Sea andaluz, ma non troppo

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Cuando no es por una ministra es por otra causa o persona. El caso es no dejarnos ejercer de andaluces; incluso, cuando muchos andaluces ni saben que lo somos.

Ahora, la Castilla miserable machadiana, esa que desprecia cuanto ignora, ha vuelto a levantar la voz por el uso que hace del andaluz una andaluza del Consejo de Ministros. Está claro que quieren que hablemos exclusivamente el andaluz que a algunos les interesa y en los términos que ellos desean. Aquel capaz de ser percibido y chistosamente apreciado por una mente de pensamiento único. La peculiar forma de concebir el andaluz para algunos no sólo es porque no lo entiendan (ellos), sino porque no conciben que lo pueda utilizar en público toda una alta representante del Estado en vez de una humilde chacha.

Es lo que refiere el analista e investigador Manuel Rodríguez Illana en su recomendable obra Por lo mal que habláis. Andalofobia y españolismo lingüístico en los medios de comunicación (Ed. Hojas Monfíes). Entiende que existe una tolerabilidad al andaluz ‘pero no demasiado’, que es lo que él acuña con acierto como ma non troppo. Es decir, se aceptan rasgos aliñados con sus convenientes estereotipos; pero de un andaluz poco diferenciado del castellano estándar. Lo permiten como carácter distintivo, anecdótico, cómico si se quiere; pero sin pasarse, puesto que todo lo que no sea ceñirse a esas licencias, mayormente fonológicas, merece la condena al averno del vulgarismo y el desprecio. Bajo esta percepción, el andaluz puede ocupar un lugar en espacios y enunciados predominantemente humorísticos y privado; pero nunca en una tribuna pública como la política. Dicho de otra forma: el andaluz, de permitirse, se consiente en un bar; no se reconoce ante el micro de una rueda de prensa.

La permisibilidad cognitiva que tienen por la Meseta a la hora de escuchar un gallego, canario o cubano, se transforma en intolerancia cuando nos referimos al uso del andaluz; el cual, con seguridad, se encuentra más cerca de los sonidos de Iberoamérica que de Valladolid. Y es que la fonética, señores míos, no se mide en kilómetros; más bien hunde sus raíces en la Naturaleza e Historia que diría Blas Infante. Quizás por eso, el discurso del andaluz normalizado se tolera en la intimidad; en foros ajenos a lo privado, cuando menos, desconcierta sino provoca rechazo. Y esto sucede porque nos obligan a hablar un andaluz correcto que no es siquiera andaluz y, cuando se cruza dicha línea, se nos vulgariza y embrutece. Cuestión que, de forma sorprendente, no sucede con otras lenguas cuando todas, por definición son dinámicas e innovadoras. Es entonces cuando el no entendernos se traviste de una bajunería indecorosa impropia de quien comunica y escucha: el andaluz no se debe utilizar en público. Y si se hace, supuestamente, menos se entiende.

Cabría preguntarnos por quién es otorgado y por qué ese mecanismo de aceptación que llaman prestigio, cuando lo que se oculta es más bien privilegio; procede cuestionarnos  esa obligada necesidad imitativa entre algunos andaluces a la hora de adobar su mensaje en público con eses de cualquier Cayetano de los madriles; interesa examinar por qué el laísmo de Madriz no sufre esa misma doble discriminación; por qué tenemos que nacer obligados a aprender bien un castellano que nos es ajeno; es más, conviene que nos demos cuenta de cómo desde pequeñitos crecemos con la percepción de que no hablamos (ni entendemos) bien y que no ejercitarlo así en público… qué inútil disimular lo que somos y que, además, nos neguemos ejercer como andaluces en Andalucía.

Lo cierto es que no se trata de una imposición espontánea ni pasajera. Se desean imponer unos modos de expresión identificables con las clases dominantes y, aparentemente cultas. A partir de ahí te inventas una Real Academia que “fija y da esplendor”, la coronas con un Borbón como cabecera y junto a patrocinadores del Ibex 35 te montas un chiringuito normalizador de un castellano –reconvertido en español– que se exporta a América Latina. Un Gran Hermano evaluador y juez para decidir quién o qué se adapta a la norma y quién o qué no.

Naturalmente, el andaluz está cada día más por encima de todos los cánones. Como toda expresión oral, es un potro desbocado en permanente evolución al que no cabe ponerle bozal ni riendas. Nadie negará que vivimos con una permanente percepción de estar sometido a examen; que estamos vigilados cuando nos relacionarnos y, que crecer dando la espalda a una realidad lingüística de la que nos empapamos desde la infancia… es cuanto menos antinatura. Intentar que el andaluz pase por el aro de moldes lingüísticos convenidos es algo que los altos padres de aquella otra lengua con la que convivimos saben que no es posible, pero no lo quieren reconocer. Así, el esfuerzo por integrarnos es doble toda vez que justifican como culto el uso melódico de las eses.

Va siendo hora de superar y combatir el que nos digan que hablamos mal y, por hablar andaluz, que somos tan ignorantes como vagos. No dejemos que eso cale entre los nuestros. El intenso atrevimiento por desprestigiar al andaluz es paralelo a la discriminación hacia los andaluces y andaluzas. Lo saben y por eso insisten; mientras, resistimos y hacemos de nuestra identidad una bandera de liberación. Todas las lenguas son innovadoras. Por eso, nuestra modalidad lingüística, habla o lengua –como quieras– comienza a actuar como un nuevo símbolo colectivo que, junto al grito Viva Andalucía Libre –y esa otra simbología institucionalizada– nos reafirma como pueblo que pide libertad para que le dejen Ser en paz y esperanza.