En vacas, cerdos guerras y brujas[1] Marvin Harris explica, entre otras cuestiones, cómo funcionan los elementos de censura y coerción social por parte de los poderes fácticos, ejemplificándolo en las acusaciones de brujería recurrentes en la Europa pre moderna. No es que estas acusaciones sean un fenómeno europeo ni de origen medieval. Las acusaciones de brujería forman parte de los mecanismos de control social en las sociedades igualitarias, como una forma de explicar y solucionar las crisis periódicas que sacudían las vidas de los miembros de estas sociedades: extinción o reducción de la caza, periodos de sequía o epidemias cuyos orígenes no podían comprender con los conocimientos que los individuos poseían eran explicados mediante la intervención de lo sobrenatural. Lo que caracteriza al periodo específico de la quema de brujas es que la base del sistema social descansa en la alianza entre los poderes de los monarcas y la iglesia como institución encargada de legitimarlo. En este sistema todos los fenómenos adversos, naturales o sociales, hambrunas, pestes, guerras…son explicados por la intervención del maligno. Del mismo modo que el brujo de la tribu nunca acusaba de brujería al cazador más popular, ya que corría el riesgo de que la acusación se volviera en su contra, las brujas solían ser mujeres con pocos vínculos familiares, que no podían movilizar a la opinión pública a su favor. Aunque tampoco faltaron acusaciones contra hombres preeminentes, éstas eran mucho más trabajadas y medidas, y sólo se lanzaban cuando se contaban con los apoyos sociales suficientes para asegurar al máximo la probabilidad de éxito. Las más desprotegidas, por el contrario, eran los perfectos chivos expiatorios.
Cuando explico este tema en las clases de introducción a la antropología los estudiantes suelen estar convencidos que estos mecanismos de control social eran posibles por la superstición de la gente de la época. Entonces les digo que la explicación no es tan simple. Es decir, podemos estar razonablemente seguros de que nunca nadie vio a estas mujeres mantener relaciones sexuales con el diablo, y es de suponer que mucha gente no creería estas acusaciones, sin embargo, la posibilidad de oponerse a las mismas sólo se producía si el testigo a favor de la acusada podía demostrar que en el momento de los hechos ésta había sido vista por varias personas en otro lugar, o bien que habían visto a los acusadores en otro lugar en la hora en la que supuestamente tuvieron lugar los hechos. Es decir, los rumores y acusaciones falsas podían desmontarse con datos ciertos. Los procesos de brujería eran documentados y los testigos eran oídos. A veces, esto supuso la salvación de las víctimas, pero no siempre.
Sin embargo, lo que no podía cuestionarse en modo alguno era el supuesto que motivaba los castigos: la presencia del maligno en las acciones terrenales no formaba parte de los datos objetivos, sino de las creencias constituidas, como señala el antropólogo francés Maurice Godelier[2], en la “verdad más verdadera por la fuerza más fuerte del poder”. Así, quien osara cuestionar que las catástrofes fueran obra del maligno se señalaba como hereje, cometiendo algo peor que un delito, un pecado, que llevaba el peor de los castigos, la condenación eterna. Y si esta condenación no bastaba al hereje, las peores torturas y la peor muerte estaban garantizadas para el o la infeliz que osara dudar de esta creencia.
La modernidad trajo consigo un nuevo sistema que implico la sustitución de los mecanismos de control social. Este tránsito del “poder soberano” al “poder normativo” (Foucault[3]) implicó que quienes cuestionaran el orden establecido y el sistema de creencias hegemónicas ya no fuesen considerados como herejes, ya que no es Dios la fuente máxima de autoridad y legitimidad, sino el moderno Estado-nación. Siguiendo al autor citado, el nacimiento entre otras instituciones de la prisión moderna conllevó la aparición de una serie de figuras delictivas cuyo castigo conlleva el apartamiento social y la privación de libertad. Esta es aplicada, aunque no de manera exclusiva, a aquellos que atenten, con acciones o con discursos, contra la sacralidad de Estado, el único legitimado para ejercer el monopolio de la legítima violencia (Weber[4]).
En este contexto, oponerse, o simplemente cuestionar, la creencia en la soberanía de los Estados y en la inviolabilidad de sus fronteras coloca a quienes así actúan en la condición de delincuente. Es esta creencia la que coloca a los inmigrantes que pretenden entran de manera irregular en los estados europeos en la categoría de delincuentes potenciales, pudiendo ser privados de sus derechos fundamentales, la que permite a quienes les ayudan ser acusados de pertenencia a una red de tráfico de personas, si la ayuda se produce durante el tránsito, o como culpables del “delito de solidaridad” si ya están dentro y se facilita su acogida y circulación.
Por eso, los esfuerzos para desmontar los rumores y bulos sobre la inmigración, aunque encomiables e imprescindibles, tienen un efecto muy limitado. Por que son datos objetivos y como tales se mueven en el terreno de los hechos, y no en el de las creencias. Se puede demostrar que los inmigrantes no suponen una carga para el erario público, que, bien al contrario, suponen una fuente de riqueza económica y demográfica en una sociedades anormalmente envejecidas, pero la “verdad más verdadera de la fuerza más fuerte del poder” se impone sobre los datos, porque la gente no cree que los inmigrantes sean un problema porque no conozcan los hechos, sino, sobre todo, porque los estados legislan sobre la inmigración como si ésta fuese un problema esencial de nuestras sociedades. En un contexto de crisis y retroceso de las conquistas sociales la respuesta de los poderes no pasa por reforzar la protección de los ciudadanos, sino por la conversión de los inmigrantes en el perfecto chivo expiatorio. Frente a esto los discursos en positivo poco pueden, porque refutar un dato es fácil, pero desmontar una creencia requiere no sólo de una minoría dispuesta a ejercer la desobediencia civil y afrontar las consecuencias, sino una masa de población movilizada y consciente que hoy por hoy no existe en nuestras sociedades.
[1] Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, 1974
[2] Maurice Godelier, Lo ideal y lo material, 1984.
[3] Foucault, Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, 1975. “De la guerra de razas al racismo de Estado”, 1976.
[4] Max Weber, “la política como vocación”, en El político y el científico, 1919.