
Vivimos en tiempos sociales y ecosistémicos fluidos. Nuestro entorno, y nuestras relaciones con él y entre nosotras, se transforma cada vez más rápidamente en una crisis sistémica y poliédrica conformada por múltiples contradicciones; contradicciones que son motor de cambio cuando se rompen. En el plano ambiental, problemáticas como el cambio climático, la deforestación intertropical y la Sexta Gran Extinción de biodiversidad, están haciendo que el mundo en el que nacen los nietos se parezca cada vez menos al que nacieron sus abuelos. Los cambios se aceleran avivados por bucles de retroalimentación positiva, al tiempo que se atraviesan umbrales de no retorno.
Ante estos cambios acelerados, la degradación ambiental se normaliza si no contamos con memoria ambiental y empatía con el paisaje, más allá de su mera utilidad. De esta manera, recordar nosotras, o que nuestras mayores nos recuerden, cómo eran lugares concretos antes de ser degradados se convierte en un tesoro. Si creemos que un paraje estuvo degradado, por ejemplo, contaminado, desde siempre, no echaremos de menos cuando no lo estaba, y tendremos poca o ninguna motivación para cuidarlo, para restañar sus heridas. La degradación ambiental separa a la gente de la naturaleza y esta alienación ecológica conlleva la pérdida de la memoria ambiental. Y a la inversa: el desapego y la desmemoria del devenir de nuestro entorno facilita que intereses meramente instrumentales, cortoplacistas o desaprensivos lo dañen impunemente. Y recordemos que nuestra salud depende de la calidad ambiental. De esta manera, la memoria ambiental es base de una actitud atenta y cuidadosa de nuestra calidad de vida.
Pérdida de memoria y degradación ambiental
La importancia de la memoria ambiental se ve claramente en zonas degradadas por explotaciones mineras. Cuando las minas comienzan a contaminar suelos, atmósfera y, sobre todo, cauces fluviales, encuentran la resistencia de los habitantes de la zona, sobre todo de quienes venían teniendo más interacción con él, practicando la agricultura, la ganadería y la pesca. Sin embargo, si se pierde la memoria ambiental sobre cómo era la zona antes de la llegada de las minas y desaparece el vínculo que daba la interacción estrecha con el paisaje, unas pocas generaciones después se asume que aquello ha estado siempre así. Se normaliza la contaminación y la gente, en la desmemoria, interioriza irreflexivamente entornos de devastación, incluso, cuando están provocando graves enfermedades. Es lo que se ha llamado “alienación del residente”, cuando se “naturalizan” entornos “desnaturalizados” y termina viviéndose de espaldas a un paisaje hecho hostil por un industrialismo agresivo.
En el marco de la crisis climática actual, los incendios forestales cada vez son más frecuentes, extensos e intensos. Estos incendios están eliminando los bosques formados durante los últimos siglos. Los bosques que se establecen ahora lo hacen en condiciones ambientales muy diferentes a las anteriores. En muchas zonas áridas y semiáridas en proceso de desertificación, las condiciones ambientales actuales son más cálidas y secas y los suelos están más degradados que antes, lo que conlleva la formación de bosques con árboles de menor porte que los quemados y de especies más adaptadas al fuego y las sequías. Si no conocemos los bosques de los tiempos de nuestros bisabuelos, podríamos pensar que los bosques nuevos son los de toda la vida, y asumir resignadamente su raquitismo. Porque la pérdida de nuestra memoria ambiental supone una forma grave de empobrecimiento; una desposesión que nos aboca al desarraigo, la indiferencia y la indefensión.
La memoria ambiental intergeneracional también es importante en la lucha contra invasiones biológicas de flora y fauna que eliminan biodiversidad autóctona y reducen las posibilidades de una mutua relación fructífera con el ecosistema del que formamos parte. Por ejemplo, el pez gato europeo o siluro está invadiendo muchos ríos y embalses que acaban estando dominados totalmente por este pez piscívoro. Si no recordamos los peces y aves acuáticas que había en las zonas invadidas antes de la llegada del siluro, no echaremos de menos esa biodiversidad y, por lo tanto, no intentaremos restaurar ecológicamente la zona e, incluso, no intentaremos impedir que la invasión siga extendiéndose.
Señales de alarma de nuestra memoria ambiental
“En abril, aguas mil”. En el caso del clima, contamos con muchos refranes que nos recuerdan cómo era el clima. La aplicación actual de muchos de estos dichos populares concebidos hace décadas choca con la crisis climática. Este choque nos enseña, de una manera sencilla y efectiva, que el clima está cambiando muy rápidamente; nunca antes lo ha hecho más rápido en la historia de nuestro planeta.
El arte no efímero también puede suponer un aliciente en pro de la memoria ambiental. Por ejemplo, mirando las pinturas rupestres podemos saber, incluso, la fauna que habitaba una zona determinada hace miles de años. Los cuadros de bodegones nos muestran las especies animales y vegetales que había y/o se consumían en ciertos lugares.
Los árboles singulares, normalmente centenarios y de gran porte, ya sea en el medio rural o urbano, son elementos claves del paisaje que pueden ayudarnos a mantener la memoria ambiental. Una sabiduría ancestral, hoy denostada, ha llevado a muchas culturas a venerar esos portentos de frondosidad, y a concelebrar con ellos y a su sombra asambleas y fiestas campesinas. Como los árboles singulares, formaciones geológicas únicas también nos ayudan a recordar nuestro entorno, a organizar la geografía vivida, porque son o han sido hitos. Decía H. D. Thoreau que prefería ver piedras en su lugar, que no transformadas para el mausoleo de algún bobo ambicioso (así definía a los faraones y otros megalómanos). Y las especies animales con las que desarrollamos altos niveles de empatía, como el lince ibérico o el lobo, también favorecen que recordemos nuestro pasado ecológico y, por lo tanto, podamos movilizarnos en su defensa.
Memoria ambiental y ecotopías
La memoria ambiental es clave para adaptarnos a la crisis ecológica y social, porque puede sernos muy útil para construir horizontes ecotópicos. Y las ecotopías nos ayudan, día a día, en la construcción de entornos amigables que mejoran nuestra calidad de vida. Es decir, la pérdida de memoria ambiental nos empuja en el camino de la distopía ambiental que puede traer consigo exclusión en la lucha por recursos menguantes.
Las ecotopías nos trasladan mentalmente a escenarios de alta calidad ecológica en los que el ser humano se integra de forma armónica en su entorno. Estos escenarios no surgen de la nada, sino que toman como base situaciones reales que son transformadas, habitualmente, con el esfuerzo combinado de la imaginación, el arte y la ciencia. Por lo tanto, la memoria ambiental juega un papel clave en la construcción de ecotopías altamente inspiradoras.
Memoria ambiental andaluza
La memoria ambiental está, invariablemente, ligada a un territorio determinado. Andalucía se transforma rápidamente. Es una de las zonas del mundo más afectadas por el cambio climático, sus playas y estuarios están amenazados por el ascenso del nivel del mar, las especies exóticas invasoras se extienden por muchos de sus parajes, la minería lleva más de un siglo contaminándola, muchos de sus acuíferos están sobreexplotados y contaminados, megaparques fotovoltaicos ocupan miles de hectáreas en zonas agrícolas y ganaderas, etc.
Por lo tanto, la memoria ambiental tiene un valor especialmente importante en la Andalucía del siglo XXI. Tenemos que aprender de yacimientos arqueológicos, personas mayores, libros, documentales, etc. que nos ilustran sobre cómo era Andalucía hace siglos y décadas. La Andalucía de finales del siglo XXI se va a parecer muy poco ambientalmente a la Andalucía de inicios del siglo XX. En este contexto, la memoria ambiental puede ser clave para luchar por nuestro entorno andaluz y que este pueda seguir ofreciéndonos niveles elevados de salud y calidad de vida.
Somos animales inter- y eco-dependientes. Necesitamos ecotopías andaluzas para el siglo XXI. Estas ecotopías deberían beber y estar íntimamente conectadas con el saber popular, con el patrimonio inmaterial del pueblo andaluz porque la cultura andaluza tiene componentes importantes que promueven una sostenibilidad ambiental fuerte. En nuestras ecotopías andaluzas deberían caber, aun transformadas, la siesta, el botijo, el huerto familiar, el descorche, el pastoreo, la pesca y el marisqueo artesanales, olivares con yerba y flores, las romerías…
Para mantener nuestra memoria ambiental necesitamos ciencia (ecología, antropología, arqueología…) y su divulgación, naturalistas, documentalistas y, sobre todo, una sociedad civil que atesore conocimientos ambientales de unas generaciones a otras. Nunca más que ahora, nuestra calidad de vida, y la de nuestra gente pequeña, ha dependido de nuestra memoria ambiental cuidada socialmente. “Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. Quienes no tengan memoria ambiental en Andalucía estarán condenados a vivir en un desierto. O mejor, en térmicos ecotópicos, quien recuerde el entorno ambiental andaluz podrá ser muy feliz en un oasis de solidaridad social y ambiental.
Autoría: Jesús M. Castillo, Profesor de Ecología en la Universidad de Sevilla; Félix Talego, Profesor de Antropología Social en la Universidad de Sevilla.