La regulación de la putería andaluza de la Edad Media a la Moderna. El caso de Málaga. Aportes para el debate

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«Prostituta y celestina de la calle de la Sopa». Hoy calle de Goyoneta. De Enrique Meléndez de la Fuente. Año 1920

«No pretendas, cortesana,

blasonar de tu hidalguía,

que en caliente mancebía

te conocí una mañana…»

José Daza de la Torre, Composición burlesca.

 

A finales de la Edad Media en Andalucía, completada la colonización de las diversas ciudades de al-Ándalus tras la invasión cristiano castellana, las mujeres vivían en contextos de pobreza y marginalidad. El estado de miseria y desamparo de algunas colonas: jóvenes huérfanas, viudas o mujeres solteras que carecían de apoyo familiar al encontrarse desarraigadas y sin recursos económicos, porque habían perdido a su padre o a su marido en la guerra o en el cautiverio, porque habían sido abandonadas por su marido, porque les hubieran sido infieles, porque habían sufrido malos tratos o habían sido violadas, motivos suficientemente justificados en las sociedades cristianas para la pérdida de la honra femenina, se verán obligadas a dedicarse a la prostitución. Una buena parte de estas mujeres se tuvieron que ganar la vida vendiendo servicios sexuales al no poder abordar los gastos de la dote. Muchas jóvenes rurales fueron enviadas a trabajar como criadas a la ciudad, en cuyas casas, siendo apenas unas niñas, eran violadas por sus señores perdiendo de esta manera su honra, su empleo y cayendo en las manos proxenetas quienes las captarían para trabajar en los burdeles, puesto que ni la prostitución ni la infidelidad masculina estaban consideradas como delito.

La infidelidad y maltrato masculino sobre las mujeres eran tolerados y muy vagamente censurados, mientras la infidelidad femenina era reprobada y duramente denostada. Si una mujer cometía adulterio, la ley castellana le daba la facultad al marido para asesinarla a ella y a su amante. Además, otros familiares también podían actuar de la misma manera si se enteraban de la infidelidad. En España, el Código Penal de 1977 aún contemplaba la infidelidad femenina como delito, penándola hasta con seis meses de cárcel. Se despenalizó en mayo de 1978, por la presión feminista, bajo el gobierno de Adolfo Suárez.

Sin embargo, desde finales de la Edad Media, la prostitución fue considerada como un oficio remunerado y, por varios siglos, será controlada, institucionalizada, regulada y reglamentada por los monarcas cristianos y por los poderes de la sociedad bajomedieval, tanto hispanos como de la Europa occidental, con el apoyo imprescindible de la doctrina cristiana. La prostitución estaba considerada un servicio público, un mal necesario para preservar la paz social a la vez que se salvaguardaban los patrimonios familiares, tolerancia que conllevaba grandes beneficios económicos a través de impuestos a la Corona de Castilla y a sus élites dirigentes, perdurando hasta finales del siglo XVI, cuando se produjo un problema dogmático dentro de la Iglesia, por la “nueva moral” que trajo la Contrarreforma. Por la Real Pragmática del 10 de Febrero de 1623, Felipe IV prohibió formalmente las mancebías, burdeles públicos, en todo el Reino de Castilla, lo que no supuso el fin de la prostitución, que continuó existiendo toda la Edad Moderna como una actividad ilegal, hasta nuestros días.

La diferenciación dentro del comercio sexual se dio en función del lugar donde se ejerciera, es decir, dentro de los límites establecidos por los poderes públicos o fuera de su legitimidad, para así fortalecer los mecanismos de control del poder monárquico, eclesiástico, burgués y concejil como sobre los cuantiosos beneficios económicos que producía. En 1470 los Reyes Católicos, que contaban incluso con la figura del Putero del Reino, hombres de confianza nombrados para regular el negocio en las ciudades, ordenaron que todas las trabajadoras sexuales ejercieran en las mancebías bajo pena de cien azotes y la confiscación de la casa donde hubieren ejercido. En Andalucía en este periodo, entre la conquista cristiana y el inicio de la Edad Moderna, llegaron a contarse 43 mancebías, siendo las más importantes las de Sevilla, Granada y Málaga. La mancebía de Sevilla se situaba en la zona llamada Compás de la Laguna, en el barrio del Arenal, muy cercano al puerto. Los propietarios de las casas destinadas a burdeles eran propiedad del Concejo, de la Catedral, de otras instituciones religiosas como hermandades u hospitales y también de propiedad burguesa. En Málaga y Granada, el negocio estaba controlado por la familia Fajardo por prerrogativa real.

La gestión corría a cargo de los padres de la mancebía, que se encargaban de controlar la actividad de las mujeres, protegerlas y proveerlas de la alimentación y ropas necesarias para ejercer, todo esto a través de una reglamentación muy desarrollada. La mancebía estaba cerrada por las noches y en las fiestas religiosas. La entrada a los “rufianes” (chulos que vivían de estas mujeres a cambio de protección y que muchas veces eran alguaciles municipales o empleados de la justicia), tenían totalmente prohibida la entrada aunque solían colarse por huecos en los muros, por donde también se escapaban las mujeres para ejercer ocasionalmente la prostitución en el exterior. También se intervenía para evitar los frecuentes abusos que cometían los padres de la mancebía, que les cobraban la ropa a precios desorbitados o les prestaban dinero con intereses abusivos que ellas utilizaban para pagar multas y resolver problemas con la justicia, comprar ropa o pagar a sus rufianes, deudas excesivas que impedían a las mujeres abandonar la mancebía hasta haber saldado la cuenta, creando situaciones de semiesclavitud y trata de seres humanos.

La normativa para mancebías de Sevilla sirvió como referencia para otras ciudades castellanas hasta que en 1.570 Felipe II la usó como modelo para promulgar la primera reglamentación nacional sobre mancebías, que incluirían la asistencia espiritual a las meretrices y la revisión médica, que podía ser semanal o bisemanal, para evitar la propagación de enfermedades de transmisión venérea como la sífilis, llamada “el mal de los ardientes”. Para entrar en la mancebía las mujeres no podían ser familiares directas de vecinos de la ciudad, tampoco ser casadas, negras o mulatas (moras hay algunas documentadas y sobre las gitanas no encuentro referencia bibliográfica alguna), o llevar demasiados años ejerciendo, pero debían estar sanas y haber ejercido la prostitución anteriormente, ya fuera en otras mancebías o de manera independiente, lo que hacía que la edad de entrada a la mancebía rondara los veinte años. También tenían que entrevistarse con un religioso que las intentase convencer de desistir de su intención de ejercer antes de entrar, de los que recibían serios sermones.

Sin embargo, la prostitución regulada no evitó la presencia de prostitutas fuera de las mancebías. Éstas podían establecerse como mancebas o mujeres enamoradas, amantes estables de hombres adinerados, o como rameras, alquilando un cuarto y pagando una tasa al aguacil municipal. También podía tratarse de una actividad esporádica para ayudar a la economía familiar en momentos de crisis, compartiendo este oficio con el de costurera, hilandera o el servicio doméstico. No podemos olvidar a las cargueras, mujeres que transportaban carga y se prostituían en los puertos para completar su salario y las soldaderas, mujeres que acompañaban a los soldados y que llegaron a ser parte indispensable del ejército. Entre sus tareas no sólo estaba el mantener relaciones sexuales con los soldados, sino ayudarles a portar sus armas, ocuparse de su sustento y asistirles en caso de enfermedad o heridas de guerra, hasta bien entrado el siglo XVIII cuando se introdujo en Europa el ejército estable. Las mujeres que querían salir de la prostitución no lo tenían fácil y su reinserción social era muy complicada. Sólo algunas conseguían contraer matrimonio, otras consiguieron dotes a través de la creación de fondos de dotes para prostitutas y mujeres pobres en situaciones de riesgo. Muchas de ellas acabaron sus vidas en hospitales para pobres o como mendigas.

El caso de Málaga

En la ciudad de Málaga, la familia de los Fajardo monopolizó el negocio de las puterías durante bastante tiempo, merced a la concesión regia para todo el Reino de Granada por obra y gracia de Isabel y Fernando, cuyo nombramiento oficial se guarda en el Archivo Municipal malagueño. Alonso Yáñez Fajardo, Putero Mayor de todo el Reino de Granada, fue un militar murciano participante en la conquista del reino nazarí. Aunque en principio la prostitución se ejercía en los arrabales heredados de la época andalusí o cerca de las puertas de entrada a la ciudad, en abril de 1490 se trasladó a una zona cercana a la Plaza de la Constitución, cuyas callejuelas recibían el nombre de las Doce Revueltas porque en total eran doce esquinas que comunicaban por un callejón con esta plaza. Más tarde pasó a llamarse calle de las Siete Revueltas, reduciendo el número de callejuelas y abriéndose hacia calle Larios. Hoy es una zona de restaurantes y comercios sitos en la Plaza de las Flores de Málaga. Como el área entre la Plaza de la Constitución, el Ayuntamiento y la plaza de toros era el centro neurálgico de la ciudad, los “buenos negocios” iban a celebrarse a estos burdeles, considerados los de más calidad, por encima de las rameras, que para distinguirse debían colgar una rama verde en la puerta de sus casas (de ahí el nombre) y las putas de arrabal, las de clase más baja. La zona de calle Camas también era un lugar de referencia de la época, de hecho lo ha seguido siendo hasta no hace tanto, donde las casas de putas se mezclaban con posadas y tabernas de las que hacían uso los viajantes que emprendían el camino de Antequera. El nombre de la calle proviene, de hecho, de estos negocios que ofrecían comida, cama y servicio sexual. Muy cerca de los antiguos accesos a la ciudad, frente al río Guadalmedina, estaban las casas de putas de los arrabales. Una de estas casas estaba en lo que era el antiguo Mesón La Victoria, que era propiedad de los frailes mínimos, un grupo de religiosos que alquilaban el mesón a mesoneros que alojaban a putas que hacían de camareras, de ahí la asociación que socialmente se ha hecho entre mujeres públicas y camareras, por este tipo de negocios mixtos. Esta parte del negocio también terminó acaparándola la familia Fajardo, que cobraba a las trabajadoras por las boticas o habitaciones además de la comida de “un día de pescado y otro de carne”.

Un caso apartado y documentado en Málaga es el de la ramera concejil, un tipo de prostitución que no ejercía en los límites del burdel pero cuyas ganancias iban a las arcas del regimiento, cobrando además un impuesto anual denominado “derecho de perdicas” que repercutía aún más en la penosa situación de las prostitutas legales. La Ramería Concejil se consiguió en 1.514 y tuvo  una zona acotada hasta 1522, fruto de la presión por parte de los miembros del Concejo malagueño para conseguir que la municipalidad participara de las rentas derivadas de la prostitución. La ramería concejil de Málaga, se encontraba en la calle de Los Romanos, en otra de las zonas más concurridas de la ciudad, entre el Teatro Romano y Plaza de la Merced. Debido a la consideración social de la que gozaba, la ramera concejil se convirtió en una fuerte competencia para el burdel oficial de Málaga, pero finalmente la familia Fajardo logró la cesión de la ramería, controlando así todos los puntos prostibulares legales de la ciudad. Mientras tanto, la prostitución clandestina no sólo era perseguida y penada, sino también diferenciada jurídica y socialmente. De esta manera, el beneficio económico legal derivado de la explotación del trabajo de estas mujeres provenía de varias vertientes: las rentas de las mancebías, los impuestos y el dinero proveniente de las multas a todos los que se lucraban con la prostitución ilegal. A las alcahuetas se las podía expulsar de la ciudad de por vida y a los rufianes o proxenetas se les mandaba a galeras durante años, a veces incluso con condenas a muerte. En Málaga, un proxeneta que actuaba por tercera vez era condenado a la horca y ajusticiado públicamente.

Obra de Dirck van Baburen.

Que el negocio sexual estuviera regulado vía impuestos no implicaba en la mayoría de los casos buenas condiciones de vida para las mujeres. Tampoco permitía una excesiva visibilización del negocio ya que, aunque fuera una actividad bien vista por la sociedad cristiana, los Reyes Católicos la consentían “mientras no atentara contra la moral y la salud públicas”. La primera Casa de Arrepentidas de Málaga se encontraba en la calle de las Cinco Bolas, junto a la Iglesia de San Juan, nombre dado a los hospicios creados para “recoger a prostitutas arrepentidas que se entregaban a la religión para salvar su alma”, impulsada en el caso de Málaga precisamente por una de las nueras de Alonso Yáñez Fajardo, espacios de protección pero también de reclusión, de castigo y pretendida reeducación, con métodos violentos que la mayoría de las veces no conseguían la pretendida reinserción. Las arrepentidas también se recluyeron durante una época en el Convento del Císter, aunque no siempre era fácil porque primero debían saldar sus deudas y después esperar largas listas de espera, aparte de cumplir ciertos requisitos como ser católica apostólica romana, pertenecer al Obispado de Málaga o demostrar que ya habían intentado abandonar el oficio anteriormente. En Sevilla tenemos, como ejemplo, la Casa de Arrepentidas del Dulce Nombre de Jesús.

Es una cuestión política fundamental reconocer que para la mujer la prostitución tiene que ver con una condición estructural, con algo que está enraizado en la posición económica y social de las mujeres desde hace siglos. Pero también queda demostrado que no es suficiente la abolición de la prostitución, porque la prostitución ilegal, que no desaparecerá nunca, es mucho más lucrativa para el sistema capitalista y patriarcal. Tampoco la regulación ha logrado en la historia buenos resultados, al ser cruelmente explotadora del oficio para los intereses financieros de la monarquía y de los poderes públicos, acogidos a una hipócrita doble moral religiosa.

Vivimos en una sociedad donde la sexualidad está excesivamente magnificada y se sigue pensando que lo que se compra es a la mujer y no sus servicios sexuales, creencia que viene enraizada con el pensamiento judeo-cristiano de que la sexualidad es sagrada y traficar con ella un gran pecado. Lanzar este mensaje lo único que consigue es estigmatizar más a estas mujeres, porque asume que se degradan al dedicarse a este tipo de actividad, como si no nos degradara de sobra cualquier tipo de explotación laboral de las diferentes que sufrimos sólo por ser mujeres. Asumamos de una vez que hay una distancia entre lo que se vende y lo que se es.

Legitimar la prostitución voluntaria no es legitimar a los proxenetas ni a la industria del sexo si los derechos laborales son para las trabajadoras. La legalización del trabajo sexual debería reconocer que se puedan ejercer servicios sexuales de forma autónoma, por medio de cooperativas o en contrato de servicios con empresas. Es decir, que se reconozca lo que ya existe: una relación laboral entre los empresarios de los clubes y las trabajadoras del sexo. Otorgarles derechos laborales a las trabajadoras voluntarias del sexo rompe con una parte de esta explotación, las protege mediante derechos laborales generales –bajas, contrato, cotización,etc.- como otros derechos específicos que puedan llegar a establecerse por convenio,  las hace dueñas de sus cuerpos, de su trabajo y beneficiarias directas de las rentas que producen, al menos en parecidas condiciones al resto de trabajadores y trabajadoras. La opción de la regulación también podría llegar a ser un camino de lucha contra la trata de seres humanos y la prostitución infantil, atentados contra los Derechos Humanos de mujeres, niñas y niños en todo el mundo. Pero también podría no serlo. Algunos países europeos como Países Bajos y Alemania tienen regulado el servicio sexual como una profesión, con un éxito moderado.

Debemos tener claro que ni la legalización acaba con el tráfico ni la abolición termina con el tráfico ni la prostitución. Nadie niega que se trata de un tema muy complicado, sin soluciones milagrosas. Lo que sí está claro es que este debate precisa de un profundo estudio, de mucho conocimiento, y, sobre todo, de mucha empatía. Todo esto contando, como no puede ser de otra manera, con la participación de sus protagonistas.

 

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Artículos varios en Diario Sur, ABC, La Opinión de Málaga, El Independiente de Granada, El País.