A vueltas con el sujeto político feminista: revisiones y emociones

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Hace pocos días, en una asamblea, no importa cual, una señora pidió la palabra para recordar que Izquierda Unida había aprobado expulsar de la organización al Partido Feminista de España. Así, sin más reflexión, lanzó el dardo al aire no se sabe muy bien en qué sentido. A esta apreciación le sucedió el murmullo de las –pocas- mujeres que estábamos presentes. Lo que está claro es que, para bien o para mal, esta decisión nos afecta. Como se lee en un conocido meme andalú: “vamo a calmarno”.

La capacidad de emocionalización de los discursos en la esfera pública –especialmente mediática-, a menudo resulta clave para el alcance de según qué objetivos en otras esferas de la sociedad. No son pocos los ejemplos de transformaciones recientes que han tenido lugar en parte gracias a la reproducción de mantras que apelan directamente a los sentimientos. Por citar uno, el cambio en el panorama político andaluz, impulsado por el altavoz que se le ha otorgado a un extremismo que centra su discurso en el odio.

En este sentido, también los feminismos cuentan con un peligroso caballo de Troya, construido a partir de un discurso emocional que pivota en torno a dos grandes ejes: el abolicionismo y la transfobia. El primero apela a la victimización de cualquier mujer que realice intercambios sexuales remunerados, con la importancia de matizar que el tipo de actividad que se pretende abolir responde casi siempre a aquel que, se supone, tiene que ver con la genitalidad: son las trabajadoras sexuales o las mujeres prostituidas, como las llaman, el blanco principal de sus peroratas. El segundo, la patologización de las mujeres trans que, al amparo de los discursos médicos, pone de nuevo el foco en la condición genital. De manera que si, por una parte, encontramos víctimas, se establece que éstas no pueden tener agencia y que por tanto solo pueden esperar a ser salvadas por aquellas otras mujeres a quienes su situación les conmueve. Y de otro lado, frente a una patología, solo cabría una receta correctora, aquella que predican las mujeres feministas que beben del discurso de profesionales entregados a la causa.

Me detengo en esto de la profesionalización. A raíz de la decisión tomada por la Asamblea de IU, han sido numerosos los medios de información que han centrado la cobertura de esta noticia en dar rienda suelta a los posicionamientos de Lidia Falcón, presidenta del Partido Feminista de España. Llama especialmente la atención esta entrevista para Público TV, donde al hilo de una –cito- “Discusión que está afectando a todo el movimiento feminista: qué pasa con el mundo trans…”, se presenta a Lidia Falcón como referente que “tiene una trayectoria detrás que le hace merecer ser escuchada”. A partir de ahí, la entrevista se convierte en un durísimo monólogo que arremete contra cualquier postura que intente abrazar un feminismo inclusivo y una sociedad de derechos en igualdad para todas las mujeres. Si para cualquier persona comprometida con estos principios resulta difícil seguir la argumentación sin retorcerse, es lógico imaginar qué tan dolorosas puedan llegar a ser las palabras de Lidia Falcón para Elsa, la niña que hace unos meses se convirtió en protagonista indiscutible de la Asamblea de Extremadura, a la que esta “referente” da tratamiento de “niño”. O para su entorno familiar, al cual acusa de inducirla a la castración mediante lecturas, encuentros y juegos. Cuesta hasta escribirlo. El poder mediático tiene una gran responsabilidad respecto a qué discursos se están permitiendo representar, bajo qué condiciones y cuáles puedan ser sus consecuencias en relación con los sentimientos que se consoliden en la esfera pública hacia determinados colectivos. Y el debate no está en vetar o no a Lidia Falcón ni al movimiento que representa, sino en preguntarnos a qué mujeres estamos otorgando la idoneidad para ser escuchadas. La controversia es necesaria, de hecho, es un motor de lucha. Pero no puede existir controversia si no se facilita un espacio de reflexión en el cual, efectivamente, todas las posturas cuenten sin que prevalezca una
clase de mujeres sobre otras.

Resulta complicada la tarea de validar referentes que emanen de la experiencia autobiográfica, que se sitúen al mismo nivel que aquellas validadas por un supuesto capital intelectual, en una sociedad que sistematiza el marcador de profesionalidad y la etiqueta de experto/a. Y llegadas a este punto, creo que necesitamos menos expertas y más referentes capaces de transmitir disposiciones afectivas vinculadas a una condición determinada, para que de una vez se consolide en la esfera pública el hábito, en palabras de Denis Bertrand, de “responder del derecho a ser”.

Tal vez un buen punto de partida para evitar retratos tan bochornosos como esta entrevista, comenzaría por dotar de corporalidad y condición humana aquello que se está referenciando. Porque este esquema impersonal, este hablar de la conceptualización “mundo trans” frente a una mujer a la que se legitima por su trayectoria, es lo que ha permitido que se utilice a Elsa como figurante pasiva a la que humillar sin posibilidad de réplica y sin derecho a afectarse.