Sobrevivir en el medio artístico es asunto delicado: los egos hipertrofiados, el enfermizo individualismo o el veneno de la competencia afilan sus fantasmas y a muchos les resulta más fácil sacar la navaja que tender la mano. Basta con juntar dos piedras para creer que es un muro, y un salto que nos suba a esa tapia es altura suficiente para que hombrecillos pequeños, de corazón y creatividad liliputienses, se sientan los elegidos por Zeus tronante, merecedores inquilinos del olimpo y estando yo aquí no cabe nadie más.
Tal vez el único lenitivo capaz de combatir tan inicuos patetismos, sea formar compañía, a pesar de que los tiempos son cada vez más reacios. No en vano, podría decirse que la idea misma de compañía ha sido desmantelada. Y no me refiero a esa compañía convencional, sucedáneo de estructura vertical cuya cúspide está ocupada por un actor exitoso, una directora sesuda o un productor acaudalado. No, hablo de esas compañías que son grupo, por encima de todo, y solo el grupo es propietario de las decisiones, el ímpetu, los –escasos- dineros y los sueños. Gente que, calladamente, busca un rincón discreto y reconoce en el camino, su motor, y decide que el otro no es un cualquiera fugaz y utilitario, sino su compañero. Gente que decide ir al encuentro y encontrarse con el otro es un acto más profundo y comprometido que coincidir con él. Porque siempre hay algo traumático en el encuentro con esa otredad que nos limita, nos cuestiona, nos desafía. Pero, precisamente, es esa perturbación la que, al mismo tiempo, nos enseña la humildad necesaria para esperar, para escuchar, para cooperar y crecer…
Una compañía así nace en la pausa, porque esa suspensión, esa parada es lo que podrá otorgarle un espacio propio, una seña de identidad reconocible en un medio cada vez más homogéneo, de piezas meramente intercambiables. El mercado, ávido de novedades, impone un ritmo de producción compulsivo, al que muchos creadores se someten por miedo a dejar de ser. Y por miedo a dejar de estar, muchos creadores han aceptado la sobreexposición como algo natural, como si no hubiese otra alternativa a esa hipervisibilidad forzosa. No se trata, pues, de ir contra el mercado (¿es posible?), pero sí de ignorar sus prisas y sus imposiciones para escapar a la patológica fatiga que produce.
Y tras parar, una compañía así crece en el sigilo. Construir el sigilo es esencial para trabajar. Y trabajar sin descanso y sin consuelo, como si esta fuese la última vez, nuestra despedida del teatro. No conformarse con lo primero, ni con lo segundo, ni con lo tercero… seguir buscando siempre: ser despiadadamente exigentes y, al mismo tiempo, saber que solo de la ternura brotarán los manantiales.
Lo que le queda a una compañía así, antes de dar el primer paso, es aprender a vivir con poco y un puñado de renuncias. Renunciar al exhibicionismo, a los aires de grandeza, ignorar con ferocidad los reconocimientos, en suma, huir de los caprichos narcisistas de la época, con todo su aparato de pamplinas, selfis y dos mil quinientos likes.
Entonces sí, despojada de la banalidad y el ruido, sí, entonces sí… y tan solo el hecho de ponerse en camino será un acto de rebelión.