En octubre de 1940, el siniestro comandante en jefe de las SS, Heinrich Himmler, visitó durante una semana la devastada España imperial. Recibido con honores de jefe de Estado por el dictador Francisco Franco, la visita estuvo centrada en asuntos de política policial y de seguridad, aunque se aprovechó por la Dictadura como elemento de propaganda. El Régimen quiso agasajar a su ilustre huésped con una serie actividades lúdico-culturales como una corrida de toros y visitas a campos de concentración, monumentos o museos. Como anécdota, Himmler mostró su desagrado por la crueldad del espectáculo taurino, así como su sorpresa por la brutal represión de la Dictadura hacia sus propios compatriotas, a los que prefería aniquilar en lugar de emplearlos como fuerza de trabajo (seguramente no le explicaron que esto también se hacía). Pero, sin duda uno de los aspectos más curiosos -y ridículos- de la visita fue el empeño del régimen franquista en destacar los históricos lazos raciales entre españoles y alemanes, fruto de sus antepasados comunes: los pueblos germánicos. El por entonces flamante arqueólogo falangista y filo-nazi Julio Martínez Santa-Olalla, a la sazón Comisario General de Excavaciones Arqueológicas (gracias, entre otras razones, a la falta de competencia por la purga de cientos de compañeros por parte de la Comisión de Cultura y Enseñanza presidida por el ínclito José María Pemán), fue el encargado de mostrar al Reichsführer-SS mapas de las invasiones de estos pueblos, así como piezas arqueológicas visigodas.
La obsesión por la historia goda del expansionismo castellano primero (siglos XIV y XV), y del nacionalismo español después (siglos XIX y XX), como elemento legitimador de su ideología, alcanza su punto culminante durante el primer franquismo de posguerra. Para la mitología españolista, el pueblo visigodo, y muy especialmente los reinados de Leovigildo y Recaredo, representarían, como indica Tejerizo García, una primera unificación política y religiosa nacional, adobadas de unas fuertes dosis de virtudes como el militarismo, el caudillismo, la lucha contra el invasor extranjero y el antisemitismo. Además, la supuesta (y falsa porque para no tener, no tenía ni el nombre visigodo) estirpe goda de Pelayo simbolizaría la resistencia frente al Islam invasor y su sangre invicta continuaría en los monarcas españoles.
Los sueños godos del españolismo, sin embargo, se corresponden poco con la realidad histórica. Los visigodos, más que germanizar Hispania, acabaron romanizándose hasta donde les fue posible, claro; nunca llegaron a dominar por completo la Península Ibérica; y se encontraron con el rechazo y resistencia armada de, en lo que aquí nos interesa, la población de la Bética, que era consciente de su superioridad cultural y se sentía partícipe de la Romanidad, como sinónimo de civilización, frente a la barbarie germánica. Y es que con demasiada frecuencia el españolismo -aunque esto no es exclusivo de este nacionalismo- analiza la historia de una manera partidista: traslada las condiciones del presente al pasado remoto y toma partido por uno de los sujetos de entonces, como si de un partido de fútbol se tratase. En nuestro caso, la historiografía española elige al bando visigodo y lo identifica con las esencias españolas. Todo lo demás que no estaba bajo su control (suevos en la Gallaecia, hispano-romanos en la Bética, Imperio Romano Oriental en la franja costera de levante y sur peninsular, cántabros y vascones en el norte) son anomalías, elementos extraños a extinguir pues no se consideran como propios.
Pero vayamos por partes: la colaboración entre los visigodos y el decadente Imperio Romano de Occidente en la Península Ibérica se inicia en el 416, con la firma del foedus que los convertía en fuerza militar del Imperio, encargada de expulsar a vándalos y alanos de las zonas más romanizadas de Hispania y Galia, pero sin que ello se tradujera en dominio efectivo del territorio. En efecto, tras la ausencia de un efectivo poder imperial, gran parte de la Bética continúa su vida de manera independiente de todo poder exógeno, regida por una aristocracia senatorial local basada en las grandes explotaciones agrícolas, y con un nivel de cultura, comercio, urbanismo y vida social muy superior a la del resto de pueblos peninsulares. Los saqueos de la Bética por los vándalos (Sevilla, 428) o los suevos (valle del Genil, 438) no suponen en modo alguno dominio político, ni territorial. Como tampoco la expulsión que de ellos hacen los visigodos, comisionados imperiales. De hecho los primeros pasaron a África, los segundos volvieron a la Gallaecia y los terceros siguieron centrados en la parte sur de la Galia (Reino de Tolosa).
El asentamiento efectivo de los visigodos en la Península Ibérica se produce a partir del año 507 cuando, tras la derrota frente a los francos merovingios en la batalla de Vouillé, son expulsados de gran parte de sus dominios en la Galia. Pero aun así, se trata de un asentamiento en la meseta central y en algunas grandes ciudades estratégicas. La Bética continúa su existencia independiente y con relativa prosperidad rodeada de un mundo que se desmorona, gobernada por una poderosa aristocracia latifundista tardorromana en colaboración de una no menos poderosa jerarquía católica. Varios ejemplos de esta independencia: cuando en el año 519 el Papado nombra a su representante en el Reino Visigodo, excluye del mismo a la Bética y la Lusitania, nombrando como Vicario para estas últimas al obispo de Sevilla, Salustio. O la bochornosa derrota en 549 del rey visigodo Agila frente a los cordobeses, que incluso le arrebataron parte del tesoro real. Como indica García Moreno los cordobeses no se oponían a un rey visigodo en concreto, sino al dominio del Reino visigodo en su totalidad. Para colmo de desgracias visigodas, en una de sus habituales luchas intestinas, uno de los bandos pide ayuda a una potencia exterior que, con una escaso contingente militar pero mucha colaboración de la población romanizada, acaba adueñándose de parte del territorio (¿les suena el argumento de la película que tiene su remake en 711?). La presencia del Imperio Romano Oriental abarca desde el 552 hasta el 624, y se extenderá a una importante franja desde el Algarve hasta el Levante valenciano.
La denodada resistencia bética frente al poder visigodo provoca una importante crisis económica a este último, como demuestra el envilecimiento en peso y ley de las acuñaciones de la época. No fue hasta el reinado del arriano Leovigildo cuando se lleve a cabo una feroz campaña de conquista de la Bética, aunque sus éxitos se limitarán a Baza (570), Medina Sidonia (571), Córdoba (572) y Alto Guadalquivir (577). Pero la alegría dura poco en casa del pobre visigodo: el propio hijo del enérgico rey, Hermenegildo, en colaboración con la aristocracia local y la jerarquía eclesiástica, proclama en el año 580 la independencia de la Bética y a él Rey de la misma. Aunque se ha querido vestir esta rebelión como conflicto religioso (arrianismo frente a catolicismo), lo cierto es que, tras la propaganda religiosa existían razones económicas, culturales y sociales. La rebelión es sofocada en 584, con la toma de Córdoba y Sevilla. A partir de ese momento, especialmente con el reinado de Recaredo desde el año 586, la política del reino visigodo cambia y la relación con la Bética se pacifica algo (sin perjuicio de rebeliones como la del 632). En lugar del enfrentamiento con la aristocracia hispanorromana se busca asegurarle sus privilegios a cambio de colaboración. En vez del enfrentamiento religioso, se abraza el catolicismo y se concede a la Iglesia importantes latifundios. Las nuevas víctimas de este pacto de élites serán las clases populares y la población judía, concentrada muy mayoritariamente en la Bética. Los sucesivos concilios toledanos van endureciendo las normas frente las primeras (condena de todo intento de ayuda de esclavos y campesinos a esclavos fugitivos) y la segunda (prohibición a los judíos de ocupar cargos públicos; separación de padres e hijos para educar a los segundos en la Iglesia; prohibición de relaciones entre judíos y resto de la población; amenazas de expulsión; prohibición de entablar juicio y testificar contra cristianos, o de manifestar públicamente la religión propia).
Llegamos a la segunda mitad del siglo VII y principios del VIII con un estado central visigodo en descomposición, con interminables guerras civiles entre las facciones nobiliarias, con una presión insoportable a las clases populares y a la comunidad judía, y una tensión social agravada por malas cosechas, hambrunas y epidemias. Nos es nada extraño que la orgullosa y culta población de la Bética buscara continuar su vida civilizada de otra forma. Pero eso es ya otra historia.