El desierto no es una extensión de dunas de arena fina, con un horizonte difuso y la esperanza de un oasis de palmeras y laguna en alguna parte. No. El desierto es un terraplén. Un descampado de barrio de periferia en los 80 que no tiene fin, que nunca acaba. Un paisaje monótono y marrón, de tierra seca, árida y triste. Lleno de piedras y polvo. Un sol que deslumbra y molesta, que congela el paisaje de frío cuando se marchan los últimos rayos de calor y casas precarias, esparcidas, allí donde mires, sin apenas luz, con el agua justa para sobrevivir.
En el desierto real, el del terraplén inabarcable, ocurren, sin embargo, cosas extraordinarias. Transcurre la vida pese a todo. En su esencia más pura. Una boda bajo una jaima a las tres de la tarde. La música, el té, las sonrisas gastadas, los ojos cansados y el baile de cuerpos ocultos por melfas, que cargan el peso verdadero de una sociedad a la que oprimieron, dividieron por un muro y olvidaron hasta negarle presente y futuro.
Y ocurre así. Entre la desesperación, la ocupación, la incertidumbre y la guerra lenta y asfixiante. Trincheras para la resistencia y la guerrilla, pero también para “la alegría”, que escribió Benedetti.
Cuando escuches aquello de la cultura del esfuerzo, piensa en el Sáhara, donde hay gente que nace, crece y hasta tienen nietos y nietas en el mismo lugar: en campamentos en mitad de la nada, a 50 grados en un verano de ocho meses, exiliados de sus raíces y su legítimo territorio. En un lugar en el que el esfuerzo es infinito y el resultado inapreciable. “Queremos volver para no depender de nadie”, gritaba una mujer.
Un Sáhara que expoliaron, olvidaron y negaron su identidad. Un Sáhara que no normaliza la injusticia, que señala como culpables a Marruecos, a nuestro Gobierno y a las potencias que respaldan y legitiman la barbarie. Y un pueblo digno. Sobre todo: un pueblo digno.