el papel esencial del ganadero para el mantenimiento y progreso de nuestra sociedad sea hace imprescindible, ineludible, inaplazable.