Sin contar la Guerra Civil o la pandemia, esta Semana Santa pasará a la historia de Sevilla por ser la que menos cofradías puso en sus calles. La Madrugá no se veía huérfana de procesiones desde hacía trece años, algo que entonces no ocurría desde 1933. Es la tercera vez en su historia que la Esperanza de Triana no realiza Estación de Penitencia por razones climáticas. Tercera, desde 1847. Escribo esto en el mediodía del Viernes Santo, con la noticia de que la Carretería suspende su salida y pendientes de la decisión del Cachorro en las próximas horas. Todo apunta a que será espejo de un Jueves donde nadie quiso arriesgar por temor a repetir la estampa del día anterior, con el Carmen Doloroso regresando precipitadamente a Feria y el Buen Fin encerrado en la Catedral. Pese a ser la Semana Santa más resguardada de los últimos tiempos, el debate en torno a los marcadores, formas y usos de esta festividad, puede que también haya sido uno de los más intensos que se recuerdan, empezando por el cartel de Salustiano García. Rebasando el ecuador de la semana, podían ya acuñarse algunos términos que sin duda calarán en el lenguaje popular de los próximos años: “marcarse un Cristo de Burgos”, por esa inusual decisión de anunciar horas antes la suspensión de su salida, el “mitin” –es quizá la palabra estrella- atribuido a las Juntas de Gobierno de Los Estudiantes, Los Javieres y Santa Cruz o “las de ruan” como sinónimo de seriedad y silencio. Frente a esto, la matraca con lo “accesorio”, otro término que va ganando adhesiones: la fiebre por las bandas y los cambios de cuadrillas, las saetas y las petalás. El debate está servido, sobre todo, cuando éstas se realizan al aire o a un vigilante de Prosegur. No es que no quiera mojarme con la estampa de Pureza, donde por casualidad me tocó pasar camino del metro en la Madrugá del Viernes Santo, también un poco atraída por la marcha que sonaba a toda pastilla desde un altavoz y los focos de estadio que se veían desde el Altozano. Este, por cierto, el detalle menos mencionado de ese completo combo surrealista que fueron, marchas, petalá, saeta y vivas al paso de nadie. Tengo una opinión y desde que se abrió la primera cámara de un teléfono le dije a mi amiga que estuviera consciente de estar presenciando un acontecimiento que iba a traer muchísima cola. Y así ha sido, por eso prefiero dejar esta cuestión en manos de los mentideros de twitter e invertir estas pocas líneas en otra arista que me interesa muchísimo: la centralización, simbólica y espacial, cada vez más evidente de la Semana Santa sevillana y lo insostenible de esto –como cualquier perspectiva centralista-, que ha llevado a algún lumbreras a sugerir cambios de itinerarios hacia grandes avenidas para combatir la amenaza de tapones peligrosos (algo así como una Cabalgata de Reyes). Y cómo esto tiene que ver con la cuestión, nada nueva, de la pugna por el discurso y la legitimidad sobre sus formas, en suma, ¿de quién y para quién es la Semana Santa de Sevilla? Sobre la pitá y el abucheo, entre otras, a la hermandad de San Benito por no saciar las expectativas de unos pocos, a su paso por la Cuesta del Rosario, la cadena 7TV argumenta –todavía no ha soltado el argumento- que se está perdiendo “lo importante”. Me pregunto qué entraña ese “importante” repetido hasta la saciedad, más allá de la necesidad de afear conductas que, con independencia del contexto, deberían avergonzarnos. La pitada y abucheo en este sentido puede ser muy reprobable, pero me escama hasta qué punto una anécdota lamentable ha sido instrumentalizada para apuntar hacia el discurso unidireccional de hacia dónde debemos mirar en Semana Santa. “Lo importante” frente a lo “accesorio” o “superficial”. “Esto pasa porque no mira uno hacia el paso de misterio, miran hacia la bandas porque le hemos dado valor a lo secundario frente a la Verdad con V mayúscula” fue el comentario de un tertuliano, metiendo en el mismo saco de lo reprobable a cualquiera que no se fije en lo que él considera Verdad. Si la Semana Santa de Sevilla es una de las más claras manifestaciones idiosincráticas de la ciudad, es precisamente por lo que ésta representa y transmite como hecho social total y por las múltiples verdades que condensa. Si su única función “importante” o “verdadera” fuera, como afirma el tertuliano, una mirada individual y reflexiva hacia lo divino, quedaría en jaque su propia dinámica y existencia –y lo que la diferencia de otras Semana Santa fuera de Andalucía, especialmente de su ortodoxia católica-. Más allá de su dimensión religiosa, la Semana Santa de Sevilla sería incomprensible sin sus aspectos sensoriales –inciensos, bandas…-, estéticos – especialmente en lo que tiene que ver con la artesanía imaginera, textil, floral…-, políticos/económicos –guste o no-, y lo más importante: el concepto de Hermandad en su máxima expresión de sentido de pertenencia a un colectivo, familia o barrio, más allá de que se cuente con una papeleta de sitio. En Sevilla, lo importante de la Semana Santa es todo aquello que permite hermanar en un instante concreto –que en numerosos casos se extiende a lo largo de todo el año- a colectivos tan diversos que probablemente no encontrarían otro nexo posible capaz de dar sentido a esa unión. Los acontecimientos populares marcados por la ritualidad no son unívocos, tampoco estáticos. Su función y su significado social puede ser distinto para quienes lo interpretan, variar a lo largo del tiempo e incluso mutar por intereses particulares. Pero hay un elemento de invariabilidad en ellos que implica repetición, por tanto, continuidad. Cuando el tertuliano afirma que “al final quien se queda es el Cristo y la Virgen” y que “todo lo demás, (nazarenos/as, capataces, bandas, vestidores/as…) cambia”, nos sitúa en la trampa de señalar solo el aspecto material de estas expresiones. Por supuesto que quien encarna esas representaciones cambia, al igual que la importancia que se les atribuye en cada momento histórico, pero el mismo rol continúa perpetuándose precisamente porque cumple una función simbólica crucial. “Hay bandas que ya no existen” dice, como para remarcar lo efímero de su importancia y existencia. Bueno, hay Vírgenes que tampoco son las mismas y a nadie se le ocurre cuestionar que la Esperanza de Triana sigue siendo la Esperanza de Triana a pesar de que su aspecto en nada se parezca a la talla original. A mí este enfrentamiento de posturas por oposición, esta herida abierta sobre lo “esencial” o lo “puro”, que por otra parte me parece bastante simplista, a lo que me lleva es a pensar cómo estamos gestionando ciertas tensiones que siempre han convivido al interior de la Semana Santa y que parece que cada vez se nos hacen más bola e incomodan a determinado sector. Y que hace que al final se estigmatice y paguen los de siempre, por lo mismo de siempre. Estoy escuchando mucho en estos días sobre la “Cantillanización” de Sevilla como recurso peyorativo para enfrentar una postura supuestamente de “clase” –en el sentido de respeto, recogimiento, saber estar…-, frente a lo “popular” –asociado a lo ordinario y “chabacano”, que también se ha dicho bastante-. De nuevo, lo mismo: que un grupo puntual de personas lancen vivas y petalás, quizá descontextualizadas, en la entrada de un templo ¿Es referencia extensible para cualquiera que expresa devoción de manera explícita? ¿Por qué lo “extraordinario” de dos nazarenos de ruan presentando sus respetos frente a la Capilla de los Marineros recibe un tratamiento exquisito –incluso al interior de su crítica- frente otras manifestaciones explícitas de devoción, como las encarnizadas burlas a algunos gritos de ¡Guapa! o ¡Reina! que todos recordamos en años anteriores (¡Dolores, guapa!)? ¿Por qué ese terror a parecernos al pueblo, a lo popular? En relación con esto, otro asunto que levanta ampollas este año es el de las “piratas”, como denomina la oficialidad a las asociaciones civiles cofradieras del extrarradio, que no cuentan con el beneplácito de la Archidiócesis, pero que en muchos casos realizan una importante labor social y de cohesión en los barrios. La centralización de la mirada sobre la Semana Santa es también eso, el análisis de un espacio amplio, múltiple y diverso desde el ombligo del centro, obviando que Sevilla es algo más que su casco histórico y que la Semana Santa va más allá de su carrera oficial. Y si en algo se nos ha ido de las manos, que probablemente sí, para recoger ese cable que muchos reclaman, valdría más preguntarnos si no ha sido ese desprecio hacia la ciudad y la ciudadanía que existe en las periferias, lo que nos hace cada vez más incapaces de convivir en esta semana del año. Y en lugar de proponer el disparate de las grandes avenidas, también sería interesante apuntar a que muchas de las cúpulas que hoy protestan porque le han quitado su sitio al capillita “de bien”, son las mismas que han favorecido la espectacularización y negocio de nuestra ciudad y tradiciones por encima de cualquier posibilidad, explotando el centro hasta darnos cuenta de que ya no servimos ni para ocupar un lugar en nuestro propio decorado. Turismo y gentrificación no solo hacen tándem en las afluencias masivas, también en los desplazamientos. Para que luego cuatro privilegiados protesten porque una hermandad anuncia horas antes su decisión de no procesionar, ahorrándole la travesía y el mal trago a hermanos/as que ya no viven en el barrio de su Hermandad. De esta Semana Santa, me quedo con dos momentos: el de un hijo enseñando a su madre anciana, acostada en la cama, el paso del Cristo por videollamada y el de cuatro señoras en pijama pidiendo por Palestina al Palio. Las dos el sábado de Pasión, cuando la oficialidad centralista se prepara para el domingo. Al paso de la Hermandad de Padre Pío por la Avenida de la Plata, que muchos ni situarán en el mapa de su propia ciudad. Y todavía me encuentro, como cada año, a varios/as colegas a quienes les parece desafiante y transgresor pasearse en chándal por la Semana Santa. Podríamos salir del centro donde nunca se inventó la pólvora y empezar a contar babuchas.