Este es un texto de emergencia. Según la terrible lista de nombres constantemente actualizada por United for Intercultural Action[1]―una red de cientos de organizaciones antirracistas europeas―, ya estarían documentadas, desde 1993 hasta junio de 2021, las muertes de 44.764 de seres humanos, entre mujeres, hombres y niños, que intentaban cruzar el mar Mediterráneo para llegar a Europa. Estamos de frente a un nuevo Holocausto, uno que llena de muertes evitables el mar y las costas que vieron nacer la civilización europea. Auschwitz on the beach.
Podríamos preguntarnos, ¿a qué dios le ofrecemos tantos sacrificios? Porque eso es lo que significa “holocausto”: un sacrificio a una divinidad en la que la víctima es completamente quemada. Día a día, hora a hora, quemamos vidas, quemamos derechos, quemamos dignidad, quemamos conciencia. La infame paradoja de este asunto reside en que la repetición multitudinaria del sacrificio nos deja indiferentes; son tantos los muertos, son éstos tan cotidianos, está tan normalizada la brutalidad administrativa que lo permite, que pareciera que no nos afecta. Y lo que es peor: en vez de compasión, la cobertura mediática de esta crisis migratoria genera, sobre todo, miedo —que es, como sabemos, hermano gemelo del odio—. Xenofobia quiere decir, literalmente, miedo a los extranjeros. Lo que, a su vez, entronca con el temor universal a lo desconocido. Comprensible, claro. El miedo es una emoción muy ligada a la supervivencia individual y colectiva. Pero no deberíamos olvidar un detalle importante: si la humanidad se hubiera dejado llevar por el miedo a lo desconocido, usted mismo, quien está leyendo estas líneas, no existiría. La humanidad misma es el resultado de vencer este miedo porque, ¡oh sorpresa!: todos y cada uno de nosotros (incluso quienes siempre han vivido donde nacieron) procedemos de migrantes. De emigrantes africanos, para ser más concretos.
Hace unos 70.000 años, una persona, o más bien una pareja, genéticamente igual que usted en todo lo importante, cruzó con éxito la parte más estrecha del Mar Rojo, entre Eritrea y Yemen, desde ahí dejaron atrás África, el lugar común de nuestros ancestros, y se extendieron por el resto del planeta. De hecho, esos primeros humanos llegaron a atravesar Asia y se extendieron por América, que poblaron al menos 15000 años antes de que llegaran las tres carabelas capitaneadas por Colón. Los españoles nunca descubrimos el continente ahora conocido como América, simplemente lo conquistamos hace poco más de cinco siglos.
Y aquí viene la que considero que es la clave central de la actual tragedia migratoria. Los migrantes salen de unas tierras que fueron colonizadas, explotadas, humilladas, incluso recortadas con fronteras dibujadas a escuadra y cartabón sobre mapas trazados en las metrópolis europeas. Huyen para intentar llegar y quedarse en esos mismos Estados-nación que, durante los largos siglos de la colonización, los obligaron a cambiar de lengua. No deja de hacerme gracia el famoso “efecto llamada” que invocan los medios de comunicación y los políticos xenófobos cuando desembarcan con éxito las pateras cargadas de seres humanos (no olvidemos nunca esto: son tan humanos como usted y como yo) en la orilla norte del Mediterráneo. En su lugar, dicen periodistas y políticos que opinan de todo y no saben de nada, lo que habría que hacer es garantizar la «paz» y el «progreso» en los países de origen. Olvidan (o más bien ocultan) estos supuestos expertos decir la cruda verdad de nuestro mundo. Nuestros “Estados del bienestar” donde, por cierto, cada día se percibe mayor malestar, descansan sobre una premisa ineludible: la miseria, y sus guerras derivadas, de gran parte de la humanidad son la condición indispensable de la prosperidad de Europa y su prolongación transatlántica, los Estados Unidos de América. La única posibilidad de que esa «paz» y ese «progreso» se hagan realidad sería una transformación radical de nuestras economías y, por tanto, de las políticas que legalizan la crueldad entre seres humanos y la desigualdad atroz entre diversas regiones del planeta.
Por otra parte, el «efecto llamada» no aumenta porque dejemos atracar barcos de salvamento marítimo en nuestros puertos. La llamada se produce a diario; entre otras cosas, porque quienes viven en los países expoliados del Sur del mundo —la pobreza no tiene nada de natural— tienen ojos y oídos que les hacen ver y oír los productos audiovisuales (películas, series, música…) que exhiben el despilfarro del Norte. No sólo colonizamos sus recursos naturales, también colonizamos sus mentes, sus comportamientos, sus formas de vida. Soy de los que opinan que cualquier «sin papeles» nigeriano, senegalés, afgano o boliviano tiene todo el derecho del mundo a venir y quedarse a vivir en cualquier ciudad europea. Creer que la colonización y el despojo acabaron históricamente con la independencia formal de los países del mal llamado “tercer mundo” no puede dejar de parecerme una ingenuidad, en el mejor de los casos, o bien una perversidad en toda regla. La tecnología, por poner un ejemplo, no podría desarrollarse ni extenderse masivamente a bajo precio sin el expolio internacional de materias primas o si los trabajadores de los países empobrecidos disfrutasen de derechos laborales y salarios dignos. Ya sea por ingenuidad, ignorancia o, directamente, mala fe, el resultado es el mismo: no acabamos de reconocer las estructuras económicas y geopolíticas que determinan, en gran parte, la vida misma. Sé que por defender este punto de vista muchos me llamarán “buenista”, término de moda para despreciar en los medios y las redes sociales este tipo de opiniones a favor de los migrantes. Aunque también te lo arrojan a la cara, como si fuese un insulto, por estar a favor de unas políticas que se preocupen del cuidado cotidiano de lo vivo, una contribución de valor incalculable —y sostengo que todo lo que nos mantiene vivos no se puede calcular— de la teoría y el movimiento feminista.
Sin embargo, el sano debate de ideas se enmaraña y se ensucia cuando los opinadores “malistas” comienzan a mezclar la inmigración con la delincuencia hasta llegar al terrorismo islámista. En esas condiciones resulta imposible argumentar y debatir con honestidad. Los “malistas” siempre dejan de lado dos hechos contrastables: primero, que la enorme mayoría de los atentados se producen en países musulmanes; y segundo, que la enorme mayoría de los terroristas en suelo occidental suelen ser ciudadanos de pleno derecho de los países donde ejecutan sus actos de barbarie. Pero, lo que es aún más grave, el interlocutor “malista”, ese que fomenta la mano dura contra la inmigración, ni siquiera se plantea las raíces de tanto rencor y tanta rabia hacia Occidente (Europa y Estados Unidos). No obstante, podríamos perfectamente responder que el terrorismo es, en parte, el producto terrible de décadas de políticas “malistas” en las que países como el nuestro colaboran activamente. Me refiero a bombardear países para colocar a déspotas sumisos con los intereses de estados y empresas occidentales, o a condenar continentes enteros a la miseria, o a sostener dictaduras medievales en los países árabes para que nos dejen barato el petróleo. Fuera de nuestra burbuja consumista, el sufrimiento y la muerte se acumulan a las puertas de nuestros paraísos de mentira.
Una multitud de estudios, por otra parte, muestran que no existe relación directa entre inmigración y delincuencia. Al contrario, el inmigrante, por lo general, desea permanecer en el país de destino al que tanto le ha costado llegar y evita problemas con las autoridades. Ahora bien, sí existe una relación, aunque no directa ni necesaria, entre pobreza y delincuencia debido a algo perfectamente comprensible: si no dispones de ingresos suficientes para sobrevivir con dignidad puedes más fácilmente caer en comportamientos delictivos. Por eso me parecen tan repugnantes todos esos discursos fascistas y racistas —digámoslo claramente— que intentan encender el odio y la desconfianza entre los pobres nacionales y los pobres extranjeros. Palabrería engañosa y manipuladora de los miedos que, al fin y al cabo, nos desvían de las verdaderas causas de la desigualdad, la pobreza y la explotación despiadada. De todas formas, tengo la sensación de que estos argumentos “buenistas” no sirven de nada contra la sordera y la ceguera “malista”, pues como dejó escrito el filósofo Baruch Spinoza en su Ética: “el conocimiento verdadero del bien y del mal, en cuanto verdadero, no puede reprimir ningún afecto”. No basta, por tanto, con mostrar datos contrastables para convencer a quien está carcomido de prejuicios y de pasiones tristes como el odio o la ira. Estos afectos sólo pueden ser derrotados por pasiones alegres como el amor y la confianza en el otro.
Déjenme que les confiese algo de mi experiencia personal como emigrante durante cinco años al otro lado del Atlántico: emigrar es durísimo. Incluso en condiciones privilegiadas, con tus títulos en la maleta, viniendo del “primer mundo” y llegando a un país, México, donde hablan nuestro mismo idioma (la lengua de los conquistadores). Dejar a tu gente, tus lugares reconocibles y enfrentarte a lo desconocido, a costumbres extrañas, sin saber dónde estarás o qué te pasará en los próximos días, si tendrás éxito después de arriesgar ilusiones y dinero…eso es durísimo. La incertidumbre y la ansiedad se convierten en tus compañeras odiosas, pero inseparables. No quiero ni imaginar lo que debe ser huir de un país destrozado y en guerra, sin documentos, y encontrarte con muros, alambradas y policías que te gritan que de aquí no pasas.
La historia de Europa pone los pelos de punta. Ha estado durante siglos jalonada de persecuciones, invasiones, guerras de religión y genocidios étnicos. Conquistamos el mundo, es verdad. Pero esa conquista nos dejó un veneno que nos hace insensibles al dolor hasta que el dolor nos devore por dentro. Este veneno es la soberbia, la arrogancia de creernos superiores, la creencia de que el resto de la humanidad debe aprender de nosotros. Los antiguos griegos llamaban hybris a ese loco orgullo narcisista y lo convirtieron en el tema central de las tragedias. Espero que no acabemos, como el rey Edipo, arrancándonos los ojos cuando descubramos que nosotros, que nos creíamos héroes, en realidad somos los asesinos.
Ante el espectáculo desolador de los miles de ahogados en el Mediterráneo, produce escalofríos seguir escuchando a quienes nos hablan fríamente de legalidad; lo que, además, evidencia que vivimos en una sociedad donde la dignidad y el derecho a la vida deberían estar por encima de cualquier frontera o documento oficial. Hablan de leyes, soberanía, seguridad y otras excusas que utilizan rastreramente para difundir una auténtica pedagogía de la crueldad cada vez más asentada en una organización social donde el valor de una persona es su precio.
Quiero creer, estimado lector o lectora andaluza, que usted que habita en una tierra rica por la mezcla de etnias y culturas, una tierra maltratada por siglos de saqueo, humillación y malos gobiernos, que ha visto y sigue viendo cómo tantos amigos, hijos, hermanos, vecinos han tenido que buscarse la vida lejos de casa, no será cómplice de esta banalidad del mal y no tratará con desprecio al forastero. No hay que avergonzarse del buenismo. De lo contrario, algún día no muy lejano, tendremos que explicar a los niños y jóvenes que vendrán que nos mantuvimos indiferentes ante la barbarie ejercida desde el poder contra los que no eran como nosotros, contra aquéllos cuyo único delito fue nacer casualmente en un lugar asolado por la violencia y la pobreza. Ojalá por fin nos diéramos cuenta de que la Historia, a pesar de alzarse sobre la sangre de los inocentes, también nos enseña que son la cooperación y el apoyo mutuo lo que hace prosperar cualquier actividad humana, y que la competición entre nosotros es una herramienta que los de arriba utilizan para dominar a los de abajo. Nos quieren en soledad, separados, recelando y luchando unos contra otros. Nos tendrán en común demostrando con alegría, sin complejos, nuestra solidaridad, nuestro orgullo buenista.
[1] http://unitedagainstrefugeedeaths.eu/wp-content/uploads/2014/06/ListofDeathsActual.pdf