En el año en que se celebra el milenario de la fundación del Reino de Sevilla, merece la pena hablar de la obra “Motamid, último rey de Sevilla”, definida por su autor como “exposición dramática del reinado del Príncipe Abul Kasim Mohamed Ibn Abbad el Billah”.
La acción se sitúa en Sevilla y Agmat y muestra algunos de los acontecimientos más significativos que tuvieron lugar en el reinado del último rey de Sevilla, vividos a través de los ojos y el corazón de Abul Kasim, renombrado por sí mismo Motamid, tras hacer que la esclava Romaiquía, reinara en su corazón y su reino, nombrada como Itimad, una vez liberada de su esclavitud.
Se trata de una obra estructurada en tres jornadas, con un número desigual de “pasajes” o escenas, que transcurren en la segunda mitad del siglo XI, y un epílogo, cuya acción se desarrolla en Agmat, en la tumba de Motamid, en la primera mitad del siglo XIV.
Las tres jornadas están organizadas, en cuanto a su contenido, de forma similar, esto es, en todas ellas hay una narración en boca de un personaje, que ilustra, anticipa o recoge la acción propiamente dicha de la jornada, con un ritmo pausado, que se acelera a medida que se acerca al final de la misma. Este recurso de narraciones encajadas una dentro de otra recuerda las colecciones de relatos orientales, al estilo de la de Calila e Dimna, cuya traducción del árabe al castellano lleva a cabo Alfonso X (antes de ser nombrado rey de Castilla en 1252), relatos que recogen enseñanzas morales y sentencias y que se usan a modo de parábolas para desentrañar el sentido de la vida.
En mi opinión, la obra no es un drama histórico, en el sentido y con la intención que escribían estas obras los autores románticos, sino la evocación de una coyuntura – un hito- a partir de fuentes históricas, tal y como indica el autor en su Advertencia final, donde señala la fuente histórica de la que ha bebido, avisa de las licencias que se ha tomado y subraya la fidelidad de los versos que pone en boca del rey poeta.
Motamid fue un personaje histórico, pero también un rey de leyenda, acaso el lugar donde habitan aquellos a quienes se les niega su lugar en la historia. Sin embargo, la intención de Infante no es, creo, rescatar al personaje de la leyenda, ni siquiera ponerlo en la historia, sino hacer pedagogía a través de él.
Desde el principio, el texto está atravesado por un sentimiento de nostalgia, de lo que pudo haber sido y no fue. Una nostalgia que se adivina en el uso del adjetivo “último” en el propio título, de modo que quien lee, si no conociera nada de Motamid, ya intuye que la obra es una historia del ocaso, no solo de un reino, sino de al-Ándalus y de las ideas que el príncipe Abul Kasim encarna. Hay nostalgias que paralizan, porque nos atan al pasado como un engrudo pegajoso, pero hay nostalgias que vivifican, que vienen a decir que lo que pasó no fue ni lo único ni lo mejor que pudo pasar, lo que pone el acento en las condiciones de posibilidad, que se crean en cada coyuntura y que impiden que la historia, la personal y la de los pueblos, esté guiada por un destino ciego e inamovible.
Decía antes que esta obra tiene, en mi opinión, una clara intención didáctica, algo que, por otra parte, es una constante en los escritos infantianos. Es, por decirlo de otra manera, un modo diferente de expresar algunas de las ideas clave de Infante, para que su reformulación posibilite una mejor comprensión y mayor alcance.
Para evidenciar algunas de estas ideas clave, Infante establece un paralelismo entre la figura de Motamid, representante de una “realeza libre”, que quiere liberar a su pueblo de la tiranía de los cadíes y los faquíes, que es tanto como decir de las leyes injustas y de la religión, y la propia Andalucía, representada en ese campesino esclavizado del epílogo que, ante su mísera realidad presente, exclama incrédulo “¿Y yo soy un rey?”. Incredulidad y asombro que le vienen justamente porque desconoce su pasado.
Infante viste además a su personaje, Motamid, con los mismos ropajes y lo dota del mismo carácter que para él tiene el pueblo andaluz y que forma parte de su idiosincrasia: heterodoxia, prodigalidad, ansias de libertad y deseos de regirse por sí mismo.
El dramatismo de la obra, por tanto, radica no solo en mostrar el ocaso del príncipe Abul Kasim y su reinado, sino en la evidencia de que ese destino cruel afecta a todo un pueblo, a una forma de sentir y a una forma de pensar. Por eso Infante pone en boca de Itimad la terrible frase: “No es la muerte de un pueblo, es el ocaso de una creencia”.
Junto al sentido de la obra y el desarrollo de la acción, es interesante reseñar la función de las acotaciones o indicaciones para la representación. Además de las funciones propias de estas en cualquier obra teatral ( tales como indicar entradas y salidas de personajes, gestos, posición de los mismos en escena o descripción del atrezzo), en cada una de las jornadas hay una acotación larga que contribuye a acentuar tanto al carácter nostálgico de la obra como la tarea pedagógica. Así, en la acotación que inicia la Jornada Primera, se utiliza un lenguaje lírico, difícilmente trasladable a la representación, con el que se sitúa a quien lee en al-Ándalus, el reino de la Belleza, habitado por un pueblo feliz y laborioso, todavía ajeno a las amenazas que se ciernen sobre él, y cuyo príncipe representa la “realeza del pensar, del obrar y del sentir”. El pueblo de Sevilla aparece en esta primera jornada escuchando con burla e incredulidad al Santón cuyo discurso amenazante no es sino la justificación de la destrucción que se avecina. El plan de salvación de los invasores almorávides se concretará en la tercera jornada, por boca del poeta El Djaili, en unas cuantas frases, que bien podrían ser eslóganes de cualquier campaña electoral: “Menos baños y más usura”, dicen los comerciantes; “menos bibliotecas, menos ciencia y más juzgados” exigen los cadíes; “menos escuelas y más aljamas”, proclaman los faquíes. El pueblo grita al Santón que es un pueblo libre, lo que da pie a la reflexión del príncipe Abul Kasim sobre la diferencia entre pueblo y muchedumbre, otra de las ideas clave del pensamiento infantiano.
La visión de la realidad que muestra el Santón en las primeras páginas no puede ser más significativa: pueblo impío, descreído, que no sigue los decretos coránicos – la narrativa construida por los imanes y los faquíes- , cuyas mujeres van con el rostro descubierto, estudian y discuten con los hombres en las tertulias… El príncipe Abul Kasim reflexiona al respecto: “Mi pueblo sabe que (…) yo percibo estas realidades, religión y ley, a través de cristales más transparentes que el cristal alcoránico, cristales limpios de sombras ancestrales, depurados por el genio de nuestra raza y por la reflexión de nuestra Filosofía…”.
El sentimiento de nostalgia, la sensación de que todo está a punto de perderse se intensificará a partir de la segunda mitad de la obra, en una serie de escenas con un gran sentido simbólico, en las que mientras Itimad espera que se obre el milagro de que el rey, su rey, haga que la sierra se cubra con un manto de nieve, siente en su corazón “lúgubres augurios”, que le hacen presagiar que el fin se acerca. El contraste dota a esta parte de la obra de una belleza especial, al hacer el autor que convivan la alegría y la felicidad de Motamid e Itimad, que es la alegría de la vida que se perpetúa, con la conciencia de la negrura de la muerte y la destrucción.
Esta perpetuación de la vida se evidencia en las múltiples alusiones a la luz, que culminan en esta frase que dice Itimad al Cadí que la acusa de impía: “Al- Ándalus es un arrebato efusivo de la generosidad luminosa del Sol…” , que no es sino la plasmación de la descripción evocadora del ambiente a orillas del río Grande, en la acotación inicial de la primera jornada: “La polifonía de las voces que asciende de la tierra rima un himno con la policromía de la luz que desciende del cielo.”, mientras las aguas del Gran Río discurren lentas, como si temieran alejarse para siempre del reino de la Belleza.
La lectura de este texto, cuyas dificultades para su representación son evidentes, aunque no insalvables, provoca un efecto seductor en el lector o la lectora actuales: el lirismo de sus acotaciones, la filosofía que traslucen sus diálogos, la pedagogía de los paralelismos, el destino dramático del rey poeta y de su reina Itimad, y la nostalgia de un tiempo de luz, habitado por hombres y mujeres de luz. Tal vez todo esto también lo percibió con claridad M.ª Angustias Parias, quien pidió insistentemente a su marido que esta obra viera la luz. Así lo reconoce el autor y por ello le escribe la siguiente dedicatoria: “A María de las Angustias, quien tuvo un vehemente deseo por ver publicado este libro”.
Gracias a ese vehemente deseo de doña Angustias y al empeño de la Fundación Blas Infante, hoy podemos imaginar, a través de las palabras de su autor, la luz y el sonido, el sentir y el pensar de un pueblo, la pervivencia de una creencia y de un ideal.