En un breve fragmento titulado “Kapitalismus als Religion” (El capitalismo como religión), escrito en 1921 y publicado póstumamente en las Obras Completas, el pensador judeoalemán Walter Benjamin exponía una tesis tan original como sugerente y provocativa: “Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, suplicios e inquietudes a las que daban respuesta antiguamente las antiguas religiones”. Es decir, no se trata de demostrar que el capitalismo es una formación social condicionada por una religión, como pretendía Max Weber señalando a la relevancia de la ética cristiana protestante en el despliegue de este sistema de producción e intercambio económico. Lo que Benjamin se proponía era mostrarnos que había que interpretar el capitalismo como una “estructura religiosa” en sí misma. Para ello, apuntaba a tres rasgos que ya eran visibles en su tiempo. En primer lugar, “el capitalismo es una religión puramente cultual, quizás la más extrema que jamás haya existido”. Cualquier acto social tiende a tener un significado que refuerza el culto. En segundo lugar, este culto tiene una “duración permanente”. De este modo, no hay ningún día que no sea sagrado, que no sea festivo en el sentido terrible de adorar las mercancías que se producen, se comercian y se consumen sin descanso. Y, en tercer lugar, se trata de una religión culpabilizante. Su objetivo preciso es extender la culpa hasta el infinito. Algo “históricamente inaudito”, ya que no busca, así, la redención o la reforma del ser del mundo, sino su destrucción. Nuestro autor subraya la “ambigüedad demoníaca” que tiene el término alemán Schuld, que quiere decir “culpa” y “deuda” al mismo tiempo.
Esta idea, la del capitalismo como religión de la culpa/deuda infinita, está alcanzando en nuestros días una presencia ubicua que se refleja en los nuevos discursos empresariales y corporativos. Asistimos a la proliferación de discursos, especialmente visibles en los libros o manuales de gestión empresarial (management), pero también en la publicidad, que difunden, con mayor fuerza desde los años noventa, una suerte de pensamiento mágico de corte voluntarista para lograr la adhesión o el compromiso de los trabajadores a los objetivos de beneficio empresarial.
De este modo, nos insisten machaconamente que debemos descartar los “perfiles emocionales negativos”, pues se trataría de individuos (y, precisamente, sobre esta individualización están montados estos discursos) que, debido a su frustración, melancolía, tristeza, cansancio, miedo, timidez, debilidad de espíritu o un supuesto sentimiento de inferioridad, no llegarán a conseguir éxito laboral y progreso profesional. Es decir, frente a los ganadores con “ánimo positivo” o proactivo —otro de los términos de moda—, se situarían estos perdedores que no han sabido cultivar en sí mismos las habilidades afectivas que garantizarían su éxito. El nuevo sacerdote de la religión capitalista, al que se le suele denominar con el término inglés coach —es decir, entrenador—, nos garantiza precisamente que nos dejará a punto para vencer en esta competición interminable en la que sólo hay dos posibilidades: ganar o perder. Para que funcione su evangelio, tenemos que dar por sentado la responsabilidad del trabajador en su estado de ánimo: no se plantea jamás que la causa del mismo pueda estar relacionada con condiciones de precariedad laboral, bajos salarios, exceso de tareas, horarios incompatibles con otras actividades, etc. Incluso se nos habla de un “resentimiento” hacia el mundo empresarial, pero no de las causas de ese afecto negativo. Tienen incluso la desvergüenza de aconsejarnos cómo gestionar situaciones familiares que obstaculizarían nuestro desarrollo personal. Porque de eso se trata, de saber gestionar la vida de cada uno de nosotros para que ésta no interfiera en nuestra actividad profesional y en los resultados de la empresa a la que pertenecemos. El sujeto de los libros de gestión empresarial debe ser flexible en todo momento para adaptarse a los requerimientos impuestos por la producción. Pero no sólo se le exige que se adapte, sino que además esté alegre ante los cambios en el entorno económico, de modo que muestre iniciativa y genere buena relación con sus compañeros y superiores. Según el investigador francés Frédéric Lordon, en las nuevas relaciones laborales se sigue esperando que el asalariado se someta y obedezca, pero, además, se pretende que movilice su deseo de forma que se alinee al deseo patronal para lograr el objetivo supremo de esta nueva fe: la obediencia alegre.
De esta forma, sometiéndonos felizmente a los dictados de los dirigentes empresariales, o más aún, haciendo que el trabajador asalariado, atrincherado en su “positividad”, se vea asimismo como un emprendedor, se habría cumplido lo que dejó dicho Margaret Thatcher, la profetisa del neoliberalismo, en una entrevista al Sunday Times publicada el 3 de mayo de 1981: “la economía es el medio; el objetivo es cambiar el corazón y el alma”.