La protesta de lxs agricultorxs (que no son un grupo homogéneo, sino todo lo contrario) se centra en los bajos precios que perciben por sus productos, sobreentendiéndose así que en todo lo demás el funcionamiento de “los mercados” garantiza no sólo la mejor manera de satisfacer nuestras necesidades alimentarias, sino también la máxima eficiencia y la máxima equidad en la generación y la distribución de la “riqueza” asociada a este sistema agroalimentario globalizado que rige lo que comemos. Esta disfunción en el precio sería un fallo o más bien una imperfección del mercado que cabe corregir con algunas “medidas concretas” que permitan volver al “correcto funcionamiento” que eventualmente se ha visto alterado.
Este es un tratamiento para aliviar los síntomas a la vez que se ignoran o encubren las raíces del problema, reclamándose simetría y equidad para el eslabón más débil de una cadena alimentaria que se ha venido construyendo de manera crecientemente asimétrica, jerárquica y desigual. De sobra es sabido que en este régimen alimentario corporativo unos pocos grandes imperios de los agronegocios deciden y organizan lo que comemos.
En la búsqueda de nuevas fronteras para la acumulación de capital, la concentración de poder en las grandes corporaciones que “rodean” la agricultura no para de crecer. En los últimos años las megafusiones han puesto en manos de tres grandes corporaciones el control del 80% de los paquetes tecnológicos que compra la agricultura industrial. Por el lado de las ventas de los productos agrarios, el acceso a los mercados alimentarios está controlado en más de un 80% por la gran distribución, que con esa llave en sus manos se sitúa en una posición privilegiada de poder, con todas las ventajas para fijar las condiciones y apropiarse de valor en la cadena alimentaria.
Pero la presión de las megacorporaciones sobre la agricultura como fuente de apropiación de valor se intensifica con la generalización en la cadena alimentaria del gobierno del capital financiero, acentuado especialmente desde principios de este siglo. Las reglas del juego financiero llevan ahora a estos gigantes del agronegocio a cumplir con un mandato que está por encima de todo lo demás: conseguir la máxima remuneración para el accionista. Lograr el mayor aumento del valor de las acciones en los mercados bursátiles. Un mandato ante el que no se repara en daños, porque la gran corporación se juega aquí la continuidad de su financiación y con ello su propia supervivencia. Desde estas reglas del juego, la apropiación de la máxima cantidad de valor en el eslabón más vulnerable de la cadena resulta para la gran corporación una cuestión de vida o muerte. Su posición privilegiada de poder le facilita el cumplimiento del mandato.
En los campos andaluces, el capital financiero empieza a gestionar directamente esa apropiación de valor. Atitlán, un fondo de inversión presidido por el yerno del dueño de Mercadona, atiende a la creación y apropiación de valor que reclaman sus inversores colocando fondos en la expansión del olivar superintensivo, a través de Elaia, la compañía olivarera más grande del mundo, con miles de hectáreas repartidas entre Andalucía, Extremadura, el Sur de Portugal y Marruecos. Con una escala de operaciones fuera del alcance de la gran mayoría de lxs agricultorxs y con un tipo de cultivo, el olivar superintensivo, en plantaciones que multiplican por cinco la densidad de árboles sobre el cultivo intensivo. La reducción de costes monetarios se consigue intensificando la apropiación y el deterioro de bienes comunes como la tierra y el agua y eliminado prácticamente el “problema” de la mano de obra utilizando para la recolección grandes máquinas “cabalgantes”.
En Almería, “la huerta de Europa”, el primer grupo comercializador de frutas y hortalizas está ya también en manos de un fondo de capital riesgo, Abac Capital, que ha comprado el Grupo Agroponiente. Más de 3.000 agricultorxs pasarán así a depender directamente para comercializar su producción de la estrategia de Abac Capital, para quien Almería es una pieza más a exprimir en su estrategia de creación y apropiación de valor para los inversores.
Es cada vez más evidente que alimentando el funcionamiento de estos circuitos de acumulación estamos fortaleciendo un sistema agroalimentario que funciona en contra nuestra. En contra sobre todo de los pueblos dedicados a trabajar para otros en el primer eslabón de la cadena alimentaria, como es el caso de Andalucía. La agricultura, dentro de este sistema agroalimentario está en un callejón sin salida; en una espiral de crecientes costes sociales y ambientales desplazados a estas áreas de extracción empobrecidas por la avaricia de unos pocos. La economía convencional acostumbra a decirnos: “son las leyes del mercado”. En realidad, son las reglas para hacer posible la reproducción de los procesos de acumulación de capital. Una reproducción que sólo es viable hoy a costa de empeorar las condiciones en las que la vida se desenvuelve.
Cuando lxs agricultorxs han salido a la calle, desde el Gobierno se ha elaborado un Decreto de modificación de la Ley de la Cadena Alimentaria con el que se ha tratado de dar la imagen de que desde la política se atendía a sus reivindicaciones. El despliegue mediático ha jugado un papel fundamental en este empeño. Aunque, una vez más se cumplía aquel verso de Pessoa: “todo lo que se ve es otra cosa”. El mismo día en que se aprobó el Decreto, el ministro Planas declaró que a partir de ahora “el precio de venta nunca podrá ser inferior a los costes de producción”. Ese fue el titular, pero lo que agregó a continuación anulaba lo anterior: “que libremente se han determinado entre vendedor y comprador”. Porque lo que dice el Decreto en este sentido es que en el contrato de compraventa basta con hacer “indicación expresa de que el precio pactado entre el productor primario (agricultor) y su comprador cubre el coste efectivo de producción”.
Suponer que el precio “se pacta” “libremente” no puede ser producto de la ignorancia. Que los precios “se pactan” a partir de unas relaciones de poder absolutamente asimétricas se llega a reconocer en los Antecedentes del Decreto, aunque después en el articulado estas relaciones de poder se ignoran, que es una manera de consentirlas. En este sentido, en un informe técnico hecho por la COAG sobre el Decreto puede leerse: “se está legitimando que se pueda estar percibiendo un precio por debajo de los costes y de hecho se está pidiendo al agricultor o ganadero que lo legitime con su firma en el contrato, aceptando las posibles presiones de su comprador”.
Desde el Ministerio técnicamente sería fácil estimar un coste y por tanto un precio mínimo de referencia, pero políticamente esto se consideraría una intervención a la que es contraria la normativa de la Unión Europea. De aquí podría deducirse que los mercados agrarios no se pueden intervenir en aras al buen funcionamiento del “libre mercado”, pero la realidad lo que nos dice es que el grado de intervención del mercado en la agricultura de la Unión Europea es descomunal.
La PAC supone cerca de la mitad del presupuesto “comunitario”. Las subvenciones de la PAC son las que están permitiendo que los olivareros puedan percibir precios que están por debajo del coste; un mecanismo gracias al cual se mantiene el papel de Andalucía como gran plataforma agroexportadora en la que el capital global puede encontrar la materia prima al menor precio posible. A esta función de la PAC habría que añadirle su importante contribución al aumento de las desigualdades en el reparto de los ingresos asociados a la agricultura. Basta con ver quienes están en la cabeza de la clasificación en la recepción de esas ayudas. Desde 2008, 60 de las 200 mayores fortunas del Estado español cobraron más de 250 millones de euros en subvenciones agrícolas europeas. De ellas tres “grandes familias” afincadas en Andalucía encabezan el ranking. Los Mora-Figueroa Domecq, (50 millones) los Domecq, (37 millones) y la familia Hernández Barrera (29 millones) De modo que los mercados sí se pueden intervenir si es para alimentar el enriquecimiento de una minoría a costa de la desposesión de la mayoría. La entrega del sistema político al mantenimiento de este “orden” es total.
En Andalucía otras maneras de organizar lo alimentario no sólo son posibles, sino que son inevitables si queremos romper con esa dedicación al agroextractivismo que perpetúa y profundiza la dependencia en lo económico y la subalternidad en lo político y cultural. Esas maneras distintas de gestionar lo que comemos están ya en marcha. A pesar de lo establecido, “sin permiso”, y de manera progresiva, se abren paso experiencias agroecológicas, formas para atender nuestras necesidades alimentarias que posibilitan recuperar el control social de la capacidad de decidir lo que comemos. Desde nuevas relaciones sociales que hacen posible la reinserción de la economía en la cultura, y que permiten reconciliarnos con nosotros mismos y con la naturaleza. Reivindicarnos como sujetos políticos con capacidad para poder impulsar esta transición es una tarea importante que tenemos por delante.