Cuando me sumerjo en lecturas que pretenden visibilizar la relación entre mujer y ecología a través de la política del ecofeminismo, directamente me sitúo en el sur del mundo como concepto geopolítico, pero más exactamente en mi sur como coordenada propia. Ahí identifico la raíz que hay y subyace al cuerpo, a la llamada de la tierra, a mis ancestras, a los olivares de mi pueblo natal; veo concretamente las manos de mis abuelos – con especial cariño las de mi abuela-, recogiendo la aceituna, cuerpos en contacto con la tierra, arrodillados a las ramas de los olivos. En estas memorias de infancia identifico una relación directa con la tierra, pero no de cualquier modo y a cualquier precio. Cuando en mi libro Cuerpo Adentro escribo en un poema “mujer para la tierra soy” y “la tierra siempre cuenta la verdad”, me adentro en una reflexión que pretende nombrar qué aporta el feminismo a la ecología y porqué haber nacido en Andalucía me ha dado la claridad de sentirme una mujer para la tierra y de la tierra.
Al decir mujer para la tierra soy manifiesto una adscripción incondicional a la naturaleza propia de una hija con respecto a su madre. Como mujer no me cuestiono si debo amar a la tierra, al planeta, a lo que viene de la raíz y matriz, simplemente el amor ya está ahí, se da como un imperativo maravilloso. Sentirse parte de la tierra, procura un cuidado desde un orden -que no se reafirma en el consumismo sino en el decrecimiento-, en el que se dan múltiples mediaciones. Por destacar dos de ellas -las que considero más importantes al identificarlas directamente en mi contexto-, hablaré primero de la mediación con lo de afuera para procurar protección amorosa, principalmente. Hay aquí una conciencia de alianza y complicidad con la naturaleza, un reconocimiento de nuestra pequeñez respecto de la inmensidad de lo natural que es, al mismo tiempo, misterioso que nos acaba protegiendo amorosamente y recíprocamente protegemos ampliamente. Este sentido del amor de la mujer hacia la naturaleza con despliegue de múltiples mediaciones, se ha expresado también por algunas teóricas de la ecofeminismo. Encuentro en una entrevista realizada en 1988 a la científica de lengua italiana y experta en medio ambiente, Laura Conti, algo parecido a lo que nombro, cuando dice “no veo nada raro en que la acción ecológica sea para mí una opción de amor porque me gusta la idea de hacer lo posible para salvar el sistema vivo en tanto que amo el sistema vivo; lo amo o me gusta. Lo amo en el sentido de que me gusta. No lo amo en el sentido de que quiero morir por él. Es un amor mucho más erótico: me gusta; es esto”.
Pero también cuando digo mujer para la tierra soy, estoy reconociendo que me pongo al servicio de la tierra; es decir, pongo vida, energía, y el alimento. Es esta una segunda mediación, la que acerca la economía de lo femenino a la ecología. Economía que va desde cómo las mujeres en el sur gestionamos los afectos, las relaciones personales y laborales, hasta el deseo profundo de cuidar los recursos naturales para protegerlos de las múltiples agresiones del capitalismo salvaje. No solo la mujer se pone al servicio de la tierra, sino también al servicio de las relaciones entre hombres y mujeres que cuidan y protegen la tierra. Si recurro nuevamente a las teóricas del ecofeminismo, localizo algo que Anna Bosch escribe en su libro Mujeres que alimentan la vida: “sin la afectividad y el apoyo que reciben los hombres de las mujeres, éstos no podrían soportar el mundo que ellos mismos han creado”. Ella expresa parte de lo que quiero decir sobre la mediación de la economía de la femenino como una aportación a la ecología. Hay un reconocimiento de la capacidad relacional de las mujeres para transformarse en política que en este caso incida en la protección de la naturaleza. Lo veo también cuando señala en el mismo libro “un movimiento social se empodera cuando es capaz de pensarse y decirse a sí mismo desde su propia experiencia, definir su ubicación en la sociedad, y desde ese lugar arrogarse la libertad de relacionarse de igual con el poder establecido”.
Los movimientos sociales sobre los que reflexiona la autora, sólo pueden darse desde un orden simbólico contraído en un conjunto de creencias y valores profundos de una civilización humana transmitidos casi siempre de forma inconsciente y que -en el caso de nuestro contexto andaluz-, son muy claros; pues desde aquí hemos construido una inquebrantable conciencia humana de la relación con la naturaleza desde nuestro propio cuerpo sexuado femenino. Esta conciencia que, es normalmente asimilada desde la infancia mediante la lengua materna, es importante no perderla de vista y seguir nombrándola e identificándola. Conviene hacerlo porque permite reemplazar el imaginario colonialista que nos explicaron en la escuela por el que somos hijas y nietas de jornaleras explotadas -reduciéndose el vínculo con la tierra a términos de productividad y explotación económica-; por otro en el que las mujeres -si bien trabajaron de sol a sol-, hallaron en la tierra la sabiduría profunda para el desarrollo del cuerpo, la identidad, los cuidados y la relación con el mundo. Esta relación de sabiduría con la tierra la nombra -entre otras escritoras andaluzas-, la almeriense Carmen de Burgos en sus diarios, cuando escribió lo que para ella supuso crecer en Rodalquilar, en el cortijo materno de La Unión: “En esa tierra mora se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes: yo hice mis leyes y me pasé de Dios”.