Un año más nos hemos reunido en la Plaza de Bib Rambla, en el acto Arde la Memoria, organizado por Granada Abierta. Hemos apagado con poesía y con música todas las hogueras de la intolerancia, que han quemado miles de libros, códices y manuscritos, a lo largo de la historia. Precisamente, esta emblemática plaza granadina fue escenario en 1499 de uno de los más infames atentados contra nuestro patrimonio bibliográfico.
Recordemos que hace 523 años, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros reducía a cenizas en la Plaza de Bib-Rambla más de 5.000 libros de la biblioteca de la Madraza, por orden de los Reyes Católicos. El cielo de Granada se cubría de humo y olvido. Con este atentado contra la cultura, Cisneros iniciaba una campaña de represión contra los musulmanes granadinos y, a partir de entonces, la comunidad morisca tuvo que elegir entre una conversión forzosa y humillante o la tragedia del exilio. Juan de Vallejo, que fue íntimo amigo de Cisneros y testigo directo de la quema, hizo la primera crónica de aquel grave suceso: «Para desarraigarles del todo de su perversa y mala secta, les mandó a los dichos alfaquís tomar todos su alcoranes, los cuales fueron más de 4 o 5 mil volúmenes, y hacer muy grandes fuegos… Y así se quemaron todos, sin quedar memoria, excepto los libros de medicina, unos 40 volúmenes, que su señoría se llevó a la biblioteca de Alcalá de Henares». Aunque es la crónica del alfaquí Barhum la que mejor describe la desesperación de los moriscos: «La situación se hizo insostenible cuando Cisneros, por mandato de la reina, les obligó a renegar de su cultura y de su fe. Un edicto ordenaba la entrega a la autoridad de todos los libros arábigos, amenazando con severos castigos a los que no lo hicieran… Miles de libros del Corán y otras ciencias fueron quemados en una plaza pública de Granada, a la vista de todo el mundo».
Nuevas investigaciones desmienten que Cisneros actuara por su cuenta y confirman la responsabilidad de los Reyes Católicos en la quema de libros. Juan Antonio Vilar, autor de Una década fraudulenta, nos dice: «Granada quedaba en manos de Cisneros con el consentimiento real…Cisneros estaba dispuesto a asumir los daños que en su imagen produjera la presión sobre los mudéjares, mientras que los reyes, más maquiavélicos, prefirieron mantenerse lejos del problema para que no les salpicara. Los mudéjares quedaron abandonados a su suerte por los reyes, que prácticamente daban el golpe definitivo a la molesta capitulación de 1491». Y Rodrigo de Zayas afirma en su libro Los moriscos y el racismo de Estado que Isabel y Fernando conocían el plan de Cisneros para poner fin a la convivencia pactada con los musulmanes: «Las bibliotecas y los archivos del reino nazarí fueron quemados. Una vez destruida su memoria escrita, sólo les quedaba la transmisión oral para conservar su identidad histórica…». Más tarde, también prohibieron hablar en árabe.
Un especialista en la Inquisición española, Joseph Martín Walker, asegura que el cardenal contaba con el beneplácito de Isabel y Fernando para llevar a cabo su perverso plan, destinado a provocar la rebelión de los moriscos y justificar la expulsión: «Cisneros -dice Walker- solicitó permiso a los monarcas para poner en marcha una política de máxima dureza, haciendo quemar en la plaza de Bib-Rambla cuantos ejemplares del Corán cayeron en sus manos. Semejante transgresión de lo pactado ofendió a los alfaquíes, produciéndose una revuelta en el Albaicín… los disturbios fueron utilizados, por parte cristiana, para justificar el incumplimiento de las Capitulaciones». Lamentablemente, el integrismo de Cisneros se impuso al tolerante Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, partidario de convencer y no de imponer, que llegó a traducir una Biblia al árabe para facilitar la conversión con los moriscos.
La quema de libros ha sido una práctica habitual de los regímenes totalitarios para borrar la memoria escrita de los vencidos. Hace 2.200 años, el emperador chino Quin Shí Huangdi ordenó quemar miles de libros antiguos para eliminar cualquier rastro de pensamiento anterior a su dinastía. En el siglo X, Almanzor quemó asimismo la biblioteca del califa al-Hakam II en Córdoba, presionado por los fundamentalistas que querían destruir los llamados «libros herejes». En 1562, durante la conquista de América, fray Diego de Landa arrojó al fuego los códices del pueblo maya, también conocidos como libros de pinturas, para borrar la historia escrita de esta cultura indígena. En 1888, fue el emperador Pedro II el que redujo a cenizas la documentación de la esclavitud en Brasil. Y en 1933, los nazis quemaron en Alemania los libros de escritores marxistas y judíos. Tenía razón el poeta alemán Heinrich Heine, cuando dijo: “Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. También la dictadura franquista celebró la Fiesta del Libro de 1939, quemando los libros republicanos. El diario Arriba justificó así este nuevo atentado contra nuestro patrimonio bibliográfico: “Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas, a los de la leyenda negra, anticatólicos, a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los del modernismo extravagante, a los cursis, a los cobardes pseudocientíficos, a los textos malos y a los periódicos chabacanos”.
Lo mismo hicieron los dictadores de Chile, Argentina y Guatemala, arrojando a la hoguera la documentación sobre la guerra sucia. Sin olvidar que los ultranacionalistas serbios, en la guerra de Bosnia, incendiaron en 1992 la célebre biblioteca de Sarajevo. O la Biblioteca de Bagdad, que fue destruida por un incendio, durante la invasión de Irak en 2003, y expoliada por Estados Unidos y sus aliados. Y el fuego alcanzó también a la Biblioteca de Tombuctú, durante la guerra de Malí en África Occidental, cuando integristas de Al Qaeda destruyeron en 2012 centenares de manuscritos del legado científico andalusí. Y años después se repitió la historia en Siria, con el régimen de terror impuesto por el Daesh.
Con el recital poético musical Arde la Memoria, Granada Abierta hace un homenaje a los libros prohibidos. Que no podemos leer, porque fueron quemados, pero que tampoco debemos olvidar. Y reivindicamos también la devolución de los volúmenes de Astronomía, Medicina o Botánica que Cisneros expolió de la Biblioteca de la Madraza y se llevó a la Universidad de Alcalá de Henares, para poner fin a este exilio cultural.