En química, un catalizador es una substancia que acelera una reacción sin participar en ella. Por contra, un inhibidor desencadena el efecto opuesto: desactiva la catálisis, retardando o anulando la reacción. Es decir, tanto en uno como en otro caso existen ya unos elementos previos y el agente externo modifica la velocidad de la reacción química.
La pandemia de SARS-Cov 2, como todos los fenómenos de gravedad sanitaria y fuerte impacto mediático, ha funcionado como catalizador de una crisis sistémica de nuestro modelo productivo. En efecto, en la fase contemporánea del capitalismo, especialmente tras el derrumbe del bloque soviético, se han venido acentuando los valores individualistas, de fomento de la competitividad, de ocio consumista compulsivo y onanista, así como loa de la meritocracia (con su doble cara de penalización del fracaso). El coronavirus y toda la tempestad que ha traído consigo no ha provocado, en modo alguno, la situación en la que nos encontramos (crisis económica, social y sanitaria) sino que ha acelerado la rotura de costuras de un vestido ya muy vencido. Lejos quedan las propuestas keynesianas de posguerra, las aspiraciones socialdemócratas a un Estado de Bienestar o el papel del Estado como corrector de injusticias y redistribuidor de la riqueza.
Sin duda, una consecuencia de este modelo de individualismo extremo ha sido la digitalización de las relaciones sociales. La pandemia de Covid-19, con su distancia social y supresión de afectos por parte de las autoridades gubernativas, ha acelerado el proceso de glorificación tecnológica y aislamiento social. La eliminación del contacto físico ha recibido la bendición sanitaria pero era una tendencia que ya venía observándose en los distintos ámbitos sociales. En efecto, no estamos hablando únicamente del ocio. En éste las distintas redes sociales han venido configurando una realidad paralela en la que prima la imagen, la apariencia y lo virtual frente al mundo físico. Las plataformas de contenidos televisivos hacen furor y permiten permanecer enganchados en la burbuja del hogar a las series de moda. Los ámbitos laboral o de cobertura de necesidades básicas también se han visto arrastrados por esta digitalización. Así, el comercio electrónico ha experimentado un crecimiento muy importante en este último año. Alimentos, bebidas, ropa o medicamentos se adquieren cada vez más vía internet. Los servicios sanitarios o la educación también están experimentando un proceso de digitalización a marchas forzadas: ya es una odisea conseguir que tu médico te diagnostique en persona en lugar de por teléfono; o mantener una tutoría con el profesor de tu hijo sin usar una videollamada. Las tareas escolares también se han pasado a su versión electrónica, utilizando plataformas diversas. Y no son pocos los centros escolares que consideran un avance pedagógico el uso de pantallas y ordenadores en clase, con independencia de lo que se exhiba en ellos. Las relaciones con la Administración no son una excepción y ya, para liquidar determinados impuestos, presentar documentación o solicitar determinados pronunciamientos sólo es posible hacerlo por vía electrónica. Los registros se han hecho electrónicos y el acceso a las sedes públicas está restringido en la gran mayoría de los casos.
Una consecuencia negativa nada despreciable de esta marea digital es el cambio de hábitos de cada vez más profesionales que, en casi todos los sectores (medicina, educación, asistencia social, atención a la ciudadanía, etc.), observan con una mezcla de desagrado y temor el tener que relacionarse con otras personas de manera presencial.
No cabe duda de que la digitalización ha supuesto importantes mejoras en las relaciones sociales. Ahora es posible dirigirse a casi cualquier empresa o Administración desde un teléfono móvil, realizando gestiones que antes obligaban a un desplazamiento a la capital de la provincia. También ha permitido que amigos y familiares mantengan el contacto cuando no es posible hacerlo de manera presencial. Pero no todo el progreso tecnológico es siempre positivo. El problema surge cuando la digitalización se convierte en la única opción de relación social y no es posible acudir a la relación presencial tradicional.
En primer lugar, existen personas que, bien por carecer de conocimientos digitales adecuados (por razones de edad o deficiente capacidad cognitiva), bien por carecer de medios tecnológicos (por razones de pobreza o intolerancia médica), les resulta imposible realizar trámites electrónicos o relacionarse digitalmente. Especialmente preocupante es el caso de aquellos trámites o servicios esenciales que no pueden realizarse de manera presencial. Así, por ejemplo, se conoce como “exclusión financiera” al fenómeno que padecen cada vez más personas residentes en núcleos rurales que ven cerradas la oficina bancaria en su localidad, al migrar el modelo de negocio hacia la banca en línea. O la imposibilidad que tienen muchas personas de presentar una reclamación de manera física frente a la empresa que les proporciona sus servicios esenciales (gas, electricidad, teléfono, agua, etc.). Es entonces cuando se habla de brecha digital o, incluso, de analfabetos digitales como un problema a paliar. Se dedican, entonces, ingentes cantidades de dinero a alfabetizar digitalmente a la población, a proporcionar dispositivos electrónicos y a abrir centros públicos donde poder hacer uso de las nuevas tecnologías.
En segundo lugar, están quienes deciden no relacionarse de manera digital. Son los llamados objetores digitales, un movimiento cada vez más fuerte, ligado a sectores decrecentistas o que simplemente prefieren el contacto humano físico y no desean ser espiados por multinacionales tecnológicas, que venden sus datos personales (edad, sexo, gustos, compras, aficiones, perversiones y hasta secretos inconfesables) al mejor postor. Y es que se están planteando interesantes debates en torno al derecho a la desconexión digital de los trabajadores o el derecho al olvido de las personas consumidoras que no desean ser acosadas publicitariamente (las listas Robinson son un intento rudimentario para lograrlo sin mucho éxito).
¿Existe un derecho a mantener relaciones de manera analógica? ¿Debería contemplarse el derecho a la objeción digital? ¿O más bien estamos ante un movimiento de rebeldía romántica, una batalla perdida de antemano por quienes buscan mantener un mundo que está desapareciendo? ¿Estamos condenados a vivir cada vez más aislados en nuestras burbujas digitales y absolutamente controlados?
Son estas cuestiones para reflexionar. Muchos, en la medida de nuestras posibilidades, intentaremos mantener el mundo analógico, de contacto físico, de presencia real. Concebimos la tecnología como una herramienta, no como un fin en si mismo. No estamos solos. Me consta que, por ejemplo, desde la Oficina del Defensor del Pueblo Andaluz, muy interesada por fenómenos como la exclusión financiera, se ha iniciado un proceso de reflexión en este sentido. Por otro lado, acaba de concluir el sometimiento a consulta pública por parte del Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital, de una Carta de Derechos Digitales. En la misma se establece en su número XVI.5, referido a las relaciones de la ciudadanía con las Administraciones Públicas, que “Se ofrecerán alternativas en el mundo físico que garanticen los derechos de aquellas personas que opten por no utilizar recursos digitales”.