Sólo sé que no sé casi nada (o Sólo sé que soy andaluz)

1665

Por Julio Díaz

“Creo que, por el nacimiento, la naturaleza señala a los soldados de la vida el lugar en donde han de luchar por ella. Yo quiero trabajar por la causa del espíritu en Andalucía porque en ella nací. Si en otra parte me encontrare, me esforzaría por esta causa con igual fervor.»  

B. Infante

 

No hay laboratorio sociológico mejor para pulsar la realidad que un bar que martillea a sus clientes con la televisión puesta a todo volumen. Ahí es posible presenciar la paradoja de nuestro tiempo social en dos actos y sin anestesia:

Acto 1: Se abre el telón y se ve un trabajador medio andaluz tomando un carajillo y viendo la tele. Tiene aspecto de estar esperando una llamada para sacarse algún dinerillo haciendo un “chapú”. Voz en grito, aprueba la puesta en prisión de un político catalán. Sin disimular el orgullo por dominar una terminología, grita ante la concurrencia que “es obvio que ha cometido delitos de rebelión y sedición” (Currito dixit). “Que se pudra en la cárcel”, se oye. La parroquia aprueba los argumentos y celebra la locuacidad de nuestro analista político.

Acto 2: Vuelve el silencio y la pantalla sigue escupiendo noticias a las vidas de salarios precarios allí presentes: “La factura de la luz ha subido un 25% en el último año, completando un incremento del 78% en los últimos 15 años”*. 400€ más de media por hogar al año. La información es un auténtico drama para miles de hogares españoles, incluyendo a casi todos los que estamos en el bar. Nadie se da por aludido y la noticia no levanta comentarios. A continuación, la pantalla muestra el gol anulado en el último minuto del partido de la noche anterior. Se baja el telón y se retuerce de dolor. Se suicida el telón. Fin.

La escena anterior no es un ejemplo aislado. Vivimos en un contexto de absoluta vorágine informativa y de caos político y social. La hiperconectividad se ha adueñado de los cauces tradicionales y a escala humana de comunicación. Así, se hace muy difícil desarrollar un criterio propio desde el que afrontar la cantidad inmensa de situaciones a las que tenemos que enfrentarnos y posicionarnos diariamente. Hay días que uno parece una bola rebotando aleatoriamente en una máquina de flíper prestando mucho atención para no caer en el agujero del hastío, el prejuicio o la rabia.

Aunque te creas a salvo, no piensas lo que quieres sino lo que estás programado a pensar. Un ciudadano medio en una misma mañana tiene que digerir un alud de titulares sobre la situación en Cataluña (casi todos interesados o parciales); interpretar datos sobre el Euríbor; atender la última chorrada apocalíptica de Donald Trump; apartar la mirada de cientos de wasaps con vídeos frívolos, graciosos, insulsos o de mal gusto; otro horripilante y macabro asesinato machista que leemos pasando la página del periódico; abstraerse del torrente informativo sobre el no gobierno y las artimañas de unos y otros para evitar ponerse de acuerdo en las cosas importantes, en las cosas de comer; la emergencia climática se ha convertido en trending topic y, fiel al origen de este anglicismo, todo el mundo habla de ella pero nadie está dispuesto a mover un dedo para mitigarla (bueno, un dedo sí: para hacer clic en “me gusta”. Pero poco más)… Aunque lo percibamos como nuestra trinchera, el móvil se ha convertido en un ladrón de tiempo del que rebosan decenas de notificaciones que nos distraen de ver el sol al amanecer o disfrutar de una bonita que nos cruzamos por la calle. Nos está robando la capacidad de apreciar y de entender el mundo.

Además, leer la misma noticia en dos periódicos diferentes es quedarte con la sensación de que uno de ellos, o los dos, te está engañando. La verdad es un animal escurridizo al que, como la felicidad, da la sensación de no poder alcanzar nunca, salvo cuando el asunto ya no importa o ha prescrito y los protagonistas son inmunes al delito, son presidentes de algún gobierno o han muerto.

Con este torrente de estímulos que abordamos a cada minuto la memoria se acorta y empequeñece. Con ella, se empequeñece también nuestra defensa frente a la amenaza homogeneizante de la globalización y, por ende, nuestra identidad. Da repelús comprobar como un joven danés tiene los mismos referentes, juegos e intereses que un una chica de ascendencia senegalesa que vive en Trebujena.

Ante todo el tsunami alienante anterior, y no importa de dónde vengas o a qué te dediques, si tienes estudios superiores o no has terminado el bachillerato, a veces a uno le faltan argumentos a los que aferrarse cuando tu cuñado te pone en un aprieto maniqueo o alguien te sale con un dato fuera de contexto mientras te chorrea el aceite de la tostada de la mañana. Nos faltan asideros para no resbalar en los charcos que cruzamos cada jornada.

Estamos jodidos. E indefensos. Pero disponemos de una herramienta para salvarnos. Es rudimentaria mas funciona con la precisión de una llave que se encaja en la cerradura y la hace girar, abriendo la puerta. Ante la emergencia climática, las diatribas territoriales, la amenaza de la globalización, la alienación tecnológica, el machismo arraigado, el hastío político… Sólo una posición te salva: el saber que la respuesta está en lo más cercano y simple. En aquello que te conecta directamente con tu yo histórico, ese heredado de tu abuelo hortelano y tu abuela panadera. De tu tío lechero y tu tía cocinera. O aquellos otros que te contaban historias antiguas del pueblo junto a la lumbre en invierno. Las que ya sabían, sin saber nada, interpretar el universo con sólo mirar el cielo estrellado bajo la parra en verano. Los que no cogieron ningún avión para hacer el viaje más trascendental de sus vidas: hacía dentro de sí mismos. Abonadas a la red social más importante del mundo que era la tribu, la amistad y el cuidado mutuo. Aquellas que albergaban ciertos conocimientos tan ancestrales y absolutos que hoy, en esta sociedad nuestra del capricho, serían tachados de radicales-revolucionarios: Comer salmorejo en verano y mazamorra en invierno. Esos mismos que casi todo lo que comían era bio sin necesidad de leer la etiqueta e iban en bicicleta sin subir fotos a Instagram. Para los que el término “medio ambiente” no existía porque su ambiente y su medio formaban un todo completo y complejo, y con su estilo de vida estaban a la vanguardia ecologista de cualquier política medioambiental habida o por haber.

Disculpen la aparente simpleza, pero en mi caso, y lo digo con rotundo convencimiento, la respuesta se llama Andalucía. Soy andaluz, y como diría Carlos Cano, “ser andaluz es mi manera de ser persona”. Pero si me hallara en Castilla, Valencia o la Patagonia, la respuesta estaría a la misma distancia. La que separa mi mente contaminada de mi alma acogedora. La que va del odio aprendido al amor derrochado en los veranos en la plaza. La que me permite disfrutar de mi memoria y maravillarme con lo que viene de fuera. La que no antepone los intereses propios a los de nadie. La que recoge el higo de la higuera y lo lleva a la mesa. La que no grita “¡A por ellos!” sino “Apoyemos”. La autosuficiente, distinta y digna como cualquier otro pueblo de España, de Europa o del mundo. La que pide libertad, tierra, paz, esperanza y luz para sí misma y para la humanidad. Ni un gramo de dignidad más ni menos que el que merece cualquier otro pueblo del planeta.

Hagan la prueba. Inténtelo sin prejuicios. Borren “Andalucía” y “andaluz” e introduzcan su lugar de origen y su gentilicio. No importa cuál sea, si han nacido, crecido o nunca han estado allí, o si es grande o pequeño. Aquel que les conecta con su yo histórico, el que agarraba la mano de su abuelo mientras esperaba que pasara la tormenta, en el brasero. Y afronten desde ese prisma los titulares de prensa y las disputas propias y ajenas, verán como la vida se ilumina y el mundo se encaja con el alivio de la última pieza que completa un puzle que parecía imposible.

Autoría: Julio Díaz. Maestro. Aprendiz. Cicloviajero.

(* Datos publicados por Facua a febrero de 2019)