El pueblo de Marinaleda, tan conocido por sus luchas, tiene el dudoso honor de mantener en la alcaldía a uno de los ediles más antiguos del Reino, Juan Manuel Sánchez Gordillo, que lo es desde 1979. En un libro que publiqué en 1996 sobre el “Poder Popular” de Marinaleda afirmaba que podían escribirse trescientas páginas sobre la política local sin mencionar ningún nombre privado, pero ni una sola sin mencionar a Gordillo. Ha habido y hay otras personas con peso político, pero todas reemplazables y todas fuera (o expulsadas) de la llamada “Asamblea del Poder Popular de Marinaleda”. Una “Asamblea” tan poco asamblearia que no ha admitido en estos cuarenta años otra palabra política que la del Alcalde. Podría pensarse que su perennidad y su monopolio de la palabra política es una anomalía, una singularidad, pero es un caso más, aunque peculiar en las formas, de un mal muy extendido por las ciudades y pueblos andaluces: la abundancia de caciques locales, últimos eslabones del clientelismo partitocrático que se eleva hasta las más altas instancias del Estado.
Primeras impresiones, como las propias de turistas políticos, pueden llevarse la idea de que el “Poder Popular” irradia una intensa vida política: el turista que asiste a alguna “asamblea del Poder Popular” o alguna “lucha” ha podido ver todos estos años (ya mucho menos) ancianos, ancianas, niños correteando por los pasillos, madres que dan la teta a sus bebés, camaradería (eso vi yo en mi primera asamblea allá por 1991)… y llevarse fácilmente la impresión de un pueblo que delibera, decide consensualmente y practica el apoyo mutuo. Pero no: el discurrir político en Marinaleda es de atonía rayana en el apoliticismo, es decir, de casi ausencia de pronunciamientos políticos singulares de vecinos y vecinas en el espacio público. Y esto no ya desde la égida de Gordillo, sino desde que lo impusiera militarmente el dictador Franco, que aconsejaba a sus ministros que no se metieran en política. Así que las generaciones vivas en este pueblo andaluz no han conocido genuina vida política, que es polifónica o es otra cosa: dinámica más o menos tumultuosa de facciones, camarillas, secuaces…, pero no genuina política ni mutualidad recíproca. Porque las ruidosas y pintorescas luchas de los marinaleños comandados por Gordillo no implican vida política local, pues marchan como tropa desarmada a las órdenes de Gordillo, que no es mutuo de nadie sino comandante de todos. Ello con independencia de que el Alcalde obtenga de los jefes de partido de Sevilla o Madrid lo que se propone al movilizar al grupo de los anónimos y disciplinados marinaleñxs.
Así que la vida política de Marinaleda no es una excepción, un “espacio liberado”, como dice el Alcalde. Ni una anomalía en la “democracia andaluza”, como dice “La contra” (nombre que dan los del “Poder Popular” a los que se han amotinado contra Gordillo): Marinaleda está dentro de la normalidad apolítica de Andalucía. Y el resorte fundamental que permite a Gordillo perpetuarse como comandante del “Poder Popular” no es de naturaleza política, sino jerárquica: la ocupación del cargo de Alcalde, desde el que maneja con suficiente discrecionalidad los recursos públicos del régimen clientelar del Reino, convirtiéndolo en el cacique local. Sin rival en Marinaleda, como en tantos municipios en los que el Ayuntamiento es la fuente principal de empleo, o casi la única fuente de empleo (“La empresa”), o donde el primer edil es, por su familiaridad en los entresijos del Partido, un mediador estratégico en la consecución de subvenciones, viviendas públicas y otras prebendas.
Son muchos los pueblos en los que el Ayuntamiento es la instancia principal en la distribución de empleo y prebendas y en muchos de ellos permanecen por lustros y décadas Alcaldes-cacique. Es difícil que en ellos cristalice y prospere un grupo opositor, que tiene que pivotar sobre personas cuyos medios de vida no dependan directa o indirectamente de “La empresa municipal”. Y son pocos los vecinos y vecinas a salvo, y muchos menos quienes pueden mantener lejos de las redes clientelares a sus familiares. Pese a todo, algunos grupos prosperan y llegan a rivalizar con los Alcaldes-cacique y los suyos, pero, ay, dada la cultura apolítica imperante, suelen adoptar pronto la estructura y los usos presidencialistas y jerárquicos, nada políticos, que definen la vida de las partitocracias.
Y sin embargo, en medio de semejante panorama, cuando lo fácil es “no meterse en política”, o sumarse al coro del líder político rival, encontramos aun personas que, por bizarría y decencia, alzan su voz, se “señalan” (lo que no quería Franco ni quiere ningún cacique) y se obstinan en sostener un criterio propio sobre lo público y común. En Marinaleda, que tampoco en esto es una excepción, las ha habido siempre. Pagan un alto coste, pero es que la decencia tiene un alto valor.
También la soledad a que se condenan los caciques tiene un alto coste, pero ninguna decencia. El alcalde de Marinaleda está más recluido, ya casi no asiste a las “asambleas”, que a falta suya carecen de monólogo político, porque conversación no la hubo nunca. Crecen el secretismo y los rumores. En las últimas elecciones hemos visto vídeos en los que Juan Manuel profiere insultos a sus adversarios… ¡Cuántos casos conoce la historia de tiranos, tiranuelos, caciques y caciquillos que siguieron una deriva de degradación! Los jefes de Izquierda Unida que respaldaron sus candidaturas, y también los recién llegados de Podemos (los de la “nueva política”), conocen sin duda la deriva del “Poder Popular”, pero callan. Todo un síntoma.