“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su voluntad, bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo condiciones directamente existentes, dadas y heredadas”. Así reflexiona Karl Marx en el comienzo de su obra breve El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte. En ella analiza la turbulenta vida de la II República Francesa (1848-1852) y la ascensión al trono imperial del supuesto sobrino de Napoleón Bonaparte, hechos de los que fue contemporáneo. Les recomiendo vivamente su lectura por el sorprendente paralelismo con nuestro momento presente de ciertos aspectos que describe.
Vivimos en una sociedad en la que se exalta la técnica, la ciencia aplicada y todos aquellos conocimientos que tengan alguna utilidad laboral o profesional. Sin embargo, todo lo que tenga que ver con las humanidades, la reflexión crítica de la historia, la filosofía o las lenguas clásicas es tachado como inútil y despreciado. Quizás sea por eso que, con demasiada frecuencia, lo que hoy en día sucede en nuestras sociedades no es más que un reflejo distorsionado de lo que ocurrió ya en el pasado. Una simple lectura de los hechos pasados prevendrían muchas tragedias futuras.
Corría el año 1848. El pueblo francés, mayoritariamente representado por el proletariado industrial y la pequeña burguesía, harto ya de penurias económicas y de carecer de derechos políticos, se alza en armas y derriba la monarquía de Luis Felipe de Orleans, proclamando la II República Francesa (recuérdese que Luis Felipe, representante de la gran burguesía financiera e industrial, llegó al trono, a su vez, en 1830 gracias al derrocamiento de los aún más reaccionarios Borbones, representantes de la gran burguesía y aristocracia agraria). Pero lo que inicialmente iba a ser una revolución para conseguir nuevos derechos sociales y políticos, acabó fracasando a pesar de la instauración de la II República, que fue utilizada por los sectores más reaccionarios de la sociedad. ¿Cómo sucedió tal cosa? Bien, esta prostitución de una transición política hacia un régimen más avanzado -cambiar de régimen pero no de sistema-, no es algo novedoso ni sorprendente:
En primer lugar, según nos relata Marx, la nueva Constitución republicana reconocía una serie de derechos fundamentales y libertades públicas (personal, de prensa, de expresión, de asociación, de reunión, de cátedra, de culto, etc.), lo cual supuso un gran avance sin duda. No obstante, pronto se evidenció que eran de nula aplicación práctica, bien porque se remitían al desarrollo de alguna ley posterior, bien porque las propias leyes los limitaban para salvaguardar la seguridad pública.
En segundo lugar, Marx señala que uno de los artífices de la revolución, la gran masa de obreros, asalariados y trabajadores de la industria y el comercio, fracasó en su labor de llevar a cabo las reformas necesarias. Por una parte por la feroz represión a la que fue sometido el proletariado (ejecuciones, encarcelamientos, deportaciones, etc.), que mermó mucho sus fuerzas y liderazgos. Por otra parte, por una degradación de sus dirigentes, que en algunos casos se acomodaron en el nuevo régimen y se centraron en reformas cosméticas o en debates teóricos sobre futuras conquistas sociales en una supuesta victoria inminente de la revolución. Hubo un evidente error, además, a la hora de plantear las luchas, sin valorar su fuerza real tanto en las calles como en la asamblea parlamentaria. Y, finalmente, por una campaña de demonización de todas aquellas propuestas mínimamente progresistas o simplemente liberales, a las que se acusaban siempre de comunistas o radicales, lo que evidenciaba una deriva cada vez más intolerante y conservadora de la sociedad y sus medios de comunicación.
En tercer lugar, la pequeña burguesía, democrática, liberal o progresista, que inicialmente se apoyó en las masas obreras para llevar a cabo la revolución y proclamar la II República, en cuanto obtuvo algunas migajas de poder político y mejoró su situación económica, se hizo conservadora, abandonando a sus antiguos aliados.
En cuarto lugar, la derecha tuvo claro desde el principio que debía: a) Unirse olvidando las diferencias entre las distintas familias (legitimistas, orleanistas, bonapartistas o republicanos liberales); b) Tener claro que su verdadero enemigo era el proletariado y sus reivindicaciones sociales, por lo que no dudo en atacarlo desde el primer momento, desactivarlo y difamarlo; y c) Centrarse en un programa que desmontara las reformas sociales y políticas (abolió de nuevo el sufragio universal, por ejemplo), convirtiendo a la II República en una República burguesa.
Hasta aquí la perversión de una transición a la democracia por los intereses de los más poderosos. Pero esto no es lo realmente interesante de este fenómeno histórico. ¿Qué sucedió para que una República burguesa acabara derivando en una dictadura imperial, en manos de un personaje que hoy calificaríamos de populista? ¿Cómo la sociedad francesa se echó en los brazos de un arribista sin escrúpulos y demagogo, que terminó siendo votado emperador de los franceses?
Marx señala algunas claves para entender este fenómeno:
En primer lugar, la existencia de una base social tremendamente conservadora, miedosa si se quiere: los pequeños propietarios agrarios, básicamente. Todo pequeño propietario de un negocio o de una parcela teme perderlo y sólo busca seguridad y orden público. Mira a las élites financieras con desprecio, casi el mismo que sienten por el criminalizado proletariado. Proletariado que divaga sobre reformas a la vez que sus líderes se acomodan en el nuevo régimen republicano. Luis Napoleón sabe excitar el recuerdo de tiempos pasados imperiales, ofrece orden y un estado policial que garantice la propiedad y acabe con la inoperancia de las élites y los políticos (¡como si él no fuera ambas cosas!).
En segundo lugar, la derecha se fracciona en cuestión de meses en diversos partidos, cada uno defensor de intereses particulares, olvidando lo que les une. La izquierda no deportada o encarcelada se enzarza en absurdos debates parlamentarios, acciones simbólicas en la calle y pierde a sus aliados pequeñoburgueses.
Y, en tercer lugar, entra en juego un factor hábilmente analizado por Marx: el lumpemproletariado. Éste es fundamental y los paralelismos con la situación actual en Andalucía no deben desconocerse. El lumpemproletariado es esa gran masa de la sociedad formada por personas de bajo nivel socioeconómico, de escasa o nula formación, analfabetos en su mayoría. Todos en una situación precaria, sin empleo, dependientes de la caridad, las ayudas sociales o la beneficencia. Sin expectativas en la vida, sin esperanzas, que dedican su existencia a holgazanear y dados al alcoholismo en muchos casos. Criados y crecidos en barrios pobres, en un ambiente de delincuencia y marginación. Pero no basta con ser pobre o marginado para ser lumpemproletario. Esta masa, además, carece de la más mínima conciencia de clase. No se autoidentifica como grupo social marginado, con intereses comunes con los trabajadores. Es más, suponen un obstáculo para las conquistas sociales a las que atacan, identificándose con los intereses de una clase social a la que no pertenecen, la gran burguesía. Desprecian a los políticos, a la burocracia, a las élites. Esta formidable masa constituye la fuerza de choque y el apoyo social decisivo de Luis Napoleón Bonaparte, quien es visto como un líder cercano, campechano, que los escucha y comprende. Luis Napoleón propugna el sufragio universal y crea la Sociedad de 10 de diciembre, mitad sociedad de beneficencia, mitad ejército privado para jalear al jefe y apalear al disidente.
El resultado de todo esto es bien conocido: el 2 de diciembre (18 de Brumario en la nomenclatura revolucionaria) de 1851, Luis Napoleón Bonaparte da un golpe de Estado. El 25 de febrero de 1852, tras ganar un plebiscito, es coronado emperador. El imperio durará hasta 1870, cuando es derrotado y apresado por Prusia tras la batalla de Sedán. Serán los prolegómenos del II Reich Alemán. Mirémonos en el espejo de la historia y que cada cual saque sus conclusiones.