Ante la magnitud de lo sucedido el 8 de Marzo, conviene comentar dos tipos diferentes de reacciones, ambas a la defensiva. La primera y más esperada es la de gran número de medios de prensa, fervorosos del patriarcalismo y del capitalismo globalista, que se han apresurado a señalar que «no todas las mujeres se sumaron a los paros y manifestaciones». Es la misma táctica usada para tratar de minimizar el que más de dos millones de catalanes votaran el 1 de octubre y semanas después a los partidos independientistas. Es significativo que, por el contrario, nunca digan nada cuando un partido que no llega al 30% de los votos sobre el total de los potenciales electores gobierna con mayoría absoluta…
Otra reacción sí es más preocupante porque refleja una comprensión muy insuficiente de las desigualdades de género. Me refiero a la de aquellos compañeros que, sobre todo en las redes sociales, se confiesan molestos porque se hable del Día Internacional de la Mujer y no se añada la palabra «Trabajadora». No llevan razón porque, por una parte, decir «mujer» y decir «trabajadora» es hoy, en el 99,9% de los casos, decir lo mismo, a menos que por trabajo se entienda solamente el empleo remunerado (muy mayoritariamente de superexplotación) y no la multitud de tareas de cuidado y «reproducción social» que el 99,9% de las mujeres lleva a cabo y que son imprescindibles para la perpetuación del Sistema, sin estar remuneradas. Esta concepción del trabajo no solo refleja una ideología machista sino también una ideología netamente liberal-capitalista, al reducir el trabajo a la «producción» (de la llamada «riqueza» o, mejor, de beneficios para los empresarios y patronos) y a la consecución de ingresos.
Conviene insistir en que, en las sociedades actuales, el patriarcalismo funciona de forma estrechamente imbricada con el capitalismo pero no es un subproducto de este. Ya existía en sociedades feudales, esclavistas e incluso en muchas sociedades sin clases sociales (las mal llamadas sociedades «igualitarias» por la errónea consideración de que todas las desigualdades son una consecuencia de la estructura de clases).
Es inconsecuente, o al menos muy insuficiente, aquí y ahora, ser anticapitalista y no ser, a la vez, feminista y soberanista (defensores del derecho de los pueblos y las personas a decidir por sí, libremente, sobre sus asuntos). Como lo mismo de limitado, y limitante, es declararse feminista o/y soberanista sin ser, al mismo tiempo, anticapitalista. Pero esto establecido, no deben subsumirse los tres ejes en uno solo y menos aún considerar, como todavía hacen no pocos compañer@s, que dos de ellos existen como derivados o subalternos del eje que supuestamente sería «en última instancia» el responsable de la existencia de los otros.
Entrar en este tema no es un pasatiempo académico ni tiene solo una relevancia teórica sino importantísimas repercusiones en la práctica social y política. Tanta que sin una visión adecuada de las relaciones entre anticapitalismo, feminismo y soberanismo los avances de cada uno de estos movimientos serán limitados y siempre provisionales. Cada uno de ellos debería conservar su propia autonomía pero apoyarse entre sí y confluir en la lucha común por una sociedad nueva, realmente democrática en todas las relaciones sociales. Ninguno de ellos puede pretender la hegemonía ni considerarse con legitimidad para dirigir en exclusiva esa lucha.